Seis mil lecciones

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Cuando era niño quería ver el mundo. Poco a poco, sucedió. En 1948, a la edad de tres años, dejé mi hogar en Mamaroneck, Nueva York, al norte de la ciudad de Nueva York, y volé con mi madre hacia una vida diferente en el Valle de San Fernando en California, a las afueras de Los Ángeles. Pasé los veranos de mi adolescencia en el Gran Cañón y nadé en el gran Pacífico. Más tarde, cuando mi madre volvió a casarse, nos mudamos a la zona de Murray Hill de Manhattan, otra clase de cañón. Viajé por Europa en autobús cuando tenía diecisiete. Fui a México. En 1970 me mudé al Oregon rural. Acampé en el desierto de Namibia y en la meseta polar, a veinte kilómetros del Polo Sur. Volé a Bangkok y a Belén, a Nairobi y a Perth, y me adentré más allá en sus tierras.

A lo largo de los años probé muchas comidas poco familiares; en las calles de pueblos y ciudades escuché discusiones en pastún, afrikáans, clisteno, flamenco, arrente y otras lenguas desconocidas para mí. Recé en casas de adoración que no eran mías, recorrí campos de refugiados en Líbano, crucé desfiladeros imposibles en la Ruta de la Seda. Lo que yo buscaba no era aventura, sino ser testigo. Desde el principio, quería entender lo diferente que era cada paisaje, cada bulevar, cada ambición cultural. Las epistemologías humanas integradas en las seis mil formas habladas de conocer a Dios se comparan con las seis mil formas en las que un río puede caer de las tierras altas a las bajas, o las seis mil formas en las que rompe el alba sobre el Atacama, el Tanami, el Gobi o el Sonora.

Cualquiera empeñado en conocer las diversas caras del mundo podría fácilmente caer en la herejía de creer que a fin de cuentas un lugar no es tan diferente a otro, porque en ese momento está cansado de la variedad o se encuentra distraído. Yo mismo me he encontrado en esa situación. Pero cada lugar es solamente él mismo, y no se halla repetido en ninguna parte. Te lo pierdes, y se va para siempre.

De las seis mil lecciones valiosas que se le pueden ofrecer a un viajero persistente, aquí hay una que yo he recibido: en el curso de los años hablando con esquimales –pueblos yupik e inupiat en Alaska, e inuit en Canadá– llegué a comprender que ellos prefieren evitar el uso de sustantivos colectivos para referirse a una especie como lo hacemos en Occidente. Ellos se inclinan por no responder a una pregunta acerca de aquello que hacen “los caribúes”, y prefieren decir qué fue lo que un caribú individual hizo en una ocasión bajo ciertas circunstancias particulares –en ese lugar, en esa época del año, en esas condiciones climáticas, con esos otros animales alrededor–. Es importante entender, dicen ellos, que en otra situación, aparentemente similar, el mismo animal podría hacer algo diferente. Los caribúes, a pesar del parecido entre ellos, no solamente son distintos unos de otros sino que son impredecibles.

Una vez, en Xian, donde los arqueólogos habían descubierto un ejército de caballos y soldados de terracota, que los visitantes podían ver en largas fosas in situ, observé a varios cientos con un par de binoculares. Las caras de cada uno, tanto de hombres como de caballos, eran únicas. Solamente ellas mismas. He mirado a cientos de impalas alejarse de leones en la sabana de África y a bandadas de blancos pájaros del pico de Corella anidando al atardecer en cadáveres de árboles de eucalipto en el borde del Gran Desierto Arenoso de Australia, y en esos mo- mentos no he dudado que, con paciencia y tutoría, podría aprender a distinguir a un animal de otro.

Me aterra pensar cómo ahora la televisión, una suerte de gas nervioso cultural, ha puesto en peligro las seis mil epistemologías del mundo, generalizándolas en “lo que todos sabemos” y “lo que todos creemos”. Me aterra pensar en las campañas orquestadas en pro de que todos hablemos mandarín o inglés para “hacernos la vida más fácil”. Me aterra pensar cómo una fotografía impresionante de una orquídea fantasma puede representar a todas las orquídeas fantasma que han existido. Me aterra pensar que para algunos viajar a Viena puede significar que más o menos conociste Praga. Me aterra pensar cómo, si andas apurado, una cosa puede justificadamente tomar el lugar de otra.

Durante estos años de viajes, lo que entiendo por diversidad ha cambiado. Comencé con una intuición de que el mundo era, de lugar en lugar y de cultura a cultura, mucho más distinto de lo que me habían hecho creer. Más tarde, me fui dando cuenta que ignorar estas diferencias no solo era insensible sino injusto y peligroso. Ignorar las diferencias no mejora las cosas, crea aislamiento, dolor, furia, desolación. Finalmente, comencé a ver algo profundo: los patrones de organización social saludables, de largo plazo, en todas las formas de vida sociales, me parecía, dependían de que se mantuviera la integridad de la comunidad al tiempo que garantizaba la autonomía de los individuos. Lo que hacía hermosa y memorable a una sociedad era una combinación de autonomía y deferencia que, juntas, minimizaban el conflicto.

Ahora entiendo que la diversidad no es, como alguna vez pensé, una característica de la vida. Es, en cambio, una condición necesaria para la vida. Eliminar la diversidad sería como eliminar el carbono y esperar que la vida continuara. Esta es, yo creo, la razón por la que aun el conocimiento superficial de una lengua amenazada o de una tradición cultural en peligro genera tanta ansiedad, tanta tristeza. Sabemos en nuestro interior que mientras menos diferencias encontremos en nuestros viajes, más se habrá extendido el reino de la muerte. ~

 

Traducción de María José Evia Herrero

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(Port Chester, 1945) es autor de abundantes obras de ficción y no ficción, entre las que destaca Artic dreams (1986), que le valió el National Book Award.


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