Heath Ledger

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El martes 22 de enero, en el barrio de SoHo, en la ciudad de Nueva York, murió Heath Ledger.

En sí, la noticia no dice nada más que un tipo murió de una sobredosis. Sin embargo, su muerte no es una muerte cualquiera. Ledger era una celebridad: una estrella hollywoodense en ascenso, un histrión que prometía, el próximo Guasón, el actor responsable de que esa película de vaqueros homosexuales valiera la pena. Más que eso, la muerte de Ledger significa el primer cadáver de alto perfil en el siglo XXI; en la era de YouTube y las cámaras de celulares; un River Phoenix para la década del paparazzo, del morbo y lo instantáneo.

Es difícil discernir entre las reacciones del público. Los comentarios en Imdb y en YouTube oscilan entre el luto ridículo y la más flagrante falta de respeto. La mayoría de los usuarios se da golpes de pecho, lamentando la presencia de una centena de paparazzi afuera del departamento de Ledger en Broome Street que ayer se dieron cita para fotografiar nada más que una bolsa negra. Y, sin embargo, si algo ha resultado evidente a escasos días de su deceso, es que el morbo gana: esos mismos usuarios que se lamentan (y este, también) lo hacen mientras navegan la web para encontrar un video más que recuente la muerte del histrión australiano. Lo hacen mientras especulan, con lujo de detalle, la causa de su fallecimiento. En los mejores casos, se lamentan porque este suceso acortó una carrera que sólo indicaba mejorar con el tiempo. En los peores, el morbo –enmascarado por un dolor irracional– da cabida a una de las grandes paradojas en el mundo del entretenimiento: en vida, las celebridades son tótems a emular, entidades a las que sentimos conocer a través del celuloide, aristócratas modernos. Sus muertes, sin embargo, no podrían ser más desagradables. La de Ledger se ha vuelto objeto de entretenimiento casi desde el primer minuto; paja para noticieros que, de por sí, tienen poco entre manos; un rostro más en los tabloides (junto a Britney, Lindsay y demás). Su departamento mismo –me consta– se ha convertido en una suerte de visita obligatoria para el turista neoyorquino. A un día de que su cuerpo inerte fuera arrastrado en aquella camilla, en la esquina de Broome y Crosby, una chica se detuvo, le entregó una cámara a su madre y, con el edificio de Ledger detrás (y las flores perecederas, y una bandera de Australia y un par de retratos mal pintados) sonrió al lente sin congoja. Mientras tanto, los fotógrafos y sus aparatos, como bocas insaciables, seguían apuntando a la puerta esperando algún otro acto, otro desfiguro, algo más que mandar a su canal.

– Daniel Krauze

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