Bertolucci, el inconforme
Ernesto Diezmartínez
Pocos cineastas como Bernardo Bertolucci (Parma, 1941-Roma, 2018) cumplen el conocido apotegma popular que afirma que “infancia es destino”. Nacido en un pequeño pueblo en las afueras de Parma, Bertolucci tuvo una niñez que él mismo calificó años después como idílica. Hijo de Attilio Bertolucci, un acomodado y prestigiado intelectual que además era poeta, daba cátedra de historia del arte y escribía críticas de cine, el pequeño Bernardo creció rodeado de libros –en especial de poesía– en una casa amplia, con criados serviciales y padres comprensivos.
A los doce años, el precoz Bernardo ya publicaba sus primeros poemas y un año después, a los trece, decidió que se iba a dedicar al cine. Attilio premió el talento de su hijo mayor regalándole una cámara de 16 mm al graduarse de la preparatoria, con la cual el inquieto adolescente realizó su primera película, un corto protagonizado por su hermano menor Giuseppe.
Poco después, la familia se mudó a Roma, en donde Bernardo entró a estudiar literatura y en donde conoció a su primera gran influencia, Pier Paolo Pasolini, a quien Don Attilio conocía muy bien, pues había logrado la publicación de una de sus novelas, Muchachos de la calle (1955). Pasolini pagó el favor a Don Attilio, tomando al joven Bernardo bajo su protección, empujándolo a publicar su primera colección de poemas, En busca del misterio (1962), e invitándolo a fungir como su asistente de dirección en Accatone (1962), su notable opera prima.
Hace un momento escribí que Pasolini fue su primera gran influencia. En realidad, fue la segunda. La primera, que nunca se logró sacudir por completo, fue la de su padre, Don Attilio. Por un lado, porque el poeta, profesor y crítico le brindó a su hijo mayor todas las oportunidades posibles para desarrollarse intelectualmente; por el otro, porque el rebelde Bernardo tomó la decisión más importante de su vida –dejar la universidad, abandonar la poesía, dedicarse al cine– como la primera y última forma de separarse del padre. Bertolucci mismo lo confesó en una entrevista posterior: cuando se dio cuenta que no iba a ser un gran poeta y que en ese terreno viviría opacado por Don Attilio, decidió hacer cine.
La sombra del padre y todo lo que representa –la respetabilidad burguesa, el buen gusto, la tradición patriarcal– sería uno de los temas comunes de su filmografía, conformada por una veintena de películas, entre ficción y documental, entre cortos, largos y episodios para antologías cinematográficas. En todo caso, en sus primeras cintas, la influencia palpable sí fue la de Pasolini y la de su otro mentor no oficial: Jean-Luc Godard.
La cosecha estéril (1962), la primera cinta de Bertolucci fue, de hecho, herencia de Pasolini, quien había escrito el guion pero había decidido no dirigirla, porque se encontraba realizando Mamma Roma (1962) con Anna Magnani. Ubicada en los mismos escenarios proletarios de Accatone, La cosecha estéril está centrada en la investigación del asesinato de una prostituta, no al modo operático del giallo tan común en el cine italiano de esa década, sino más bien en un tono meditativo que, además, se permitía una serie de experimentos formales que hizo que varios críticos compararan la opera prima de Bertolucci con el cine de Godard.
Bertolucci se sacudió esa evidente influencia pasoliniana/godardiana en su siguiente película, Antes de la revolución (1964), que con todo y que está basada en La cartuja de Parma (1839) de Stendhal, tiene claros tintes autobiográficos, pues su protagonista es un joven burgués, intelectual y marxista, que se da cuenta que, por más que se considere a sí mismo un revolucionario, no es capaz de renunciar a su condición de clase. Realizada como “un exorcismo” y con el fin de “clarificar” su propia posición ideológica, según palabras del propio Bertolucci, Antes de la revolución fue la película con la que se dio a conocer al cineasta fuera de Italia.
Después de una regresión pasoliniana/godardiana titulada El doble (1968), sobre la novela homónima de Dostoievsky –y que no tuvo éxito de crítica ni de público–, Bertolucci, quien se había unido ya al Partido Comunista al mismo tiempo que había iniciado un serio acercamiento al psicoanálisis, dirigió La estrategia de la araña (1970), basado en el cuento borgiano Tema del traidor y del héroe (1944). Casi de inmediato, en ese mismo 1970, dirigió su siguiente filme, El conformista (1970), su primera e indisputada obra maestra.
