Iron Man (2008) no era el blockbuster más esperado de ese año. Protagonizada por Robert Downey Jr. y basada en un superhéroe de Marvel Comics con una popularidad más bien mediana (nada que ver con el hitazo que representan Batman, Spiderman, Superman o X Men) y dirigida por un grisáceo Jon Favreau, la cinta no despertó originalmente un fervor ni remotamente parecido al de otras cintas basadas en un cómic. Sin embargo, paulatinamente su corrida cinematográfica fue más que bien recibida, y logro brillar en medio de los blockbusters de peso de ese año: Indiana Jones and the Kingdom of the Crystal Skull, de Steven Spielberg, y The Dark Knight, de Christopher Nolan.
Con un film entretenidísimo a cuestas y altas expectativas, el presupuesto para la secuela de Iron Man aumentó considerablemente, y se contrataron estrellas del calibre de Scarlett Johansson, Samuel L. Jackson, Mickey Rourke (que viene de interpretar el mejor papel de su vida en The Wrestler, de Aronofsky) y Don Cheadle sustituyendo a Terence Howard como Jim Rhodes, alias War Machine. El interés, evidentemente, creció de manera exponencial respecto a la primera entrega, y a dos años del estreno del original, la secuela está lista.
Desafortunadamente, la segunda parte cambia la fórmula. Es cierto: allí está Downey Jr., con sus gestos de playboy poniéndose la armadura rojo y amarillo y allí están los villanos y las explosiones y el cameo de Stan Lee. Pero con todo, Jon Favreau, quien en la primera cinta alcanzaba a trazar una crítica a la política armamentista del gobierno de George W. Bush, rehúsa acercarse a esos lugares (en parte se entiende: no es lo mismo Bush que Obama) y esquiva cualquier clase de tratamiento espinoso.
La película se convierte así en poco más que un panfleto del ejército de los Estados Unidos – quien incluso coopera abierta pero discretamente, vía el Pentágono, con las cintas que plasman la imagen del ejército de manera amable, como ya se ha publicado en anteriores ocasiones en medios como The Guardian –, con varios subtextos en donde se lee la necesidad imperiosa de permitir la entrada del gobierno a la privacidad del ciudadano en aras de la libertad. Tony Stark es el ciudadano rebelde que termina cediendo ante las exigencias oficiales después de recibir un jalón de orejas.
Iron Man 2 funciona como una estrategia de promoción y de limpieza de imagen casi perfecta. Disfrazada de blockbuster superheroico, amable y taquillero (clasificado como PG-13 en los Estados Unidos), el film ejerce el papel que en su momento le correspondió a blockbusters como Top Gun– cinta que fungió a manera del mejor cartel del Tío Sam que jamás se haya hecho, a tal grado que la Marina estadounidense instaló casetas de reclutamiento cercanas a los cines– o, más recientemente, Transformers: enormes, taquilleros, vistosos y a la vez discretos volantes que entusiasman al norteamericano promedio y ayudan a limpiar la manchada imagen del ejército de cara al resto del mundo.
El hecho resulta sintomático y hasta preocupante, con todo y que Favreau explora en los personajes de Rourke y Sam Rockwell (los villanos en torno a los cuales gira la cinta) una sátira de varios clichés cinematográficos: el científico ruso desquiciado, herencia innegable de la Guerra Fría, y el burócrata despiadado a la George W. Bush. El problema con Iron Man 2 es que no termina de cuajar ninguna de sus intenciones: lo que parecía en un inicio tener posibilidades de ser un tratado serio y entretenido – con todo y ese arranque que tanto recuerda a The Bonfire of the Vanities (DePalma, 1990); pero ni de lejos tan logrado – se convierte de esta manera en un folletín más del ramplón patrioterismo gringo, hijo pródigo del cine popcorn histérico a la Jerry Bruckheimer, olvidando su condición de blockbuster con hormonas de crecimiento y condenándose a la mediocridad.
-Luis Alberto Reséndiz
Luis Reséndiz (Coatzacoalcos, 1988) es crítico de cine y ensayista.