Michael Ignatieff (Toronto, 1947) es un divulgador, un estudioso de la política y un defensor de una mirada compleja sobre las cosas, autor de libros comoEl honor del guerrero. Guerra étnica y conciencia moderna (1999, 2004) y El mal menor (2005), o Isaiah Berlin. Una vida(1999), todos publicados en Taurus. Entre 2008 y 2011 fue líder del Partido Liberal de Canadá. Sangre y pertenencia. Viajes por el nuevo nacionalismo(El Hombre del Tres, 2012) es un recorrido por la antigua Yugoslavia, Alemania, Ucrania, Quebec, Kurdistán e Irlanda del Norte de principios de los años noventa. El volumen es también un intento de comprender la pulsión nacionalista y una defensa de las reglas democráticas y cívicas. Muchas de sus observaciones siguen siendo oportunas, perspicaces y desasosegantes.
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Han pasado casi veinte años desde que Sangre y pertenencia apareció en inglés por primera vez. ¿Ha cambiado el mundo de la forma que esperaba?
Nunca lo hace. En 1989, esperábamos que los regímenes autoritarios fueran reemplazados por regímenes liberales, constitucionales y democráticos. Nos hemos llevado dos sorpresas. Los países surgidos del imperio soviético y sus “vecinos cercanos” movilizaron a la población siguiendo las líneas de división étnica, de modo que cuando la democracia llegó a los Balcanes adoptó la forma de una tiranía étnica de la mayoría, a la que siguieron la limpieza étnica y la guerra. La segunda sorpresa ha estado en el desarrollo tanto de Rusia como de China. Pensábamos que ambas podrían estar en el camino del pluralismo político y creíamos que tarde o temprano la libertad económica llevaría a la libertad política. Lo que vemos ahora en China y Rusia es algo nuevo: las élites del partido único usan el capitalismo para consolidar el gobierno autoritario. Pensábamos que la historia era el relato de la libertad. No es así.
En parte, Sangre y pertenencia es un intento de entender qué es lo que resulta atractivo del nacionalismo. ¿Comprende mejor ahora qué hace que alguien se vuelva nacionalista?
Ser nacionalista es creer que no puedes ser tú mismo de manera completa si no puedes hablar tu propio idioma, transmitir las mejores tradiciones a tus hijos y salvaguardar, a través de la política, la identidad nacional del pueblo al que perteneces. En su mejor versión, el nacionalismo defiende la idea de que los individuos necesitan un hogar nacional para florecer y transmitir lo que les parece valioso. En su peor versión, el nacionalismo puede convertirse en un argumento que justifique el rechazo a compartir tu hogar con quien sea distinto a ti. Hay un nacionalismo compatible con el pluralismo, la protección constitucional y el respeto a la diferencia, y esa forma de nacionalismo cívico es esencial para cualquier democracia.
En el libro analiza distintos ejemplos de nacionalismo. Hay algunos elementos comunes: el pasado y la distorsión del pasado, la importancia del lenguaje, la religión, el narcisismo de la pequeña diferencia… ¿Qué tienen en común? ¿En qué circunstancias se convierte el nacionalismo en una patología?
Hay dos problemas con el nacionalismo. El primero surge cuando los imperios o los Estados se derrumban, como en 1989, y la gente mira a su alrededor y se pregunta: ¿quién va a protegerme ahora? Los nacionalistas étnicos ofrecen una respuesta: tu propio pueblo te protegerá, pero antes tienes que librarte de todos los demás. Cuando el nacionalismo étnico da esa clase de respuesta al problema existencial del orden, los conflictos son inevitables. Las horribles guerras de la antigua Yugoslavia son un ejemplo: la gente huía para refugiarse en la seguridad de los señores de la guerra y los demagogos étnicos, porque prometían protección de los enemigos reales e imaginarios. El segundo problema –y esto tiene que ver con el narcisismo de la pequeña diferencia– es el problema de la mala fe. Las auténticas diferencias que separan a grupos étnicos o religiosos, especialmente cuando han existido matrimonios mixtos, son a menudo muy pequeñas. Las ideologías nacionalistas tienden a exagerar esas diferencias e intentan convertir diferencias menores en diferencias importantes, a fin de movilizar a su pueblo contra todos los demás. Así, el nacionalismo se convierte en una forma de kitsch, donde una pequeña diferencia folclórica se magnifica, y donde se niega cualquier similitud con los demás. Este “narcisismo de la pequeña diferencia” puede llevar a odios inventados e incluso a enfrentamientos bélicos entre grupos que, en todo lo demás, son bastante parecidos.
Dice que las sociedades nacionalistas corren el peligro de ser autoritarias, pero que la democracia no es un antídoto suficiente contra el nacionalismo. ¿Por qué?
Los demagogos nacionalistas –Milošević en Serbia, Tuđman en Croacia, Izetbegović en Bosnia, Lukashenko en Bielorrusia– fomentan los sentimientos nacionalistas para consolidar su poder personal. Crean un “nosotros” contra “ellos” y tratan a sus oponentes domésticos como enemigos y traidores. Usan formas de democracia plebiscitaria para consolidar el gobierno autoritario. La cuestión electoral se convierte en: ¿estás con nosotros o con ellos? Cuando llegan al poder, manipulan el miedo nacionalista a los outsiders para permanecer en esa posición.
Del mismo modo, los sentimientos nacionalistas pueden ser una fuente poderosa de instintos democráticos positivos. La primavera árabe dio muchos ejemplos en ese sentido. Cuando les pedían que explicasen la euforia que les producía el derrocamiento de Mubarak, los manifestantes de la plaza Tahrir decían: “Por fin me siento egipcio.” O decían que ellos eran el auténtico Egipto. Eran expresiones de un sentimiento nacionalista vinculado a la soberanía democrática.
En cierta manera, el libro constata el fracaso o la imposibilidad del ideal cosmopolita.
Los cosmopolitas siempre son gente con pasaporte. Siempre tienen una nación o un país que los acepta y les da protección. Por eso, la forma de pensar del cosmopolita –soy un ciudadano del mundo, estoy en casa en todas partes– descansa, enúltimo término, en la seguridad y la protección que dan Estados nacionales concretos.
En los últimos años algunos nacionalismos europeos, como el catalán o el escocés, han transformado sus exigencias lingüísticas y culturales, en demandas económicas.
Siempre ha habido una base económica en nacionalismos como el escocés y el catalán. Su argumento es que el Estado central se lleva recursos de esas regiones y que habría que devolvérselos. Hay dos preguntas que se pueden plantear sobre eso: en términos morales, ¿por qué los recursos desarrollados en una región deberían ser propiedad exclusiva de esa región y no de todas las regiones de ese país, si han contribuido al desarrollo de esos recursos? Y, cuando las regiones reivindican una jurisdicción exclusiva sobre su riqueza y sus recursos, ¿conseguirla producirá realmente la resolución de sus problemas de desarrollo? El nacionalismo económico siempre promete un futuro radiante y prometedor. A veces, ese futuro nunca llega.
Ha dedicado muchos años a estudiar la política y la teoría política. Y también ha tenido una experiencia directa de la práctica política. ¿Qué le ha enseñado esa experiencia?
Ser político durante cinco años me ha enseñado que lo que hace un político honrado es importante: unir a la gente, concentrarla en torno a planes colectivos de acción y hacer que las cosas ocurran. Los académicos no podemos hacer eso. Podemos estudiar el mundo pero, como dijo alguien, el asunto es cambiarlo. ~
(Barcelona, 1973) es editora y periodista.