Hace unos meses, en una reunión, un personaje semiconocido del medio cultural español me preguntó qué opinaba de la cinta Intouchables. Después de sacar a los gangsters del malentendido, le dije que no sabía de qué película me estaba hablando. De incrédulo pasó a indignado. ¿Cómo alguien dedicado al cine no había visto esa maravilla? ¿Por qué no se conocía en México? ¿En qué planeta vivía? Convencido del retraso cultural de la colonia, me hizo buscar un papel y escribir el nombre de la cinta. Tenía que verla, dijo. Era un éxito en toda Europa y la mejor película que había visto en su vida. “¿De qué trata?”, pregunté, bajo riesgo de que me la contara. “De la amistad entre un paralítico y su enfermero.” Para esto ya no tuve palabras. Guardé el papelito donde nunca lo iba a encontrar.
Semanas después, la foto en una revista dedicada al box office de cine me pareció familiar. Mostraba a un negro sonriente empujando la silla de ruedas de un blanco igual de feliz. El título no dejaba dudas: “Intouchables: la película no anglófona más taquillera de todos los tiempos.” Se daban a conocer cifras, y se decía que tras su exhibición exitosísima en Francia la cinta había estado semanas a la cabeza de la taquilla alemana, suiza, italiana, austriaca, y, claro, española. Por lo menos en lo del éxito, el hombre no había exagerado.
Era mediados de mayo, e Intouchables estaba a punto de estrenarse en Estados Unidos. El redactor de la nota se preguntaba si el fenómeno se replicaría ahí. Ni de lejos, le responderíamos hoy. En los dos meses que Intouchables se exhibió en ese país ganó poco más de seis millones de dólares. En el tiempo que lleva en cartelera El caballero de la noche asciende (un mes: la mitad) lleva recaudados más de 390 millones. Ahora Intouchables llega a México bajo el título Amigos. El hecho de que una película haya arrasado con un público tan heterogéneo como el europeo, pero ignorada por el país con más alta asistencia al cine (después de India), es suficiente para considerarla indicativa de algo. La aversión del público gringo hacia esa categoría odiosa que llama “cine extranjero” no basta para explicar el abismo entre reacciones.
Una pista a seguir: el humor optimista, que sin duda fue un gancho al otro lado del mundo, en este ha sido llamado “insultante” y “vergonzoso”. La recepción feroz y pedante de la crítica gringa hacia Amigos deja ver miedos y culpas latentes en esa sociedad, al tiempo que, sin querer, explica por qué en otros lugares la película ha generado un entusiasmo desmedido.
El relato, a grandes rasgos: en el París de hoy, el tetrapléjico millonario Philippe (François Cluzet) entrevista candidatos para el puesto de cuidador. Todos tienen experiencia y, según ellos, motivaciones altruistas. Philippe, sin embargo, decide contratar a Driss (Omar Sy): un joven negro sin preparación ni remilgos, que ni siquiera iba por el puesto. Solo quería que Philippe firmara el comprobante de que fue a entrevista, para así seguir viviendo de la beneficencia social. A lo largo de su convivencia, Driss le hace ver a Philippe que la música no es solo Vivaldi, que los coleccionistas de arte no siempre distinguen una buena obra de un garabato, y que a las mujeres les gusta el cortejo pero también el cachondeo. (Sobra decirlo, Driss aprende el revés de las lecciones.)
Como Hollywood no explota fórmulas, sus portavoces alegan que Amigos es una historia que se ha contado cien veces. Luego mencionan El chofer de la señora Daisy como película prototipo, de la cual, dicen, Amigos es un refrito francés. La diferencia, agregan, es que esta última es un catálogo de “clichés insultantes” (Roger Ebert), “más regresiva que liberadora” (A. O. Scott, NYT), que muestra a un “negro mágico” (Peter Travers, Rolling Stone) haciendo de “chango entrenado” (Jay Weissberg, The Hollywood Reporter).
