La discusión es tan antigua como el propio cine documental. Desde Nanuk, el esquimal (Flaherty, 1922) sabemos que la verdad es un término flexible en este modo de producción. El protagonista de aquel clásico, Nanuk, no era un actor sino un auténtico inuit, sabía hacer iglús como los que vemos en el filme y cazaba de verdad animales en los inabarcables hielos norteamericanos. Sin embargo, también es cierto que Nanuk no se llamaba así, sino Allakariallak; que sí cazaba leones marinos pero lo hacía con rifles occidentales y no de la manera en la que se muestra en la película y, por supuesto, que el iglú en el que duermen Nanuk y su familia fue partido en dos para poder ser mostrado frente a la cámara. Es decir, desde Nanuk, el esquimal, es claro que la realidad a la que accede el documental es una realidad fabricada y reinterpretada por los lentes. Una realidad filtrada a través de los ojos de un artista.
En la emisión número 56 de Visions du Réel, el festival suizo de cine documental, el más antiguo de su tipo en el mundo, la sombra de Nanuk se extendió sobre varios filmes que pude revisar a la distancia: ¿de qué manera la cámara transforma los hechos que retrata?, ¿no será que el cine documental está condenado a fabricar su propia percepción en cuanto el lente se dirige hacia la realidad? En fin, se trata de cuestionamientos planteados ya en el clásico Crónica de un verano (Morin y Rouch, 1961), pero que no han sido resueltos y, seguramente y por fortuna, nunca lo serán.
Con 154 películas programadas en ocho secciones, cuatro de ellas competitivas, el festival suizo mostró obras provenientes de todo el mundo, lo mismo de cineastas consagrados –Sylvain George presentó su más reciente largometraje, Nuit obscure (2025), en la competencia oficial; el festival homenajeó con una retrospectiva al maestro haitiano Raoul Peck– que de debutantes. Muchos de estos filmes, precisamente, exploraron el sentido mismo de la realidad, filtrada, creada e interpretada a través del cine.
Este fue el caso de los dos filmes mexicanos presentados en competencia, tanto en la sección principal como en la más experimental, la Burning Lights Competition. En esta última se presentó Say goodbye (México, 2025), personalísimo debut como cineasta de la prolífica editora Paloma López Carrillo, ganadora del Ariel por el montaje de La jaula de oro (Quemada-Díez, 2013). En Say goodbye, la novel directora nos presenta, de manera indirecta, a través de los recuerdos de sus familiares, la historia de Javier, un obispo mormón que fue deportado hacia México desde Utah en 2015 para, un año después, desaparecer sin dejar rastro alguno.
Varios años han pasado de esa tragedia y su esposa Rosa, su hija Sol y su hijo Javier, quienes siguen viviendo en Utah aunque algo distanciados, siguen lidiando, cada uno de ellos a su manera, con un duelo que nunca ha terminado de cerrarse. Como experta montajista que es, la directora López Carrillo deja que la sucesión de imágenes –muchas de ellas en sobrios planos alejados– cuente la historia, sin testimonios directos ni contextualizaciones explicativas. López Carrillo decidió, pues, dar varios pasos hacia atrás, fungiendo solo como testigo y no como participante. Una realidad sin filtros, por lo menos en apariencia.
Es otro tono muy diferente el de Niñxs(México-Alemania, 2025), del también debutante Kani Lapuerta, filme presentado en la competencia oficial. El director conoció a su protagonista cuando estaba en la primaria y tenía 8 años y lo ha acompañado a lo largo de otros 7 años más, cuando, viviendo en Tepoztlán, ha cumplido 15 y ha podido por fin cambiarse su nombre y su género oficialmente, para llamarse ahora Karla.
La cámara manejada por la propia ingobernable protagonista y, por supuesto, por el cineasta que es un entusiasta participante, nos presenta una exultante historia de autorreconocimiento trans que, si bien es cierto, no está exenta de temores (“No quiero que me maten”, es el deseo que se expresa en algún momento del filme), tampoco se concentra en ellos. Durante los ocho años que cubre el filme, Karla está saliendo de la infancia y descubriendo su cuerpo en un sentido mucho más radical que el de cualquier otro adolescente, pero lo hace sonriendo y jugando, con la solidaridad de sus padres, la amistad de dos compañeras y la complicidad de la cámara omnipresente de Lapuerta. Otro mundo es posible, por lo menos a través de la alegre mirada performativa del cineasta y su encantadora protagonista.
