Aproximadamente un dos o un tres por ciento de la población mundial tiene una discapacidad invisible que se denomina prosopagnosia y que consiste en la dificultad más o menos grave de consolidar rostros en la mente, recuperarlos en la memoria y reconocerlos cuando se ven. El déficit se ha denominado también ceguera facial pues, a pesar de que los rostros se ven, no se perciben, almacenan y reconocen con la facilidad con la que lo hace la población general. Obviamente, un 2% de la población mundial es muchísima gente. A tu alrededor seguro que hay alguien, aunque tú no lo sepas. Hoy os voy a contar en qué consiste esta discapacidad que yo misma padezco desde el nacimiento.
Si lo pensamos bien, relacionarse con rostros humanos no deja de ser un superpoder al que, por estar generalizado, no se le concede la suficiente importancia. ¿O es que después de ver durante unos pocos minutos un árbol serías capaz de identificarlo entre un grupo de árboles similares? Seguramente no. Y, sin embargo, los árboles no se mueven, no se cambian de ropa, no se cortan el pelo, no engordan o adelgazan, ni te saludan en cualquier contexto distinto a aquel en el que los viste por última vez. Reconocer rostros, desde luego, es un asunto muy complejo para el que los cerebros típicos están especializados. Parece sencillo, pero no lo es.
El grado de afectación de la prosopagnosia varía entre las personas y también a lo largo del tiempo, siendo sensible a variables como el estrés. Los menos afectados tienen problemas para reconocer personas fuera de contexto o con cambios sustanciales de aspecto; para otros, entre los que me incluyo, el problema es más serio. Prácticamente no reconocemos a nadie solo por el rostro (de hecho, todos nos parecen aproximadamente iguales), no somos capaces de recuperar en la mente ni siquiera nuestra propia cara y, si estamos estresados, podemos no reconocer incluso a los más cercanos. En los casos más graves, el trastorno puede llevar a que no se reconozca uno a sí mismo en el espejo o a que no distinga si está ante un rostro o ante cualquier otra cosa, como el paciente de Oliver Sacks, que confundía a su esposa con un sombrero.
La prosopagnosia complica considerablemente la vida social. Estás hablando con una persona en medio de un grupo y si te vuelves un momento ya no eres capaz de saber con quién estabas hablando. En una ocasión, un señor muy amable me dejó su móvil para que pudiera hacer una llamada y al terminar no sabía quién me lo había dejado. Difícil de explicar. Normalmente se confunde con falta de atención, mala memoria, despiste, o incluso mala educación o aires de grandeza. Así nos juzgan y así nos juzgamos nosotros mismos hasta que conseguimos un diagnóstico. Complicado para la socialización y también para la autoestima.
Pero quizá el asunto más difícil de todos sea el de sobrevivir a las conversaciones cotidianas. El problema, cuando desconoces, dudas o incluso te equivocas sobre quién es tu interlocutor va más allá del contenido de la conversación. Si solo fuera eso, los temas generales (el calor que hace, lo vacía que está la ciudad en agosto, lo poco que nos escuchan los adolescentes…) nos salvarían del problema. Y sin embargo, el tema de conversación es casi lo de menos. Cuando conversamos con alguien ajustamos nuestra interacción al destinatario. Por simplificar, podemos decir que atendemos a dos variables fundamentales: la familiaridad y la jerarquía social. Dependiendo de cuánto conocemos a nuestro interlocutor y cuál es nuestra relación, modulamos el léxico, la distancia interpersonal, el tono de voz, los gestos, la expresión de la cara, e incluso el tiempo que dedicamos a la charla social. Cuando se produce un fallo en el reconocimiento, todas las características de tu conversación pueden fallar. Si lo confundes con alguien más cercano, pensarán que te tomas unas confianzas excesivas; si ocurre al contrario, suelen creer que te has enfadado con ellos y por eso guardas las distancias. Peor es, de todos modos, cuando no consigues identificar (ni siquiera erróneamente) al que tienes enfrente. Mientras dudas de si tu interlocutor es quien crees que es o mientras repasas mentalmente todas las personas que conoces que puedan tener esa altura, ese color de pelo, esa edad y esa ropa, tienes que tomar toda una serie de decisiones comprometidas y sabes que lo estás haciendo mal, porque ni siquiera estás siendo coherente. Cuando esto ocurre me siento como si hubiera corrido media maratón.
O quizá tendría que decir cuando me ocurría. Desde que sé lo que me pasa, no me ando con problemas y lo aviso antes de que todo se me vaya de las manos. Si te sientes identificado con esta experiencia, no te avergüences, no finjas. Y si eres del 98% afortunado que reconoce rostros, no te sientas mal por nuestra discapacidad. Que no sepamos quién eres si no nos lo dices no significa que no te apreciemos. La ceguera facial existe y tenemos que hacerla visible.
Mamen Horno (Madrid, 1973) es profesora de lingüística en la Universidad de Zaragoza y miembro del grupo de investigación de referencia de la DGA
Psylex. En 2024 ha publicado el ensayo "Un cerebro lleno de palabras. Descubre cómo influye tu diccionario mental en lo que piensas y sientes" (Plataforma Editorial).