En defensa de Harry Potter

Un análisis de las virtudes escondidas de la saga creada por J.K. Rowling.
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En un mundo ideal, Harry Potter and theDeathly Hallows debería verse como una sola cinta. Una épica pop de cuatro horas y media de duración. Sólo apreciando como unidad los últimos dos episodios de la saga se logra entender el trabajo de David Yates. Y al final – inclusive después de haberse hecho cargo de la sexta entrega, una de las peores cintas de la saga -, el trabajo de Yates podrá recordarse como digno. Viendo el asunto con perspectiva, claro, podemos decir que tanto Yates como Kloves, el guionista de cabecera de la serie, lograron contener de forma más o menos sensata el impresionante cúmulo de información que Rowling introdujo a partir del cuarto libro de la serie: principalmente, el pasado de los personajes que rodean a Harry Potter. Ver la segunda parte de Deathly Hallows sin antes haber visto la primera entrega puede resultar desastroso: el último episodio de la saga es puro clímax, justo porque las dos horas de la primera parte nos prepararon para todo lo que vendría. La primera parte de Deathly Hallows adquiere otro significado: no fue una cinta ‘lenta’, sino un largo, y a veces innecesario, prólogo previo a la batalla final. Una tras otra, las piezas del rompecabezas encajan y el panorama toma forma: ¿quién es, verdaderamente, Severus Snape, además del mejor personaje y la mejor ejecución actoral de la serie?, ¿quiénes sobrevivirán la batalla final?, ¿morirá Voldemort definitivamente, o podrá regresar algún día?

Pese a todo – en ocasiones pese a sí misma; en otras, pese a la rimbombante campaña publicitaria que la rodeó -, Deathly Hallows es un desenlace digno a la saga fantástica más importante de la generación. Mucho de esto se debe al magnífico trabajo actoral de varios de los intérpretes más destacados del Reino Unido: Michael Gambon, Ralph Fiennes, Gary Oldman, Alan Rickman, Maggie Smith. Son ellos quienes dieron el soporte interpretativo necesario para una larguísima saga protagonizada, en esencia, por tres niños en crecimiento que no eran actores profesionales. Al final, y si bien ninguno de ellos se convirtió en el mejor intérprete de su generación – o si lo hará, no será en la saga Potter -, sí hubo momentos, destellos a lo largo de la saga que hicieron que valiera la pena el recorrido.

Es fácil encontrarle objeciones a Harry Potter and the Deathly Hallows: el clímax excesivo y casi ininterrumpido, la redundancia de ciertos elementos, la resolución fácil del conflicto principal. No obstante, hay que recordar algo: las grandes historias fantásticas nos narran, casi en su totalidad, la misma historia. Lo único que cambia es la forma – y esto es casi aplicable a toda la literatura que, a fin de cuentas, es el sitio de donde proviene Harry. Sabemos del chico huérfano, sabemos de los padres adoptivos, sabemos de la sorprendente revelación al comienzo de lo que ahora llamamos adolescencia. La bildungsroman en su vertiente fantástica ya se encargó de sentar las bases, una y otra vez, de ese arquetipo: son pocas las sorpresas que podemos esperar en este camino. A pesar de esto, Harry Potter, el personaje y la saga literaria, logra superar éste y otros defectos. La razón es simple, y forma parte de la más profunda naturaleza humana: disfrutamos que nos cuenten las mismas historias. Harry Potter y sus amigos eran viejos conocidos; los habíamos tratado –con otros nombres, con otros rostros– en diversos puntos de la historia de la ficción, fantástica o no. Pero no basta con abrevar de los arquetipos para crear una obra ganadora. La obra de J. K. Rowling trasciende por varios motivos: además de narrarnos una historia a prueba de balas, lo hace dentro de un margen de seguridad. Nadie puede esperarse una conclusión estremecedora o inesperada de la saga, como, por citar un ejemplo similar, sí pasó con ‘The Books of Magic’, de Neil Gaiman (de la que se dijo varias veces era el originalde la saga Potter). Rowling, y esto funciona tanto como un defecto como una virtud, no se arriesga más de lo debido: sus libros hacen planteamientos interesantes – la memoria y su funcionamiento, la vida después de la muerte, el pasado y el futuro -, pero no ahonda en ellos: la autora sabe qué esperamos de su historia y no pretende profundizar más en el asunto. No importa el desenlace, sino lo que nos deja la historia al recorrer el camino. Como cinta, en el celuloide, y también como literatura, en el papel, la saga tiene puntos débiles, flaquezas que pueden – y deben – ser criticadas, estudiadas. Pero es algo más: no olvidemos que Harry Potter – la idea, el concepto; no la serie de películas – vino a darle esperanza, imaginación y magia a toda una generación que carecía de iconos propios. Es esta idea y sus consecuencias las que perdurarán, la que es memorable y será recordada en diez años, no la película en sí. Ésta es sólo un accesorio del mercado, un producto bien manufacturado pero poco memorable.

Detenerse en el análisis crítico del éxito de la saga Potter puede dejar insatisfecho a más de uno. A pesar de las múltiples razones que la crítica – literaria o no – podría adjudicarle a su triunfo, las explicaciones resultan insuficientes. Es cierto: allí están los equivalentes de nuestra realidad: Gringotts, el Ministerio de Magia, Hogwarts como institución educativa: el anclaje al mundo real con un desarrollo bien logrado hacia el mundo de la ficción; allí están los elementos del bildungsroman llevado a lo pop, a la posmodernidad – pero apelando siempre a lo clásico -; y también está el firme desarrollo de los personajes principales de la saga, que son quienes dotan a la obra de su esqueleto narrativo principal (y cuyas historias, en más de una ocasión, parecen más fascinantes que las del mismo Harry): Tom Riddle, Albus Dumbledore, Severus Snape, Sirius Black. Pero ninguna de estas explicaciones resultará completamente efectiva, por una simple razón: Potter es todo eso, la suma de todos esos elementos concretos, definidos, pero en conjunción con uno infinitamente más subjetivo: la experiencia íntima, personalísima, de cada lector con la obra. ¿Cómo puede alguien objetarle a un chico de doce años que ha crecido con la violencia en apariencia incontenible dentro y fuera de su hogar que crea que hay un mundo mejor, aunque este mundo sea uno de magos y escobas voladoras, de dragones y varitas mágicas? ¿No es la ficción precisamente una herramienta que nos permite afrontar la realidad de otra forma, de darle otro significado de acuerdo a nuestra propia experiencia? Al final, Harry Potter fue también un chico de doce años que creció junto con nosotros. Y esa experiencia particular, ese crecimiento paralelo del lector y su lectura, es algo que la crítica no ha logrado entender todavía. Es ese ingrediente extra, subjetivo, el que contiene la – probable – razón del éxito de Rowling y su Harry Potter.

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Luis Reséndiz (Coatzacoalcos, 1988) es crítico de cine y ensayista.


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