Imagen: Flickr/ Colin Clive y Dwight Frye en "Frankenstein", 1931

¡He creado un monstruo! Y tú también puedes hacerlo

El hecho de que una historia capture la imaginación del público no quiere decir que se hará realidad en el futuro, pero sí revela mucho sobre el presente. La ciencia ficción hace algo mejor que predecir el futuro: influye en él.
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Con este texto, el primero de muchos, iniciamos una colaboración con Future Tense, un proyecto de Slate, New America y Arizona State University.  

 

Cuando se trata de predecir el futuro, los escritores de ciencia ficción son “tiradores” muy ingeniosos: disparan contra un granero, dibujan un blanco alrededor de los agujeros de las balas y, luego, alardean sobre su puntería a toda persona que los escuche. Han estado haciendo “predicciones” desde antes que Mary Shelley escribiera su historia del “moderno Prometeo” acerca de un creador y su criatura. Algunas de esas profecías se han vuelto realidad, lo cual no sorprende a nadie: tira suficientes dardos y, aunque tengas los ojos tapados, en algún momento darás en el blanco.

De todas formas, predecir el futuro es un juego que no tiene sentido. Si es posible predecirlo, entonces, es inevitable. Y si es inevitable, no importa lo que hagamos. Pero si no importa lo que hacemos, ¿para qué molestarse siquiera en levantarnos de la cama? La ciencia ficción hace algo mejor que predecir el futuro: influye en él.

Las historias de ciencia ficción que recordamos son las que resuenan en la imaginación del público. La mayoría de los relatos de este género desaparecen de la memoria popular poco tiempo después de haber sido publicados, pero algunos viven por años o décadas, como en el caso de Frankenstein. El hecho de que una historia capture la imaginación del público no quiere decir que se hará realidad en el futuro, pero sí revela mucho sobre el presente. Se aprende mucho sobre el mundo cuando una visión del futuro se vuelve tema de controversia o entretenimiento.

Si alguna vez un maestro de literatura nos pidiera que identifiquemos los “temas” que aparecen en Frankenstein, la respuesta correcta y obvia sería que la autora escribió acerca de la ambición y la hubris. Ambición porque Víctor Frankenstein desafió a la muerte, una de las verdades eternas del universo. Todo muere, desde perros, gatos y humanos hasta planetas, estrellas y galaxias. Hubris, un concepto griego que puede traducirse como ‘desmesura’ (gracias por la definición, Wikipedia) porque Víctor le da vida a su criatura, pero está tan cegado por su propia ambición que no se detiene a pensar en las consecuencias morales de sus actos. Jamás se pregunta qué pensará o sentirá esa criatura a la que le dio vida y creó con partes humanas, hilo y aguja, cuando se vea obligada a enfrentar una existencia en un mundo indiferente.

Cuando se publicó, muchos críticos destrozaron Frankenstein, pero la audiencia amó el libro, lo convirtió en un éxito de ventas y llenó todos los teatros donde se presentó la obra. Mary había despertado algo en la imaginación de la sociedad, y no es difícil entender qué fue: una historia sobre cómo la tecnología dominaba a los seres humanos en vez de continuar sirviéndoles.

En 1818, fecha de publicación de Frankenstein, Inglaterra estaba siendo transformada completamente por la innovación tecnológica desenfrenada de la Revolución Industrial. Muchas maneras de vivir que habían perdurado durante siglos desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos. Poco tiempo después, William Wordsworth escribiría cartas y poemas en los que lamentaría la pérdida del paisaje rural a manos del ferrocarril. Muchos oficios antiguos desaparecieron sin dar batalla y dejaron su lugar a nuevas carreras que aparecieron de un día para otro. Las constantes desaparecieron, los mapas se redibujaron y el viejo y equilibrado ritmo de vida trastabilló y continuó latiendo erráticamente. Mary, que tenía tan solo 18 años cuando empezó a escribir Frankenstein, sintió la revolución en el aire.

En 1999, Douglas Adams, otro profeta prodigioso, hizo una observación muy interesante sobre la relación que había entre los jóvenes y la tecnología:

He armado un conjunto de reglas que permiten describir nuestra reacción ante la tecnología:

1. Todo lo que ya existe cuando nacemos es normal y corriente, y es simplemente parte de cómo funciona el mundo.

2. Todo lo que se inventa entre los 15 y 35 años es nuevo, emocionante y revolucionario, y probablemente podamos encontrar una carrera para explotarlo.

3. Todo lo que se inventa después de que cumplimos 35 va contra el orden natural de las cosas.

Dependiendo de tu edad, la verdad de las leyes escritas por Adams (y el terror de los lectores del siglo XIX, que se deleitaron con la advertencia de Frankenstein sobre cómo la tecnología podía terminar dominando a su creador) podría o no ser obvia. Sin embargo, no hay duda de que vivimos en un mundo azotado constantemente por la marea tecnológica, por una Revolución de la Información imposible de comparar con la “mínima” Revolución Industrial de la época de Mary. Por eso, todavía nos importa una novela escrita hace 200 años en la que un científico le da vida a un objeto inanimado.