El filme ganador del Grand Prix fue el eternometraje El príncipe de Nanawa (Argentina-Paraguay-Colomabia-Alemania, 2025), dirigido por Clarisa Navas. Si Lapuerta siguió a Karla durante 8 años, Navas ha hecho algo similar con Ángel, pero durante una década entera, como si el objetivo hubiera sido recrear, desde la realidad, el notable melodrama de crecimiento y maduración Boyhood: Momentos de vida (Linklater, 2014).
Ángel, quien vive en Nanawa, una ciudad fronteriza que se ubica entre Argentina y Paraguay, es un extrovertido chamaco a quien la cineasta conoce cuando tiene 9 años. A lo largo de una década, recopilada, reconfigurada y editada en excesivas tres horas y media de duración, vemos el paso de Ángel de la infancia a la adolescencia y de ahí a su adultez, con la misma cineasta y su fotógrafo Lucas Olivares preguntándose en más de una ocasión el sentido mismo de lo que están filmando: ¿documental?, ¿ficción?, ¿docuficción? ¿Qué tanto de lo que vemos se ha deslizado hacia la franca autoficción creada por Ángel bajo la dirección de Navas y Olivares? Todos estos cuestionamientos son más que pertinentes, aunque la forma de plantearlos me haya parecido tan vaga.
El mejor de entre la veintena de documentales que pude revisar fue Al oeste, en Zapata (Cuba-España, 2025), ópera prima de David Beltrán i Mari –o David BIM, como aparece en los créditos–, que ganó, por partida doble, el premio FIPRESCI de la crítica internacional y el premio especial del jurado de la sección Burning Lights.
Dividida en dos partes, tituladas con el nombre de los dos protagonistas, Landi y Mercedes, he aquí la absorbente pero estilizadísima crónica etnográfica en blanco y negro de la vida de dos cubanos que viven y sobreviven al oeste de la isla, en la Zapata del título, una zona pantanosa en la que Landi caza furtivamente cocodrilos. En el poblado cercano, Mercedes cuida al hijo de ambos, Deinis, un delgado preadolescente autista, quien vive aislado en su propio mundo, bailando de un lado a otro a contraluz, balanceándose desnudo en su cama, estimulándose visualmente con sus dedos moviéndose frente a sus ojos.
En el interior del pantano, Landi no tiene otro contacto con el mundo exterior que un pequeño radio con el que escucha sin inmutarse lo mismo los estragos de la pandemia de covid-19 que la verborrea gubernamental (“¡Patria o muerte”, “¡Somos revolucionarios!”, “¡Venceremos!”), aunque es evidente que el enjuto y correoso tipo tiene otras cosas más importantes en qué pensar y qué hacer, como veremos en cierto episodio clave que sucede en el primer segmento del filme.
En ese momento, en una impresionante toma de casi 13 minutos de duración y sin corte alguno, vemos y escuchamos, a prudente distancia, en estricto plano general, los esfuerzos de Landi para cazar a un cocodrilo de cerca de dos metros de largo. Como su lejano antecedente Nanuk, pero sin actuación ni falsificación de por medio, vemos a Landi atravesar el pantano con su canoa, divisar al lagarto, tomar una cuerda, atraparlo, amarrarlo y luchar con él para evitar que se le escape, mientras resopla y se queja, se queja y resopla, pues tiene que llevar esa carne y esa piel a su casa, porque aunque el coronavirus esté asolando el planeta, en ese remoto lugar hay otro tipo de preocupaciones más concretas (“Aquí nos vamos a morir, pero de hambre”, le dice la claridosa Mercedes cuando Landi llega agotado al hogar).
Estamos, pues, ante la crónica de una realidad auténtica que, por más estilizada que nos parezca, transmite los hechos como son. O, por lo menos, como los ha tomado la cámara en ese momento en particular, pero sin reinterpretación visible de ninguna especie. ¿Regreso a Nanuk, el esquimal? Más bien, he aquí Landi, el cubano. ~