Entre la confianza mutua y la mutua reserva –reserva en ambos, por pudor, respeto–, así fue nuestra amistad. No necesitábamos frecuentarnos para saber que éramos amigos. Nos conocimos después del derrocamiento de Marcos Pérez Jiménez en enero de 1958. Él regresaba del exilio (La Habana, Nueva York), mi hermano José Francisco y yo, de la cárcel de Ciudad Bolívar, de la que fue también huésped. Ramón J. Velásquez, compañero de pabellón, nos hablaba de él y encontré libros que había dejado a su paso por la prisión. Uno de esos libros era el Doktor Faustus de Thomas Mann, la vida de un músico de genio narrada por un historiador que vive la larga noche hitleriana y la Segunda Guerra Mundial. La misma novela que, un lustro antes, había leído en la cárcel Modelo de Caracas (1952), por la que habrían de pasar poco después el mismo Consalvi, Ramón J. Velásquez, José Agustín Catalá y Rafael José Muñoz, también cautivo como nosotros en la de Ciudad Bolívar. Cárceles, Seguridad Nacional, torturas, exilios, asesinatos (Leonardo Ruiz Pineda, Antonio Pinto Salinas), novelas, anécdotas, recuerdos individuales pero comunes nos unían antes de conocernos. Así que el 11 de marzo, cuando murió y un periodista lo llamó el último sobreviviente de tiempos de la dictadura militar, pensé no sin cierta perplejidad que, aunque más modestamente, yo también era uno de esos testigos.
En los sesenta, Simón Alberto Consalvi era embajador de Venezuela en Yugoslavia, adonde lo había enviado el presidente Rómulo Betancourt para enfriar un poco al anómalo monsieur Teste, ganado por lo que Cabrera Infante llamó la contagiosa “castroenteritis” –“y vaya si me la enfrió”, leí que decía con humor en Contra el olvido, un libro de conversaciones elaborado por Ramón Hernández, que es como su autobiografía–. Esa fue la primera misión que Consalvi llevó a cabo revelando su espíritu diligente y discreto que inspiraba confianza, eso que Marc Fumaroli, al referirse a Montaigne, llamó “la diplomacia del espíritu”. Luego de representar al país en las Naciones Unidas, el presidente Carlos Andrés Pérez lo nombró canciller, cargo que también ocupó en la presidencia de Jaime Lusinchi en los años ochenta. No obstante haber conocido magníficos cancilleres en todo el periodo democrático (Falcón Briceño, Iribarren Borges, Arístides Calvani), Consalvi ha sido el más recordado, quizá porque durante su ejercicio la Casa Amarilla –sede de la diplomacia venezolana– se hizo más abierta acogiendo la controversia de las ideas en la América moderna, expuestas por escritores como Gilberto Freyre, Carlos Fuentes o Alejandro Rossi.
La diplomacia como la literatura es más que una técnica, un arte, el don para conciliar, la imaginación para descubrir el espíritu de su tiempo y llegar a acuerdos que equilibren el interés de la nación con el interés de la humanidad. Por temperamento, por sus estudios, por su capacidad para acumular experiencias y nuevos conocimientos, lentamente, sin esnobismos ni vanos protagonismos, creo que Consalvi tuvo ese don. Ha sido esa diplomacia del espíritu la que le ganó simpatías en su vida política y labor de periodista y escritor.
Fue por conocer ese don que Betancourt, en un momento dado, lo distinguió como su mensajero personal, o que Raúl Leoni lo nombró presidente del Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes, o que Carlos Andrés Pérez y Jaime Lusinchi lo encargaron de la diplomacia venezolana, una diplomacia de mayor impulso y solidaridad con la resistencia democrática en países latinoamericanos, sumidos en dictaduras: Chile, Argentina, Uruguay, Nicaragua. Y ha sido ese don, pienso, el que le ha reconocido Venezuela en estos años de extrema arrogancia del poder y del obstinado y oscuro socavamiento de la integridad nacional. Desde sus editoriales, crónicas y otras empresas periodísticas, así como desde sus libros y sus cursos en la Fundación Valle de San Francisco, no cabe duda de que Consalvi ha sido una de las conciencias vigilantes del país. El premio Alma Mater que le concedió la Universidad Central de Venezuela en 2010 es buen signo de ello.
Pero antes de referirme a su labor en Venezuela desde 1994, es necesario remontarse a mediados de los años sesenta, cuando se inicia su verdadera vida pública como presidente del Instituto de Cultura y Bellas Artes (Inciba). Desde esa fecha no hubo empresa cultural en el país, oficial o privada, que no tuviese su inspiración o colaboración.
