Welcome to Harlem

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No tengo que ver el letrero de las calles para saber dónde estoy. Una banda africana toca tambores en una rotonda. Los automóviles pasan por la séptima avenida con las ventanas abajo, inundando la banqueta con hip hop a todo volumen. Es notable la ausencia de gente blanca. Y con letras negras que cuelgan precarias en la marquesina del Apollo Theater se lee: “Welcome to Harlem, USA”.

Alrededor de la 125, miles de personas, en su mayoría afroamericanas, hacen cola para entrar al legendario teatro. Sobra preguntarles para qué están formadas. Alrededor del Apollo, cuatro cuadras para arriba y cuatro cuadras para abajo, las calles están salpicadas de puestos hechizos. Venden camisetas, discos pirata, juguetes, pósters y DVD de Michael Jackson. Desde todas las tiendas –un American Apparel, una zapatería y una farmacia– escucho distintas canciones del Rey del Pop, mezclándose unas con otras: Billie Jean is not my… you’ve been hit by, you’ve been struck by… the way you make me feel, you really turn me on… Cualquiera pensaría que Jacko sigue vivo y que está a punto de dar un concierto en el mismo teatro en el que hace cuarenta años ganó, junto a sus hermanos, la noche de amateurs.

No es lo único que se podría deducir después de ver a la multitud en Harlem. Cualquiera pensaría que Jackson no pasó los últimos veinticinco años de su vida transformando su físico, cincelando y destruyendo todas las facciones que le daban un aspecto afroamericano, para convertirse, finalmente, en ese ente andrógino, aparentemente momificado, imposiblemente blanco, sin raza, ni edad, ni sexo. Quizá tiene que ver con la era de Obama: el último escalón en el largo y doloroso proceso de integración de los afroamericanos en la cultura y la vida norteamericana. Quizá tiene que ver con la manera en que digerimos la muerte prematura de alguna celebridad: basta con que alguien muera antes de tiempo para que sea canonizado de manera inmediata: todas sus afrentas y pecados olvidados. El hecho es que hoy Harlem no parece llorar a ese hombre que, misteriosamente, sólo tuvo hijos de tez blanca; no parece llorarle a ese artista que fue alaciándose el pelo de manera paulatina hasta tenerlo tan recto como el de una Barbie; tampoco parece llorarle a un hombre que fue acusado dos veces de pederasta. Hoy Harlem le llora a uno de los suyos, a brother.

This is all because of Michael, exclama un vendedor de camisetas en la esquina. El tráfico se detiene cuando un hombre decide bailar “Billie Jean” a la mitad de la calle. Decenas de pancartas decoran la cola que lleva al Apollo Theater como banderas en un estadio. Todos parecen esperar la llegada del Rey. Pero Jackson no llega. Los únicos que hacen una entrada triunfal son sus imitadores. Con zapatos de charol, pantalones negros arriba de los talones, calcetines blancos entre el paréntesis oscuro, con el guante luminoso en una mano y el sombrero sobre los rizos cuidadosamente desaliñados, los álter egos de Jackson atraen a la multitud como si de verdad fueran el intérprete de Thriller. Dan autógrafos, se toman fotografías con los niños y suspiran, cansados de sortear con tantos fanáticos.

Quizás ese fue el genio de Michael Jackson. Fue tan dúctil, tan maleable como figura pública, como hombre y como cantante que cualquiera puede apropiarse de él. Frank Sinatra no dejaba lugar a dudas: era vainilla hasta los huesos. Jackson fue lo que uno quería que fuera: fue un niño que quiso ser adulto, un adulto que quiso ser niño; tenía la voz de un preadolescente y el arrojo en el escenario de un hombre que adoraba los reflectores y los aplausos; su música y su aspecto no eran ni blancos ni negros. Quizás eso explica el calibre de su éxito. Y quizás así se explica el hecho de que, tras seis días de haber muerto y a pesar de que llevaba casi veinte años de no grabar una sola canción memorable, la gente lo espere como si estuviera vivo. Y viendo a la multitud en Harlem, manteniéndose en su lugar a pesar de la lluvia, tampoco queda duda: haya sido lo que haya sido, nunca volverá a haber alguien como él. ~

 

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