Al contrario de la visión simplista de algunos opinantes que escriben con la camiseta del equipo bien puesta, los resultados electorales no suelen ser juegos de suma-cero en donde lo que pierde un contendiente lo gana otro. Ello no solo obedece a diseños institucionales complejos, con varios partidos y diferentes reglas para asignar escaños parlamentarios y otros cargos, sino que tiene que ver principalmente con percepciones –subjetivas por definición– del desempeño de los actores y la legitimidad del proceso. Bajo esta lógica, los mayores ganadores de la elección del 7 de junio son los contendientes que aparecían, por lo menos en el discurso de Andrés Manuel López Obrador, más enfrentados: la presidencia de la República y Morena.
Pierden en cambio tres grupos principales: la actual dirigencia del PRD, los anulistas que pensaron que su voto nulo tendría algún efecto más allá de aplacar la conciencia individual, y las organizaciones que apostaron por cancelar violentamente el derecho ciudadano al voto. De estos tres, los dos primeros están en posibilidad de terminar ganando al perder, si asumen las enseñanzas del proceso, pero la CNTE y sus grupos de choque parecen dispuestos a persistir en su afán de antagonizar a gobierno y sociedad civil por igual.
Ganó la presidencia porque luego de tres años de una gestión paupérrima en resultados, marcada por escándalos de corrupción e incapaz de proyectar liderazgo en medio del caos, el partido del presidente perdió apenas uno o dos o puntos porcentuales de apoyo electoral y hasta podría ver incrementada su fracción en la Cámara de Diputados gracias al outsourcing de marrullerías al Partido Verde.
Ganó Morena por todo lo alto. El partido de López Obrador le ganó al PRD jugando en la cancha amarilla del D.F., venció con contundencia al anulismo y, al hacerlo, se derrotó a sí mismo. Como personaje de José Revueltas, Morena se desdobló en una de sus personalidades y ella le trasladó parte de su carga discursiva, la volvió su antítesis, para luego superarla dialécticamente el día de la elección.
El discurso anulista es, en esencia, una repetición de los lugares comunes del lopezobradorismo. Los ciudadanos a los que ninguna propuesta electoral convence y, por lo tanto, deciden anular su voto sin motivo ulterior están simplemente eligiendo una de las opciones. Sobre ellos no trata esta parte. Sí trata en cambio de aquellos ciudadanos que pensaron que el acto de anular el voto tendría un efecto desestabilizante, transformador, moralmente imperativo, que pusiera en crisis la actual institucionalidad electoral, partidos y autoridades incluidos.
Quienes pensaron así tomaron varias de las premisas que Andrés Manuel López Obrador, y muchos de sus simpatizantes, han repetido desde 2006: que el “régimen” está capturado por una mafia en el poder; que la vía electoral está cerrada para la izquierda; que no hay espacio para una auténtica participación ciudadana; que el “fraude está garantizado”, y un largo etcétera. El debate entre anulistas y simpatizantes de Morena, que se tornó muy ríspido hacia el final de la campaña electoral, con acusaciones cruzadas de ingenuidad y complicidad con el “régimen”, fue la otra cara de un largo proceso de fecundación lopezobradorista de la tierra discursiva del anulismo. Al materializarse externamente, el anulismo funcionó como un perfecto punching bag para que los simpatizantes de Morena vencieran sus propias fobias antielectorales y se volvieran a convencer de la necesidad y viabilidad del voto.
Este resultado no es menor, Morena es un partido que nació en medio de una contradicción que se antojaba irresoluble: buscando el reconocimiento legal de una institucionalidad a la que se había mandado al diablo varias veces. Simpatizantes otrora respetados, como Gerardo Fernández Noroña, y columnistas afines, como Julio Hernández López, de La Jornada, no dudaron en criticar ese malabarismo electoral, y lo pagaron con ostracismo e histéricas denuncias.
La victoria de Morena en, hasta el momento, cinco delegaciones y 16 distritos locales del D.F., desplazando al PRD del pedestal del izquierdismo chilango, ha servido para taparles la boca a varios críticos (me incluyo), pero también a ellos mismos. El partido se preparaba para embarcarse en una nueva ronda de denuncia postelectoral, protesta, rechazo a la autoridad y autovictimización. Este nivel de éxito los tomó por sorpresa. No me parece aventurado decir que buena parte de sus oportunidades en 2018 dependen de que Morena haya aprendido a ganar dentro de la normalidad electoral.
Después de un proceso electoral particularmente complejo, con varios actos de violencia criminal, amenazas de boicot y burdas trampas del Partido Verde, la jornada del 7 de junio termina con un saldo muy positivo. Los hechos de Tixtla y Oaxaca constituyen un hecho aislado, no tanto por sus efectos inmediatos, sino porque evidencian a un solo perpetrador violento, automarginado de la discusión nacional y enfrentado a la propia sociedad. Al final, aunque suene a cliché, las elecciones permitieron diversificar la oferta política, mostraron formas creativas de competir al margen de los partidos, y propiciaron grandes alternancias locales con lo que se prevé será un bajo nivel de conflictividad postelectoral. Este es el contexto de la victoria de Morena en la zona metropolitana de la ciudad de México y su respetable resultado en el Congreso de la Unión. Si el partido sabe ganar esta vez, quizá pueda seguir cosechando triunfos en el futuro. Si aprendió la lección, el anulismo verá que la vía de las candidaturas independientes ofrece mejores perspectivas de influir en el escenario que la boleta en blanco. Así todos, o casi todos, pueden salir ganado de este proceso.
Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.