Una diferencia mayor, diría yo, es que El chofer de la señora Daisy, la reciente The Help, y todas las del tipo que caben entre una y otra, son películas raciales didácticas: culposas, condescendientes y, a su modo, autogratificantes. Al caracterizar al patrón como reprimido, tacaño y maniático, y al empleado como poseedor de una paz y sabiduría innatas, llevan incluido el beneficio de la expiación.
En Amigos, Philippe es un millonario que disfruta de su riqueza sin necesidad de pedir perdón. El porqué de su aburrimiento no son las limitaciones asociadas con la “jaula de oro” sino tan concreto como no poder caminar. Se sabe que en Francia la inmigración y el racismo son explosivos que estallan a diario –su cine también habla de ello–, pero Amigos no está animada por un espíritu redentor. No hay en ella la cautela histórica de la narrativa estadounidense de hoy, requisito de cualquier relato que aspire a la recomendación de Oprah.
De ahí algunos puntos ciegos. Por ejemplo: la crítica asume que si el público ríe cuando Driss, a su vez, se carcajea en la ópera, es porque se burla de él. Lo mismo si asocia fragmentos de música clásica con temas de comerciales o caricaturas, o si una obra de arte abstracto le parece “un sangrado de nariz sobre una tabla blanca”. Para dar una idea del carisma de Omar Sy, el actor que interpreta a Driss, basta decir que le arrebató a Jean Dujardin (El artista) el equivalente francés al Óscar. El claro que el espectador ve en Driss a una especie de vengador cómplice que no se deja intimidar por los códigos de la alta cultura. Mucho más que “chango de feria” del que habla Weissberg, Driss es el que señala la desnudez del emperador.
Tanto como me sorprendió el consenso alrededor de la caracterización “ofensiva” de Driss, me extrañó no encontrar quejidos por el humor políticamente incorrecto dirigido a la discapacidad de Philippe. No porque crea que ese sí es inaceptable, sino porque la lógica que victimiza a Driss también se extendería a Philippe. Palabras que solían describir a quien no tiene movilidad física –inválido, minusválido, lisiado, impedido, etcétera–, hoy tienden a evitarse por sugerir inferioridad.
Y me extrañó, sobre todo, porque la desmitificación de lenguaje –y, por tanto, de la condición– es el motivo real por el que Amigos se siente nueva. La ausencia de consideraciones piadosas en la relación de los personajes le da a su vínculo una dimensión que no se ve en otras películas. Eso, y no los gags viejos, es lo que ha movido el piso por aquí y por allá.
Más que joie de vivre, Driss le regala a Philippe un trato cotidiano sin lástima, miradas compasivas y eufemismos torpes. No corre a ayudarlo a la menor provocación y le cuenta chistes sobre paralíticos que lo sacan del mal humor. (“¿Dónde te encuentras a un tetrapléjico? Donde lo dejaste.”) Por casualidad, intuición o con conocimiento de causa, el guión “irrespetuoso” de Olivier Nakache y Eric Toledano apoya aquello por lo que pelea el movimiento a favor de las personas con discapacidad (un anglicismo preferido a los términos que se mencionan arriba). Además de transportación, construcciones y un trazo vial que los tome en cuenta, quienes integran ese movimiento rechazan el paternalismo de médicos, trabajadores sociales y hasta familiares. Una de sus consignas exige “No piedad”.
Amigosno encuentra en mí a la entusiasta que la recomendaría como la mejor película que ha visto en su vida. Tampoco como la mejor comedia, ni siquiera una de las mejores. Pero es valiente y acertada en su trazo de personajes que no se avergüenzan de sí mismos y, por tanto, no avergüenzan al otro. Entre una película autocomplaciente y otra que pisa campos minados, siempre será la segunda la que recupere alguna verdad sobre las relaciones humanas. Por ejemplo, que hay una línea muy delgada entre la consideración y la condescendencia. También –y es el caso de Amigos– que el respeto genuino al otro consiste en considerarlo “completo”, al punto de compartir con él un chiste que dinamite la posibilidad real de insultar. ~
es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.