Hace un par de semanas el famoso descubridor de la estructura del ADN volvió a las andadas, al declarar en un documental de la televisión pública norteamericana que los genes determinan las diferencias en las pruebas de inteligencia y coeficiente intelectual entre negros y blancos. Ya había expresado tales puntos de vista en 2007, cuando sostuvo que, por definición genética, los pobladores de África eran menos diligentes que los europeos, incapaces de manejar su destino. En aquella ocasión Watson se disculpó de una manera un tanto dudosa, pues dijo que, en realidad, las personas no deberían ser discriminadas debido a su raza, pues hay mucha gente “de color” que muestra talento. Acto seguido, el laboratorio Cold Spring Harbor, donde laboraba y llegó a ser rector, lo suspendió, si bien mantuvo sus títulos honorarios.
Excluido de la comunidad científica, en 2014 subastó su medalla de oro del Premio Nobel. Según afirmó entonces, deseaba dedicar ese dinero a financiar proyectos en un ambiente donde prevalecieran las grandes ideas y la decencia. Luego de la más reciente declaración, se le han retirado todos los nombramientos. ¿Cómo llegó hasta aquí?
En el otoño de 1951 el joven James Dewey Watson había viajado desde su natal Chicago a Copenhague con el fin de completar un entrenamiento posdoctoral sobre el metabolismo de los microbios y la bioquímica del ácido nucléico. A los 23 años de edad seguía siendo tan inquieto y extrovertido como una década antes, cuando ganó cien dólares en un popular concurso de conocimientos generales transmitido por la radio. Siendo un quinceañero consiguió una beca para ingresar en la Universidad de Chicago gracias a un programa destinado a jóvenes súper dotados. Más tarde consiguió ser aceptado para estudiar con el ilustre microbiólogo Salvador E. Luria en Indiana. Como él mismo lo confiesa, estaba insatisfecho, diríase aburrido. Las ciencias de la vida vivían una etapa anodina. Pero pronto cambiaría radicalmente el escenario y él sería uno de los protagonistas.
Recordó una lectura que lo marcaría para siempre: el libro de Erwin Schrödinger What is Life? The Physical Aspect of the Living Cell (1944). ¿Un físico dando cátedra de biología? Aprendió que había secretos biofísicos y químicos escondidos en los genes y los cromosomas, y que el método para llegar a ellos no sería convencional. No todo era biología decimonónica, rígida, llena de hipótesis y poca evidencia experimental. Como otros investigadores, entre ellos el mismo Pauling, Erwin Schargaff y Max Delbrück, sabía que en la molécula del ADN estaba la clave para entender el fenómeno de la vida, de manera que también se propuso dilucidar su estructura. Llegaron a sus manos fotografías de rayos X, reveladas por personal del laboratorio de Maurice Wilkins en el King´s College de Cambridge (RU). Ese era el lugar adonde debía de estar. Sin embargo no fue aceptado y terminó estudiando proteínas mediante la difracción de rayos X en el legendario Laboratorio Cavendish de la misma universidad británica.
A la sazón, un personaje esencial para la ciencia británica y, en particular, para el auge de la genética molecular en el Medical Research Council de Cambridge, Max Pertutz, había contratado como estudiante a Francis Crick a fin de contar átomos en una investigación sobre la hemoglobina humana, la cual llevaría a Perutz a obtener el Premio Nobel de Química, curiosamente, el mismo año que lo ganaron Watson y Crick junto con Wilkins. Por azares de la vida, se les asignó la misma oficina en el Cavendish de la calle Botolphs Lane, a unas cuadras de la cervecería que se convertiría en la más famosa del mundo, el Eagle´s Pub, pues ahí fue donde ambos ensamblaron las piezas del rompecabezas genético.
Pero esa no era su tarea principal. El excéntrico Watson y el diletante Crick se “rebelaron” contra sus tutores y comenzaron a investigar los antecedentes en la ruta para llegar al ADN real. Había que apresurarse, pues adversarios poderosos también estaban en la carrera. Uno de ellos era el prestigiado Linus Pauling, a quien, en palabras de Watson, “había que imitar y derrotarlo en su propio terreno”, es decir, la química.
En 1993 le pregunté a Max Perutz qué opinaba de las apreciaciones de Watson en su libro La doble hélice (1968) sobre esos años, a lo cual me contestó: “Tanto Francis como él eran un tanto excéntricos, en particular Watson tenía fama de exagerar con su franqueza”. Ya en el prólogo al libro de Watson, Sir Lawrence Bragg, quien era director del Cavendish cuando Crick y Watson descubrieron la verdadera estructura del ADN, señala su estilo “a la (Samuel) Pepys”.
Watson y Crick no fueron genuinos descubridores sino brillantes sintetizadores. Alguien más hizo el trabajo rudo por ellos en áreas tan dispares como la cristalografía de rayos X, química estructural, biología molecular, bioquímica, genética. Una de ellas fue Rosalind Franklin, asistente de Wilkins, quien murió de manera prematura a los 37 años de edad debido al cáncer contraído llevando a cabo docenas de pruebas con entidades microscópicas mediante los temidos rayos X. Tuvo serias diferencias con ellos, se alejó del Cavendish y no se reconoció su decisiva aportación sino hasta 1975, cuando su amiga Anne Sayre publicó una biografía (Rosalind Franklin and DNA).
Aun así, su perspicacia les permitió encontrar el correcto ensamblaje espacial de la molécula que nos define. A partir de entonces, nuestra idea de la vida ya no sería la misma. Con los años su agudeza de ingenio se volvió sombría, aunque desde muy joven mostró ciertas insinuaciones racistas, incluso homofóbicas. Nunca perteneció a ningún grupo organizado, era un obsesivo de la decencia y sus provocaciones y dichos le dieron otro tipo de notoriedad. Poco a poco se perdió en los recovecos de la fama y los deseos y frustraciones personales, engañado por el espejismo que representa el determinismo genético. En cambio Crick, como el buen diletante que fue, intentó realizar aportaciones en neurociencias, sobre todo en el espinoso estudio de la conciencia humana.
escritor y divulgador científico. Su libro más reciente es Nuevas ventanas al cosmos (loqueleo, 2020).