Hace poco menos de una semana fui a ver la nueva versión de Halloween, el clásico de terror de John Carpenter, en una sala de cine en Nueva York. Esperaba una película palomera y entretenida. Obtuve otra cosa.
La película comienza como una especie de relato de la infancia suburbana del pequeño Michael Myers, asesino en potencia, gordito maltratado. Siendo una cinta de terror adherida al protocolo del género norteamericano, no pasaron ni quince minutos para que el descontento escuincle cometiera su primera travesura: matar a alguien a palazos. Y ahí apareció, por primera vez, el fenómeno que quiero traer a cuento: un gigantesco aplauso, ensordecedor, desde todas las butacas. Gritos, alaridos de alegría. ¿A quién le aplauden?, pensé. Quizás alguna celebridad había entrado a la sala…
No fue hasta el segundo (y tercer y cuarto y quinto y sexto…) muerto dentro de la película (todos por cortesía de Myers) que caí en la cuenta de que la sala estaba aplaudiéndole al asesino. Como es de esperarse, cada homicidio dentro de la cinta se lleva a cabo con galones de sangre, decenas de distintos aparatos y objetos punzocortantes. Y, sin embargo, en aquellos gritos y aplausos no había ni un solo dejo de asco, recato o saciedad. Le iban al malo y ninguna cantidad de decapitaciones y puñaladas los iba a cambiar de bando. Los antagonistas, más bien, eran las porristas, sus novios y sus padres; piedras en el camino del psicópata. Tanto así que, cuando acabó la cinta, con el bien ganándole al mal (o por lo menos el bien como yo lo entiendo en términos cinematográficos), estuve esperando escuchar un sollozo o una lágrima en honor del pobre de Michael Myers y su máscara de hule.
No sé qué tanto diga esto de la cultura norteamericana o del estado de cosas. Lo que sí sé es que salí de ahí contento: por el precio de uno, conseguí dos espectáculos de horror.
– Daniel Krauze