Si los estilos cinematográficos se sometieran a psicoanálisis, el cine contemplativo recibiría un diagnóstico de comportamiento pasivo-agresivo. Sus tomas largas y morosas, su resistencia a la progresión y sus personajes parcos generan frustración en los que intentan vincularse con él. Como todo pasivo-agresivo es capaz de enfurecer sin siquiera alzar la voz. “No es que sea difícil –parece decir–. Es que se espera mucho de mí.”
Algo hay de cierto en eso. La irritación que provoca en muchos el llamado también “cine lento” viene de las expectativas que ha implantado su antagonista, el cine veloz de Hollywood. No es que sea un lenguaje nuevo: Tarkovski, Bresson y Antonioni, entre otros, sentaron las bases de un cine que frena el tiempo, observa lo insignificante y expresa la alienación del hombre. Sin embargo, de unas décadas al presente los cineastas que retoman esta forma de hacer cine se saben a contracorriente de las preferencias de la mayoría. Lo manifiesten o no, son parte de un movimiento de resistencia que se opone a las condiciones que exige la globalización del cine. Podría decirse que el cine lento es, en esencia, antiimperialista –pero esa nunca sería su tarjeta de presentación–. Equivaldría a explicarse a sí mismo y eso lo volvería digerible. Peor aún, un objeto de consumo (hoy las películas contra el sistema son financiadas por el sistema). El cine contemplativo agrede sin acusar: es pasivo por naturaleza, pero sabe cómo agitar.
Si se ve su dimensión política se entiende mejor por qué arraigó con tanta fuerza en Latinoamérica. Sigue el espíritu del Nuevo Cine, que surgió en las décadas de los sesenta y setenta justo para oponerse a los modelos estadounidenses. Pero es un heredero discreto: un nieto orgulloso de su estirpe, pero cosmopolita y abierto. Esto ha favorecido su prestigio en el extranjero. Aunque tiene poca exhibición en sus respectivos países de origen, es la veta de cine latinoamericano más conocida en el circuito europeo de festivales. En esos lares, el mexicano Carlos Reygadas y el argentino Lisandro Alonso son presencias recurrentes. Su cine está emparentado, y ellos han recorrido trayectorias similares: debutaron en Cannes con un año de diferencia –La libertad, de Alonso, en 2001, y Japón, de Reygadas, en 2002– y en la década que siguió ambos se consolidaron como autores (denominación que los dos rechazan). Con todo, Reygadas alcanzó algo parecido a la popularidad, mientras que Alonso siguió siendo el secreto de la crítica. Difícilmente uno se habría topado con sus películas por accidente. Hasta hace poco, habían permanecido al margen de la visibilidad.
Esto último cambió con Jauja, su cinta más reciente. Por ejemplo: es posible que el lector ya la haya oído nombrar, a propósito de su protagonista: Viggo Mortensen, que si bien se ha mantenido del lado del cine independiente también encarnó a Aragorn en la trilogía del El Señor de los Anillos. Decir que es un actor conocido es quedarse muy corto. Sin embargo, la celebridad de Mortensen es el más superficial de los quiebres entre Jauja y el cine previo de Alonso. Esta es su primera película enmarcada en un episodio histórico, que plantea un conflicto claro y que presenta a un personaje que deja asomar emociones.
De padre danés y asentado desde niño en Argentina y Venezuela, Mortensen lleva consigo la historia del capitán Dinesen, protagonista de Jauja: un europeo trasplantado a tierras sudamericanas. La acción de Jauja tiene lugar en la Patagonia, alrededor de 1880, durante la Conquista del Desierto: la operación militar que emprendió el gobierno argentino para exterminar a los últimos aborígenes de la zona. Dinesen es un ingeniero a cargo de supervisar las obras de urbanización del desierto. Lo acompaña su hija Ingeborg (Viilbjørk Malling Agger), una adolescente rubísima y angelical. Dinesen cuenta las horas para volver a Dinamarca; instalado en su hartazgo, no percibe la fascinación que el nuevo mundo (y uno de sus habitantes) ejerce sobre Ingeborg.
