De 1908 a 1938 Virginia Woolf colaboró como crítica literaria en The Times Literary Supplement. Durante dos décadas, el editor Bruce Richmond le envió cientos de libros a comentar, entre ellos Visits to Walt Whitman in 1890-1891, de John Johnston y James William Wallace, un libro que narraba los encuentros de dos miembros de la Bolton Whitman Fellowship con el poeta estadounidense y cuya reseña apareció en la revista el 3 de enero de 1918. A los veintiséis años Woolf empezó su carrera literaria como reseñista, lo que le permitió adquirir independencia financiera y desarrollar algunas ideas sobre las posibilidades del lenguaje y el estilo que más adelante pondría a prueba en sus propias obras, como El cuarto de Jacob, publicada en 1922.
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Los grandes fuegos de la vida intelectual que arden en Oxford y Cambridge están tan bien alimentados y han vivido por tanto tiempo que es difícil sentir, como uno debería, la maravilla de esta concentración en las cosas inmateriales. Cuando, no obstante, uno tropieza de manera azarosa con un fuego ardiendo de manera aislada sin asociaciones o ánimo para resguardarlo, la flama del espíritu se convierte en un corazón visible donde uno puede calentarse las manos y pronunciar un agradecimiento. Es solo por azar que uno se topa con algunos de estos fuegos. Arden en lugares inesperados. Si se pidiera trazar la condición de Bolton alrededor del año 1885, uno pensaría sin duda en el mercado del algodón, como si el centro de la prosperidad de la ciudad dependiera de eso. No habría mención al grupo de hombres jóvenes –clérigos, manufactureros, artesanos y banqueros de profesión– que se reúne los lunes por la tarde para hablar de asuntos serios, abordar los temas más íntimos y controversiales de manera franca sin miedo a ofender a alguien, y mantener el punto de vista particular sobre que Walt Whitman fue “la figura de la época más grande de toda la literatura”. Sin embargo, quién se atrevería a establecer un límite a los efectos de dicha charla. En esta instancia, además del invaluable servicio espiritual, esta tuvo algunos sorprendentes resultados tangibles. Como consecuencia de esas reuniones dos de sus participantes cruzaron el Atlántico, un flujo constante de regalos y mensajes se mantuvo entre Bolton y Camden, y mientras Whitman agonizaba tenía en su mente a esos “buenos muchachos de Lancashire”. El libro que recuenta estos eventos había sido publicado anteriormente, pero vale la pena que se reimprima por las luces que arroja sobre un nuevo tipo de héroe y la clase de adoración que era aceptable hacia él.
Para Whitman no era impropio de la dignidad humana aceptar dinero o ropa interior, pero decía que no había necesidad de hablar de esas cosas como regalos. Por otro lado, no tenía interés en una alabanza fundada en la ilusión de que él fuera mejor o diferente a la mayoría de los seres humanos. “Bueno –decía mientras estiraba su mano para saludar al señor Wallace–, vinieron para desilusionarse, ¿cierto?” Y el señor Wallace reconoció que estaba un poco desilusionado. Nada en la apariencia de Walt Whitman desentonaba con la más elevada tradición poética. Era un anciano magnífico, enorme, corpulento, impresionante por su poder, su delicadeza y su profunda simpatía. La desilusión se debía a que “la figura de la época más grande de toda la literatura” era “simple, ordinaria y mucho más íntimamente cercana a mí de lo que imaginaba”. En efecto, el poeta parecía haberse esforzado por poner en primer plano su humanidad común. Y todo sobre él era tan duro como debía ser. El piso, que solo lucía alfombrado hasta la mitad, estaba tapizado con pilas de papeles. Los alimentos y los utensilios de limpieza se mezclaban con pruebas y recortes de periódico en acumulaciones ancestrales que incluso una preciosa carta de Emerson apareció por accidente después de años de estar oculta. Entre todos esos desechos Walt Whitman se sentaba impecablemente limpio en su traje gris, con un semblante más parecido al de un granjero retirado cuyas jornadas laborales habían concluido. Él disfrutaba hablar de este hombre y preguntarles a sus invitados sobre sus hijos y su tierra y, ya fuera por pensar en lugares y seres humanos más que en libros y pensamientos, su estado de ánimo era uniformemente benigno. Su temperamento, y ningún sentido de la obligación, lo llevó a este punto de vista, que en su opinión le correspondía “dar o expresar quien realmente era y, si me sentía como el diablo, ¡decirlo!”
Y luego parecía que este granjero sabio y libre pensador recibía cartas de Symonds y le enviaba mensajes a Tennyson, y era indisputablemente, tanto en su opinión como en la de él, de la misma estatura e importancia que cualquiera de las figuras heroicas del pasado y del presente. Sus nombres salían en la conversación como si se tratara de sus iguales. En realidad, ahora y entonces algo parecía “ponerlo en un aislamiento espiritual y darle por momentos un aire de tristeza melancólica”, mientras que en su charla y chismorreo salían sin esfuerzo las frases e ideas de sus poemas. La superioridad y la vitalidad no se encuentran en la clase, sino en las mayorías. El promedio de las personas estadounidenses, insistía él, era inmenso, “aunque ningún hombre puede llegar a ser verdaderamente heroico si es realmente pobre”. Y “Shakespeare y el resto” llegan por sí solos al hilo de otros asuntos. “Shakespeare es el poeta de las grandes personalidades.” En cuanto a la pasión, “yo creo que Esquilo era mejor”. “Un barco a toda vela es el espectáculo más grandioso del mundo, y nunca se ha incluido en un poema.” O podía lanzar comentarios de la misma altura sobre sus importantes contemporáneos ingleses. Carlyle, opinaba, “carece de amor”. Carlyle era un gruñón. “Cuando las estrellas brillan intensamente –supongo que una excepción en ese país– alguien le decía: ‘Es una vista hermosa’ y Carlyle respondía: ‘Es una vista triste’… Qué gruñón era.”
Es inevitable que uno compare a dos ancianos cuyas vidas tomaron diferentes cursos, donde uno no veía más que tristeza en el fulgor de las estrellas y el otro podía sumergirse en un ensueño de dicha solo con oler la esencia de una naranja. En Whitman la capacidad para el placer parece no haber disminuido nunca y el poder de incluir creció más y más. Así que, a pesar de que los autores de este libro lamentan que dejaron fuera un sinfín de dichos triviales por ofrecer, nos quedamos con una sensación de “una inmensa vista de fondo” y las estrellas brillando más intensas que nunca. ~
Traducción del inglés de Karla Sánchez.
©The Society of Authors as the literary representative of the Estate of Virginia Woolf.
(Londres, 1882-Lewes, 1941) fue una novelista, ensayista y crítica
británica. Entre sus obras destacan. El cuarto de Jacob (1922), La señora Dalloway (1925) y Una