Ballard y la memoria

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Publicada a mediados de los ochenta, El Imperio del Sol es una de esas novelas cuya reputación vive degradada por el recuerdo, más fácil e inmediato, de su adaptación fílmica. Así que empecemos de esta manera: jamás he visto la película. Pero, tras leer una serie de elogiosas críticas, decidí leer la novela.

El libro, como tal, no me impresionó. Ballard tiene un estilo curioso. Sí, sus descripciones son elocuentes, bellas y, cuando es apropiado, escabrosas. Sin embargo, su prosa deja la impresión de que, por lo menos para él, no hay párrafos más importantes que otros: todo está escrito con el mismo tono, casi con el mismo entusiasmo, dejando al lector ligeramente sedado: da la impresión de haber leído lo mismo por 400 páginas. Para quienes no lo sepan: El Imperio del Sol cuenta la historia (más o menos autobiográfica) de Jim (alter ego de Ballard): un niño de padres ingleses, nacido en Shanghai, cuya vida se transforma en el instante en que Japón ataca la ciudad en la que vive. De 1942 al fin de la guerra, Jim vive dentro de una especie de campo de concentración para extranjeros radicados en China.

El libro vale la pena –o, por lo menos, la edición que compré- por un excelente artículo de Ballard, en donde, liberado de no tener que usar a su alter ego, nos cuenta cómo fue su vida en aquel campo de concentración. Y es de eso de lo que quiero hablar. A continuación transcribiré un par de párrafos de dicho artículo:

Durante su paso a través del Pacífico, la armada norteamericana solamente liberó una capital, Manila. Tras un mes de pelea feroz, 6,000 norteamericanos, 20,000 japoneses y más de 100,000 filipinos habían muerto. Muchos de ellos fueron asesinados sin sentido: un total mayor que en Hiroshima.

¿Cuántos más habrían muerto si los americanos y los británicos se hubieran visto forzados a pelear por Singapur, Saigón, Hong Kong y Shanghai? Hordas de militares japoneses se replegaban hacia la desembocadura del Yangtsé, lo que seguro habría resultado en una matanza colosal. Los costos humanos de invadir Japón quedaron claros durante la batalla por Okinawa, una isla cerca de Japón, cuando casi 20,000 japoneses fueron asesinados; muchos de ellos civiles.

Varios historiadores dicen que la guerra ya había acabado y que los líderes japoneses se hubieran rendido al ver sus ciudades destruidas y al constatar el colapso de la infraestructura de su país, sin necesidad alguna de usar la bomba atómica. Pero esto soslaya el factor más importante dentro de la guerra: el soldado japonés. En innumerables ocasiones, el soldado japonés demostró que, mientras tuviera un rifle o una granada, seguiría peleando. La única infraestructura que necesitaba era su propia valentía y no hay motivo alguno por el que creer que hubiera peleado con menos tenacidad por un pedazo de tierra lejana que por su propia patria.

El decir que Hiroshima y Nagasaki son crímenes de guerra norteamericanos ha tenido un efecto muy desafortunado para los japoneses, confirmando su creencia de que fueron víctimas de la guerra y no agresores. Como nación, Japón jamás ha admitido las atrocidades que cometieron y es difícil que lo haga si continuamos avergonzándonos frente al recuerdo de Hiroshima y Nagasaki

Hace unos meses fui a Hiroshima y no puedo negar que el museo de la bomba atómica me conmovió y sacudió de igual manera. No sólo fue ver la destrucción causada por la bomba, sino la reacción de los turistas –muchos de ellos norteamericanos- frente al museo. Es difícil, al ver la ropa de un niño que fue calcinado por la bomba, al ver fotografías de cuerpos destrozados, al ver las cartas en las que el gobierno de Truman decidía, como si estuvieran escogiendo qué pedir en un restaurante, dónde tirar la bomba (donde haya “más civiles”), es difícil ver todo esto y pensar que fue un acierto. Pero, aún así, ¿tendrá razón Ballard?, ¿o será que su objetividad queda en entredicho porque fue víctima directa de el imperio del sol?

– Daniel Krauze

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