Tras su muerte, han aparecido artículos elogiosos de admiración a Consalvi, pero algunos adolecen de ciertos desenfoques. Por ejemplo, que Consalvi fue el fundador del Inciba o, incluso, quien lo concibió y logró el apoyo del presidente Leoni, persuadiéndole de que era una buena vía, además, para la pacificación del país. Interesante, diría esta vez el detective Lönnrot de Borges, pero poco convincente. La verdad es más sencilla: en 1964, Leoni escoge a Mariano Picón-Salas para presidir la comisión organizadora de un instituto autónomo que paute las relaciones del Estado con la cultura y los estímulos que debe aportar para que esas relaciones sean democráticas, es decir, plurales y amplias. Durante un año, la comisión hizo su trabajo y Picón-Salas expuso con toda claridad los propósitos que la regirían en un texto titulado “Prólogo al Instituto Nacional de Cultura”, que iba a leer públicamente en la inauguración oficial del nuevo organismo, prevista para el 18 de enero de 1965. Inesperadamente, Picón-Salas murió el primero de ese mes y el Inciba quedó acéfalo. El presidente Leoni tuvo otro acierto: nombró como presidente a Simón Alberto Consalvi, un intelectual joven, con cierta experiencia diplomática, que trabajaba junto a él, como director de la Oficina Nacional de Información. Así comenzó la vida activa del nuevo instituto, no como instrumento de propaganda de un régimen o de un determinado sector político, sino como expresión legítima de la inteligencia venezolana en la era democrática. Fue lo que evidenció su praxis, aún con otros gobiernos, hasta 1975, cuando el Inciba se transformó por decisión del Congreso en el Consejo Nacional de la Cultura (Conac).
Bajo la presidencia de Consalvi (1965-1968), el Inciba adquirió un perfil satisfactorio de promotor y divulgador de la cultura en todos sus aspectos y en las más diversas fuentes de la creación. Se fundó la editorial Monte Ávila, así como la revista Imagen. Bajo la dirección de Margot Benacerraf surgió la Cinemateca Nacional. En 1967 el instituto auspició un importante espectáculo histórico audiovisual, “Imagen de Caracas”, a cargo de Inocente Palacios y Jacobo Borges, en el que colaboraban escritores, pintores, cineastas fotógrafos, músicos, arquitectos. Ese mismo año se otorgó por primera vez el premio internacional de novela Rómulo Gallegos, que recayó en un joven Mario Vargas Llosa por La casa verde. Simultáneamente, Caracas todavía reponiéndose de un fuerte terremoto, acogió en su Ciudad Universitaria un concurrido Congreso de Literatura Hispanoamericana, en el que participaron, entre otros escritores muy celebrados en esos días, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Juan Carlos Onetti, Emir Rodríguez Monegal, Ángel Rama y Rubén Bareiro Saguier.
Colaboré con Consalvi como director literario de Monte Ávila y como director de Imagen. Bajo la experta conducción de Benito Milla como director general, Monte Ávila publicó inicialmente treinta títulos al año y progresivamente fue aumentando su producción hasta lograr en poco tiempo un variado catálogo editorial que combinaba lo nacional y lo universal.
Imagen fue un quincenario, no un magazine sino un tabloide de papel periódico, un poco más fino; salía puntualmente y se vendía en museos, bibliotecas y en los kioscos de prensa de la ciudad. En su momento atrajo la atención de un público variado, por lo general joven. Se esmeró en reseñar la actualidad cultural del país y, a veces, del exterior y a la vez publicaba trabajos más densos. Las páginas del centro, en forma de suplemento, estaban destinadas a un autor y su obra, o a varios autores y un género como la novela, o a antologías poéticas o de ficción, e igualmente traducciones.
Me encargué de la dirección de Imagen en 1967 cuando ya circulaban los dos primeros números; de modo que su formato y, en parte, su orientación fueron decisión de Consalvi y de su primer jefe de redacción, Esdras Parra, quien luego colaboró conmigo. En su gestión del Inciba, Consalvi seguía el espíritu cordial de Mariano Picón-Salas. Pero ese era igualmente su modo de ser y de actuar. El hombre que puso en marcha el Inciba era el mismo que actuaba en la política, en la diplomacia y en el periodismo. Si en su estilo de escritor era visible la búsqueda de lo más sensible de la vida, en su estilo político dominaron la claridad y la mesura. La lucha contra la pomposidad y la pesantez en uno, la lucha contra la demagogia y la desmesura populista en el otro. En ambos casos, la agilidad de la imaginación y la buena voluntad.