Cabe aclarar que el “cambio tecnológico” no es una fuerza de la naturaleza. La forma en que cambia la tecnología y la manera en que nos influye es consecuencia de las decisiones que nosotros tomamos como creadores, como usuarios individuales y como grupo.

Robert Heinlein, un grande de la ciencia ficción (así como una figura muy problemática), escribió lo siguiente en Puerta al verano (1957), una novela sobre el viaje en el tiempo y la revolución tecnológica: “Cuando llegue el momento de andar en ferrocarril, podremos hacerlo; pero nunca antes”. A lo largo de la historia, distintos inventores han dibujado aparatos que se parecían a nuestros helicópteros, como el famoso boceto de Leonardo da Vinci. Pero los helicópteros siguieron siendo simples bocetos hasta que muchas otras cosas se alinearon: la metalurgia, el diseño de motores, la aerodinámica, entre otras. La idea de los helicópteros estuvo dando vueltas en el aire y en la mente de los soñadores, pero tener la capacidad de idear y diseñar un rotor no significa que sea posible diseñar un motor de diésel y, menos aún, un helicóptero Sikorsky que pueda levantar un tanque.

Esta teoría del progreso tecnológico se conoce como el “adyacente posible”. La inspiración fantasiosa ataca todo el tiempo como resultado de nuestra imaginación lúdica e impredecible. La fantasía se vuelve realidad cuando los elementos necesarios están disponibles. Cuando llegue el momento de andar en ferrocarril, tendremos ferrocarriles. Los escritores habían soñado con animar la materia muerta desde hacía mucho; recordemos el polvo que se usó para darle vida a Adán o la arcilla que usaron para crear los gólems. Mary, que vivía en el mundo del galvanismo, la revolución industrial y democrática y del reciente deleite por el racionalismo, fue capaz de darnos un gólem sin tener que recurrir a lo sobrenatural.

Pero la época del ferrocarril no trajo solamente ferrocarriles: nos dio barones abusivos que construyeron “fideicomisos” bestiales y les robaron a las masas para enriquecer a algunos pocos. También trabajadores chinos oprimidos, torturados o engañados, y esclavos traídos en barco desde las plantaciones para hacer el trabajo duro de colocar las vías. Es probable que la invención de los ferrocarriles haya sido inevitable debido al surgimiento del acero, las vías, la tierra y los motores. Pero el trabajo esclavo no fue una consecuencia inevitable. Fue una elección.

Sin embargo, una vez que terminó la construcción de los ferrocarriles, se redujeron las alternativas. Los ferrocarriles modificaron la forma en que los campesinos vendían sus productos y la manera de organizar y abastecer los asentamientos, cambiaron todas esas cosas que asustaban a Wordsworth, obligaron a redibujar los mapas y causaron la desaparición de muchas industrias, así como el surgimiento de nuevas. Era muy difícil vivir como si el ferrocarril no existiera; con el paso del tiempo, se volvió aún más complicado; y, finalmente, se hizo casi imposible. Tanto por un socio de negocios que vivía lejos y esperaba una respuesta rápida a su carta como por el tipo de trabajo que podían conseguir los jóvenes, era imposible ignorar el ferrocarril sin perderse de todas las actividades que amigos y seres queridos realizaban sobre los trenes.

La forma en que se construyó el ferrocarril fue consecuencia de elecciones individuales que, muchas veces, fueron también inmorales. La forma en que se usó el ferrocarril fue el resultado de una elección colectiva tomada por todas las personas de nuestra red social: familia, amigos, jefes y maestros.

Por eso, no existe una aldea amish con una sola persona. Ser parte de la cultura amish significa ponerse de acuerdo con todas las personas que te importan y tomar las mismas decisiones sobre qué tecnologías usarán y cómo lo harán.

Las redes sociales de Internet ya tenían un gran impacto antes de que naciera Facebook: Sixdegrees, Friendster, Myspace, Bebo y muchas otras tuvieron su momento antes de desaparecer. Había un adyacente posible en juego: el Internet y la web ya existían, y habían crecido tanto que era muy probable que la mayoría de las personas con las que quisieras comunicarte estuvieran en línea. Solo faltaba que alguien desarrollara una plataforma que facilitara esa conexión.