La primera escena de Jauja muestra al padre y a la hija sentados sobre una roca; ella enfrenta a la cámara, él le da la espalda. Con sus ropas inmaculadas, resaltan contra el fondo de pastizales largos y un cielo sin nubes. Nada en el horizonte tiene límites ni demarcaciones. La fotografía en tonos saturados del finlandés Timo Salminen, mancuerna habitual del director Aki Kaurismäki, contribuye a crear una visión surreal. El paisaje es majestuoso pero no reconfortante; en las películas de Lisandro Alonso la naturaleza es un agente con quien hay que negociar. Esta sola imagen es un compendio visual de sus películas previas, todas protagonizadas por hombres que lidian con entornos hostiles. La libertad narra un día en la vida de un leñador en el monte de la Pampa; Los muertos (2004) acompaña a un asesino que vuelve a la selva tras salir de la cárcel, y Liverpool (2008) observa a un marinero que aprovecha su desembarco en un puerto de la Antártida para visitar a su madre. Ninguno de ellos tiene vínculos afectivos ni interacciones significativas con otros: su vida psíquica permanece oculta al espectador. Aunque Dinesen también ha cortado sus lazos con la civilización, pronto queda claro que esto le causa infelicidad. A diferencia del leñador, el exconvicto y el marinero, el protagonista de Jauja le declara la guerra a su entorno. Más aún, se considera superior a él. Bien podría ser personaje de las ficciones/documentales de Werner Herzog, donde los hombres se sobreestiman y quieren someter a la naturaleza en bruto. Advertencia de spoiler: el asunto siempre acaba mal.
A la vez que el primer cuadro de Jauja identifica a su director, también anuncia que esta vez sigue un camino nuevo. La posición encontrada del padre y la hija ya sugiere un conflicto y, por tanto, una premisa dramática: anticipa la huida de Ingeborg y el viaje que Dinesen, desesperado, hará para encontrarla. Si antes uno solo podía especular sobre las intenciones de los protagonistas de Alonso, en Jauja son transparentes. Esto introduce suspenso –un elemento que casi niega la esencia del cine lento y/o contemplativo y/o de inacción–. Y aunque Jauja roza con el cine de género –el western, el road movie, el thriller– evoca la atmósfera de incertidumbre y extrañeza propias de aquella otra estética. En este sentido, Los muertos prefigura Jauja: el deslumbrante primer plano secuencia de aquella muestra una imagen fugaz de dos cadáveres en el fondo del río. En adelante, uno no dejará de preguntarse por ellos. Siembran expectativas sin dar ninguna pista más.
Conforme avanza la trama se verá que el verdadero protagonista de Jauja no es Dinesen sino la noción de tiempo. Esto es cine contemplativo y no. En las películas mencionadas arriba, aquello que se percibe como un tiempo alterado (planos secuencia inusualmente largos, la cámara fija sobre un cuadro estático, la ausencia de clímax) lo es solo en relación a los parámetros impuestos por el cine industrial. Algo que atañe a la relación entre espectador y película, no a su lógica interna. Por el contrario, en Jauja es el protagonista mismo quien ve desafiadas sus ideas sobre temporalidad “normal”. A lo largo de su viaje, tendrá un encuentro que dislocará la cronología de un relato que, hasta entonces, parecía lineal. Un encuentro imposible en el desierto latinoamericano puede sonar a realismo mágico, pero en Jauja no hay huella de él. Si acaso, la película remite a los mundos de Juan Rulfo –un escritor que Alonso ha citado como influencia en general de su cine–. Más todavía, Jauja recuerda al cine de cronología circular del chileno Raúl Ruiz.
A propósito de correspondencias, Ruiz fue uno de los cineastas más aguerridos del Nuevo Cine. Poco a poco se alejó de la denuncia para luego filmar películas en las que los personajes (y el espectador) entran y salen de planos temporales distintos pero convergentes. Pareciera que Lisandro Alonso encontró esa misma fisura en la forma que permite cambiar el lenguaje sin abandonar el discurso. Alonso, evocando a Ruiz, ha filmado una historia hipnótica. Esto, sin dejar de increpar. A la par de Dinesen, el espectador de Jauja debe renunciar a la lógica y al confort que proporciona entender. Para compensarlo, Alonso le depara un viaje gozoso. Jauja es una película más enigmática que pasiva, y nunca hostil. ~
es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.