A su regreso al país en 1994, después de haber sido embajador en Washington, la presencia de Consalvi en la vida venezolana se hizo notar de inmediato. Aunque no puedo precisarlo del todo, me parece que dio nueva vida y mayor jerarquía a la Fundación Rómulo Betancourt y a sus publicaciones. A comienzos de 2000 fue más que benéfica su reincorporación al periódico El Nacional como editor adjunto. Desde entonces ese diario no se contentó solo con las tradicionales y célebres manchetas para definir su posición, sino que asumió una actitud más beligerante con editoriales que han sido verdaderas guías democráticas en estos años de confusa palabrería, de arrogancia y de continuos desafueros contra la libertad de expresión. Y luego del año 2007, cuando la oposición derrotó el intento oficial de reformar la actual Constitución y de centralizar más el poder, victoria burlada en los hechos, fue uno de los animadores del movimiento 2-d, cuyos manifiestos dio a conocer El Nacional. Simultáneamente reanudó la publicación de un suplemento dominical, Siete días, que él mismo había ideado y dirigido a comienzos de los años setenta, con el nombre de Séptimo día. Por sus entrevistas, por sus reportajes de investigación, por sus artículos de opinión, por sus panoramas de la actualidad mundial, Siete días podría servir de guía a un periodismo de debate y de valiente convivencia.
Para culminar un trabajo silencioso y de participación, entre 2005 y 2011, Consalvi puso a circular los ciento cincuenta títulos de la Biblioteca Biográfica Venezolana. Por haber escogido tan amplia galería de retratos, movilizado a tan variado grupo de colaboradores, consultado libros, correspondencias, diarios íntimos, periódicos y revistas, revisado cuadros, partituras, fotografías y reproducciones, producido miles y miles de páginas, son como la mise en scène, como la gran representación de la vida venezolana en los dos siglos de su existencia republicana. Hay como un placer en imaginarla al decirlo, un placer cruzado de angustias y reflexiones. Esta es una de las deudas que tenemos con Consalvi en la segunda época de su vida, tan fecunda como la primera que se inicia treinta años antes con el vigor de la juventud.
De las ciento cincuenta biografías de esta biblioteca, Consalvi escribió cinco, lo que ya da la medida de su disciplina creadora. Las dedicadas a Rómulo Gallegos (2006) y a Armando Reverón (2011), dos de los genios venezolanos del siglo XX, son las mejores. Este don biográfico no es raro en un periodista habituado a pensar y a narrar. En 1991 aparece Auge y caída de Rómulo Gallegos (Monte Ávila), una biografía que es un gran fresco histórico y político con drama internacional. Lo mismo podría decirse de Profecía de la palabra. Vida y obra de Mariano Picón-Salas (Tierra de Gracia, 1996), otro de sus libros importantes, y, como el dedicado a Gallegos, el que más revela sus afinidades ideológicas, estéticas y su concepción de la historia. Sobre el libro dedicado a Picón-Salas, pongo de relieve dos rasgos clave que también son los suyos. En 1946, a una década de la muerte de Juan Vicente Gómez, al terminar su discurso de incorporación a la Academia de la Historia, Picón-Salas afirmaba: “la historia sería un vano ejercicio retórico si el hombre no viese en ella una permanente y siempre abierta hazaña de libertad”, evocando a Benedetto Croce, el hombre que en esos años encarnó la lucha contra el fascismo en Italia. Luego, en 1956, al comentar a Américo Castro, Picón-Salas redondea esa idea inicial. “Historiar –dice– es mucho más que una técnica para reunir o periodizar épocas y documentos, es esclarecer una trama de vida.”
Al mostrar su filiación literaria, es notoria la simpatía que siente Consalvi por la manera en como Picón-Salas concebía la libertad por excelencia del ensayista, la de agitar la conciencia de los lectores, sacarles de sus casillas y rutinas morales y frente a los conflictos de su tiempo saber ejercer, como Montaigne, esas virtudes anacrónicas y siempre vigentes de la tolerancia y de la piedad.
Simón Alberto Consalvi fue un hombre de parecida convicción. Otra de sus virtudes fue el haber sido fiel a este rasgo de su carácter, así como el haber comprendido pero no transigido con los embrollos del poder, con los no solo falsos sino también falaces mitos de los nuevos redentores que, invocando una quizá real “deuda social” y en nombre de ella sin llegar a resolverla, han cometido más injusticia que las que quisieron abolir.
En tiempos difíciles para Venezuela, el recuerdo de este amigo que murió en marzo pasado estará presente en nuestra vida cotidiana, en nuestro contento o descontento de vivir, en la relectura de las páginas que él frecuentaba. ~
Tumeremo, Bolívar, 1933) es poeta, traductor y crítico literario, autor, entre otros libros, de Borges, el poeta (Universidad Nacional Autónoma, 1967) y La vastedad (Editorial Vuelta, 1990).