El surgimiento de un servicio como Facebook era inevitable; su funcionamiento, no. Facebook está diseñado como un juego de casino en el que el premio gordo es ganar la atención de otras personas (a través de “me gusta” y mensajes) en un tablero muy amplio que cuenta con distintas partes invisibles la mayor parte del tiempo. El “jugador” apuesta qué tipo de revelación le permitirá ganar, baja la palanca (es decir, publica el comentario) y espera mientras gira la rueda a ver qué premio se lleva. Al igual que en todos los juegos de casino, en este juego de Facebook hay una única regla universal: la casa siempre gana. Facebook ajusta constantemente sus algoritmos para maximizar la cantidad de información que el usuario revela al servicio porque genera ingresos vendiendo esos datos personales a distintos anunciantes. Mientras revelemos más información personal, más formas tienen de vendernos productos: como cuando un anunciante quiere vender agua azucarada o hipotecas de alto riesgo a estudiantes de primer año de ingeniería que tengan 19 años y que sus padres alquilan una casa en una ciudad del noroeste de Estados Unidos. Revelar todos esos datos nos convierte en un activo más que en un usuario.

Utilizar el modelo de negocio de vigilancia en Facebook fue una elección individual. Pero, ahora que es un servicio dominante, usar esta red social es una elección grupal.

Yo no uso Facebook. Tampoco WhatsApp o Instagram porque son propiedad de esa compañía. ¿Cuál es la consecuencia? No me invitan a las fiestas, no sé qué pasa en la escuela de mi hija, no encuentro a los compañeros con los que estudié ni participo de funerales en línea cuando fallece alguno de ellos. A menos que todas las personas que conoces también elijan no usar Facebook, es muy difícil quedarse afuera. Aunque eso también te muestra al casino en su totalidad y te permite tomar una decisión más informada sobre qué tecnologías usar.

Mary Shelley entendía el exilio social. Ella se alejó de la red social que era Inglaterra. Huyó cuando tenía 16 años con un hombre casado, Percy Bysshe Shelley, y tuvo dos hijos antes de casarse. La vida de Shelley es una historia sobre el adyacente posible de pertenecer, y Frankenstein es una historia sobre el adyacente posible de catástrofes posibles fascinantes en una época de consecuencias tecnológicas y desencajamiento masivo.

En 1989, cayó el Muro de Berlín, y el final de la República Democrática Alemana (nombre irónico si los hay) estaba cerca. La RDA, también llamada Alemania del Este, fue uno de los países más controlados a lo largo de la historia mundial. La Stasi, la fuerza policial secreta de la RDA, era sinónimo de control totalitario, y su nombre producía terror cuando se lo escuchaba.

Por cada 60 habitantes de la RDA, la Stasi tenía un soplón: un ejército para controlar una nación.

En la actualidad, la Agencia de Seguridad Nacional de los Estados Unidos (NSA) tiene a todo el mundo bajo vigilancia, a un nivel que la Stasi jamás podría haber siquiera imaginado. Tiene a un empleado por cada 20,000 personas que espía, sin contar a los contratistas.

La NSA usa una fuerza de trabajo que es una décima parte del tamaño que tenía la Stasi para vigilar a todo el planeta.

¿Cómo lo hace? ¿Cómo llegamos a este punto en el que el costo de la mano de obra de vigilancia ha bajado tanto en tan pocas décadas?

Fácil: dejando que los mismos espiados hagan el trabajo. Los dispositivos móviles, las cuentas de redes sociales, los historiales de búsqueda, las publicaciones en Facebook (esos estados llenos de detalles personales que publican) tienen todo lo que la NSA podría querer saber sobre poblaciones enteras, y esas poblaciones asumen el gasto de reunir toda esa información.

El adyacente posible hizo que el surgimiento de Facebook fuera inevitable, pero las elecciones individuales tomadas por los emprendedores y los especialistas en tecnología hicieron que el servicio se convirtiera en una herramienta de vigilancia masiva. Decidir no usar Facebook no es una elección personal sino social, una a la que nos enfrentamos solos y en la que arriesgamos nuestra vida social y nuestra capacidad de mantenernos en contacto con las personas que amamos.

Frankenstein nos advierte sobre un mundo en el que la tecnología controla a las personas. Víctor puede tomar distintas decisiones sobre qué hacer con la tecnología y, una y otra vez, se equivoca. Pero la tecnología no controla a las personas: las personas usan la tecnología para controlar a otras personas.

Los adyacentes posibles del mundo nos permitirán soñar muchas tecnologías a lo largo de nuestra vida. Pero lo que hagamos con ellas podría quitarles posibilidades a otras personas. Usar una tecnología muy establecida en la sociedad nunca es una decisión completamente individual, pero ¿qué pasa con la decisión de crear esa tecnología y cómo crearla? Eso sí depende de nosotros.

Este ensayo es extraído de Frankenstein: Annotated for Scientists, Engineers, and Creators of All Kinds editado por David H. Guston, Ed Finn y Jason Scott Robert

Este artículo es publicado gracias a una colaboración de Letras Libres con Future Tense, un proyecto de SlateNew America, y Arizona State University

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es autor de ciencia ficción, activista y periodista. Es coeditor de Boing Boing y autor de libros como Walkaway, In Real Life e Information Doesn’t Want to Be Free.


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