En estos dos largometrajes ya vemos a un Bertolucci maduro, dueño de todos sus recursos estilísticos y mostrando sus más caros intereses temáticos: la hipocresía de la sociedad burguesa italiana de la postguerra, una posición política militante y contestataria, la fusión de la revolución social con la sexual y una exploración crítica del pasado, que incluye una suerte de exorcismo personal y de clase.
Los jóvenes protagonistas de estas dos películas –el que investiga la muerte de su padre, supuestamente un heroico luchador antifascista, y el decadente funcionario que resultará ser el perfecto burócrata fascista– son las dos caras de la misma moneda, reflejos deformados del propio Bertolucci y de la clase a la que pertenece. Pero si estas cintas –especialmente El conformista– provocaron algunas discusiones sobre su forma y, sobre todo, su contenido, su siguiente largometraje, El último tango en París (1972), fue aquel por el que, muy probablemente, será más recordado.
Más allá del conocido escándalo –¿violó Marlon Brando de verdad a María Schneider?: según ella misma, no, pero de todas formas se sintió maltratada por “el comunista” Bertolucci, a quien nunca perdonó por haberla traumatizado de esa manera–, El último tango en París fue la muy temprana obra definitiva del cineasta italiano, no porque haya sido la más lograda –en lo personal, prefiero El conformista o 1900 (1976)–, pero sí porque fue realizada en el momento político-cultural idóneo y porque representó y sigue representado, como pocas películas en la historia del cine, una discutible/discutida posición sobre el poder, el sexo y el papel que juega el Hombre y la Mujer (así, con mayúsculas) en este escenario.
Una de cintas más debatidas de la historia –lea, por favor, el capítulo que Fernanda Solórzano le dedica a esta película en su libro Misterios de la sala oscura (2017)–, El último tango en París fue defendida, en su momento, no solo por Pauline Kael (“la película erótica más poderosa que se ha realizado”) sino por la mismísima Molly Haskell, que en una reseña memorable describe que esa degradación a la que es sometida la jovencita Jeanne de Maria Schneider también representa su radical liberación de todo aquello que los demás piensan que debe ser.
En parte por el escándalo provocado por la cinta, que le exigió demasiada atención de su parte, en parte porque su siguiente proyecto fue un filme épico y monumental, 1900 se estrenó cuatro años después. Se trata de la película más abiertamente política, hasta ese momento, de Bertolucci, una cinta histórica de más de cinco horas de duración, ambientada en la región natal del cineasta y centrada en las vidas paralelas de un joven burgués (Robert de Niro) y un campesino revolucionario (Gérard Depardieu). Nuevamente, como en otras obras anteriores, 1900 funciona como una suerte de expiación/exorcismo personal, con el burgués y el revolucionario como las dos caras de la misma moneda.
Si exceptuamos la posterior y exitosísima El último emperador (1987) –con la cual Bertolucci ganó los premios Oscar a mejor director y mejor guion–, la realidad es que el cineasta italiano nunca se recuperó por completo de esa docena prodigiosa que va de 1964, con Antes de la Revolución, a 1976, con 1900. Es cierto que siguió escandalizando al respetable con el melodrama freudiano/incestuoso La luna (1979) y que siguió provocando a las buenas conciencias con la sátira freudiana/política La tragedia de un hombre ridículo (1981), pero su cine posterior coqueteaba, a veces, con el convencional cine-de-papá, tal como lo definieron en su momento los críticos y cineasta de la Nueva Ola francesa (por ejemplo, Refugio para el amor, 1990, y Belleza robada, de 1996); terminaba resultando un lamentable petardo que algunos queremos olvidar (Pequeño Buda de 1993) o, en el mejor de los casos, resultaba “sexy, bonito pero decepcionante” (David Thomson dixit), como Los soñadores (2003) –aunque en este película debutó Eva Green, así que todo está perdonado.
El mejor Bertolucci, el de los años 60-70, fue el inconforme por naturaleza: el que renunció a ser poeta para no seguir el paso del padre, el que se sentía a disgusto con sus privilegios de clase aunque también los disfrutaba, el que se declaraba entusiasmado de la revolución (social, sexual, política) para mejor desilusionarse de ella, el que desde el inicio estuvo destinado a hacer cine de autor pero que soñaba, como lo dijo alguna vez, en dirigir una película tan exitosa, popular y taquillera como Lo que el viento se llevó (Fleming, 1939).
En estas contradicciones, está retratado Bernardo Bertolucci. Esas contradicciones están, también, en su cine. Hay que revisitarlo. Hay que descubrirlo.
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.