En el inicio de El topo (1974), la quinta novela escrita por John le Carré (1931-2020), el antiguo jefe de la inteligencia británica, “Control”, ha muerto después de ser obligado a retirarse debido a una operación de espionaje vergonzosamente fracasada. Su segundo de a bordo, el veterano espía jubilado George Smiley (Alec Guiness en la adaptación televisiva de 1979 y Gary Oldman en la versión cinematográfica El espía que sabía demasiado, de 2011) es invitado a regresar al MI6 ante la sospecha de que entre sus antiguos colegas hay un doble espía que sirve a los soviéticos, una certeza que había invadido a “Control” en sus últimos tiempos al frente del servicio secreto británico. Lo que no alcanza a entender Smiley es por qué “Control” no le compartió sus sospechas, por qué le ocultó esa información. ¿Será que creía que él, Smiley, era el doble espía, el topo del título? Muy pronto comprende que es todo lo contrario: “Control” no le dijo nada de sus sospechas porque confiaba absolutamente en él y, llegado el momento, sabía que él tendría la responsabilidad de atrapar al traidor.
No tengo pruebas, pero tampoco dudas, de que el prolífico y exitoso escritor de absorbentes novelas de aeropuerto Rober Harris es un cuidadoso lector de la saga Smiley de Le Carré. Por lo menos eso parece si uno lee Cónclave (2016), su entretenidísima decimoprimera novela, cuyo nudo dramático es la elección del sucesor de un papa particularmente liberal, acaso llamado Francisco. El decano del Colegio Cardenalicio, encargado de organizar la selección del nuevo Santo Padre, había intentado renunciar alegando dudas sobre su fe y la iglesia misma, pero su propuesta fue rechazada una y otra vez por el pontífice fallecido. El cardenal decano, cual George Smiley con sotana –cerebral y dudoso, solitario y determinado– se da cuenta después por qué el “Control” del Vaticano nunca le aceptó la renuncia: sabía que iba a morir pronto y tenía la convicción de que él, ese juicioso burócrata eclesiástico lleno de incertidumbres, era la persona ideal para dirigir la elección del sucesor del trono de San Pedro. Es decir, para desenmascarar a los traidores a la fe y al mensaje de Cristo.
El primer acierto de Cónclave (Reino Unido, 2024), la sólida adaptación cinematográfica estrenada este fin de semana en todo México, sexto largometraje del cineasta alemán internacionalizado Edward Berger (cuyo filme anterior fue la oscareada Sin novedad en el frente, 2022), es que el guion de Peter Straughan conserva con todo detalle no solo los laberínticos vericuetos argumentales de la novela original –es decir, todas las Mentiras y secretos (Leigh, 1996) que ocultan los cardenales que desean ser el nuevo papa y de qué manera cada uno de ellos es descubierto en sus debilidades tan mezquinas y tan humanas– sino la respetuosa distancia con la que sigue todos estos “santos” procedimientos.
Viendo el filme, a nadie le queda una sola duda que elegir un papa es un acto político tomado por un centenar de tipos vestidos de púrpura y que, por lo mismo, esa votación secreta –el cónclave del título– está llena de golpes bajos y altos, ocultos y abiertos, que muestra a una iglesia católica dividida entre un ala progresista que ve hacia el futuro y otra que mira hacia el pasado, a una época anterior incluso al revolucionario Concilio Vaticano II (1962-1965). Al mismo tiempo, queda claro que la mayoría de estos severos tipos ensotanados –sobre todo el atormentado decano, el cardenal Thomas Lawrence de un espléndido Ralph Fiennes– son auténticos hombres de fe, que buscan lo mejor para la iglesia o, por lo menos, para la versión de la iglesia en la que ellos creen. La paradoja irresoluble es que para llegar a dirigir la divina iglesia de Cristo hay que ganar, primero, una elección muy humana que, todo parece indicar, tiene poco que ver con Dios y más con la búsqueda y el ejercicio del poder.
La puesta en imágenes dirigida por Berger se mueve con prestancia entre lo mundano y lo teológico, alternando las tomas alejadas que empequeñecen a todos los personajes en los suntuosos espacios abiertos de los exteriores del Vaticano –reconstruida en los estudios de Cinecittá– con los constantes acercamientos en primer plano a los rostros y en big close-up a las manos –nerviosas, crispadas, quietas, orando– de este centenar de cardenales tratando de interpretar los designios del Espíritu Santo mientras discuten, vociferan y meten zancadillas, mientras hacen pura y llana grilla.
Así pues, Cónclave funciona en el nivel genérico más elemental, en el de un muy entretenido thriller de espionaje –con todo y documentos clave ocultos, correos electrónicos intervenidos, puñaladas traperas entre colegas, vueltas de tuerca reveladas en el último minuto– pero también en el terreno temático, como una serena reflexión sobre el compromiso individual y el difícil ejercicio del poder. El cardenal Lawrence de Fiennes no se hace muchas ilusiones de los ambiciosos colegas que quieren sentarse en la silla de San Pedro –ni del conservador cardenal africano Adeyemi (Lucian Msamati), ni del aún más retrógrado patriarca de Venecia Tedesco (Sergio Casttellito), tampoco del exasperante cardenal liberal Bellini (Stanley Tucci) y ni se diga del hipócrita cardenal canadiense Tremblay (John Lithgow)–, pero entiende que la responsabilidad que él carga bajo sus hombros y bajo su solideo no es menor y está dispuesto a cumplir con ella hasta el final, dirigiendo esa olla de grillos que es el Vaticano.
El procedimiento de votar en sucesivas rondas, de contar las boletas, de preparar la chimenea para lanzar el humo negro o el humo blanco según sea el caso, no tiene nada de divino. Más bien, se trata de un protocolo terrenal, incluso frívolo: pura pompa y circunstancia. Pero en medio de todas las dudas que tiene sobre él mismo, sobre sus colegas y sobre la iglesia a la que pertenece, el hombre de fe que es el decano Lawrence sigue creyendo, a pesar de todo, en la gracia divina. Sigue creyendo en el único y verdadero “Control”. En Diosito, pues. Al final. hasta dan ganas de regresar a la doctrina. ~
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.