El 15 de abril, para asombro del grueso de los analistas del gremio, la cadena HBO anunció la remoción “amigable” de Terence Winter como showrunner de Vinyl, serie que explora las vicisitudes de un conjunto de personajes ligados a la industria discográfica a principios de los setenta.
El anuncio fue sorpresivo por dos motivos.
Uno: a lo largo de las últimas dos décadas, Winter se había consolidado como uno de los creativos insignia de la cadena, primero en Los Soprano, obra en la que fungió como guionista y productor ejecutivo, y luego en Boardwalk Empire, donde se desempeñó como creador y showrunner bajo el respaldo de Martin Scorsese en la producción ejecutiva (esta relación, por cierto, se extendería al cine en 2013 con El lobo de Wall Street, cinta escrita por el primero y dirigida por el segundo). Winter, queda claro, no es un pez chico en HBO. En meses recientes se ha especulado sobre pronunciadas diferencias de criterio entre los ejecutivos de la cadena en torno a la dirección a seguir frente a la competencia de jugadores como Netflix. La salida de Winter confirma estas turbulencias.
Y dos: reveló que los grandes nombres no necesariamente son sinónimos de audiencia en esta época de Peak TV (término utilizado para describir la supuesta sobredemanda de contenidos que caracteriza la televisión actual). Pese a contar con el apoyo de Mick Jagger y Martin Scorsese –acreditados junto con Winter como creadores de la serie–, los ratings de la primera temporada de Vinyl son decepcionantes: entre 570,000 y 800,000 espectadores cada semana.
El público no luce entusiasmado con Vinyl. El desinterés podría atribuirse a la forma un tanto forzada en que la serie busca integrar situaciones y subtramas italogangsteriles (propias de Boardwalk Empire y el cine de Scorsese) con el retrato nihilista del estallido del punk y el disco en 1973, lo que acreditaría la decisión de sustituir a Winter por un líder con una visión más clara. La baja popularidad del show de HBO, sin embargo, bien podría responder a una cuestión de mayor alcance que no va a solucionarse con la mera remoción del showrunner: el agotamiento cada vez más claro de la fuerza mítica del rock.
A contracorriente
Vinyl va en dirección contraria del momento cultural. De acuerdo con Saul Auterlitz, autor de The Pernicious Rise of Poptimism, la tendencia reinante en el universo musical es el “poptimismo”, es decir, privilegiar la engañosa artificialidad del pop por encima de la supuesta sinceridad del rock. El “poptimismo” significa preferir el disco en lugar del punk, el pop en el del rock, los sintetizadores en el de las guitarras, el video en el del concierto, el color en el del negro. ¿Prefieres a Queens of the Stone Age en lugar de Beyonce? ¿Encuentras ofensiva la rutina de Lady Gaga como David Bowie? ¿No te gusta Taylor Swift? ¿Crees que Kanye West es un fantoche?
“De ser así, amigo mío, estás fatalmente fuera de tiempo con lo que sucede y los ídolos del presente. Eres, para acabar pronto, un anciano. Para ti, la crítica musical debe lucir como un campo minado, lleno de ataques ad hominem, donde los blancos favoritos son aquellos que no se hincan ante el reino del pop”, responde Austerlitz.
El “poptimismo” se opone a la visión romántica que recuerda con felicidad los tiempos en que las personas salivaban sobre sus discos conceptuales e insiste que un músico no es tal a menos que se tome mortalmente en serio y pueda tocar la guitarra. Para el roquero, todo tiempo pasado fue mejor, pues está convencido que en sus épocas de gloria abundaban los artistas que tenían algo que decir y lo expresaban con virtuosismo. El debate entre rock vs. pop parecía haber sido resuelto a principios de este siglo, cuando el mash up era altar y la hibridización, casi una meta cultural (el As Heard on Radio Soulwax Pt. 2, disco emblema de este paradigma, es de 2002): hoy, en cambio, ha resurgido como un conflicto de tintes generacionales y hasta cosmogónicos. Más que una cuestión de gustos musicales, la adhesión o el rechazo al “poptimismo” es una sensibilidad, una forma de construirse una identidad, sea frente a la solemnidad asfixiante de un pasado corrompido que no pudo cambiar las cosas, en el caso de los “poptimistas”, o ante la ligereza de un presente que se declara incapaz de hacerlo, en la concepción roquera.
Desde su nombre, Vinyl se anuncia como un producto ciento por ciento análogo: a fin de cuentas, narra una historia de redención que sólo es posible a través de la creencia en el espíritu que le da fuerza vital al rock y lo acredita moralmente: la angustia adolescente de sentirse solo.
Así lo describe Richie Finestra, protagonista de la serie, durante el discurso de presentación de Alibi Records, la submarca alternativa de American Century, su compañía discográfica: “Cuando era niño y me iba a dormir a mi cuarto, solo en la noche, escuchaba a mi padre alcohólico gritarle a mi madre. En ese entonces, gente como Louis Jordan, T Bone-Walker y Big Joe Turner salvó mi vida. Años después, ya en el negocio discográfico, hablé con otros chicos. Para ellos, era Elvis, Little Richard, Bill Halley. Cada generación está llena de chicos jodidos y perdidos que necesitan escuchar que no están solos. Esos chicos necesitan una voz, y esa voz somos nosotros”.
El tono es engañoso: visto de manera descontextualizada, parece ser un festejo alegre del poder salvador del rock. Al contrario, como abordamos más adelante, Vinyl no es una celebración de la eternidad del rock, sino una alucinación fantasmagórica que lamenta su muerte.
Popurrí de la “era dorada”
Vinyl padece de fallas estructurales. La más visible: Finestra, su personaje principal, es un popurrí de todos los lugares comunes que caracterizan al antihéroe masculino de la mal llamada “era dorada de la TV”. De manera similar a Tony Soprano, Walter White, Jimmy McNulty y Nucky Thompson, por mencionar a los más notorios, Richie Finestra, interpretado por el carismático Bobby Cannavale, es un hombre atrapado en la disyuntiva de mantener el control de su vida (y ganar la aprobación de una periferia de personajes con los que cada vez se siente menos conectado) o ceder a las presiones de su “bestia interior” y ser el artífice de su propia destrucción. En el caso de Finestra, la ruta al infierno está pavimentada de irresponsabilidad, narcisismo y mucha cocaína.
https://www.youtube.com/watch?v=j4R_CRvcbMU
Lo de “mucha” no es hipérbole: se podría hacer un videoensayo con los rostros orgásmicos de Cannavale cuando experimenta el rush de la “la caspa del diablo”. Incluso para una serie producida por Scorsese, el rey fílmico de la cocaína, el resultado es acartonado, como si viéramos cada 10 minutos al Ray Liotta intoxicado del último tercio de Goodfellas en esteroides. Amén de todos sus conflictos (divorcio en puerta, quiebra económica, pugnas con sus amigos, fantasmas del pasado, culpa homicida), Finestra es una caricatura que por ratos divierte, pero casi siempre termina por irritar.
La historia de Richie –quien, al igual que Don Draper en el ramo de la publicidad, posee habilidades excepcionales para detectar la importancia cultural del momento– es contada en paralelo a la HISTORIA del rock en los setenta. La dinámica de esta dualidad es establecida con maestría por Scorsese en el capítulo inicial (el único dirigido por él, hasta ahora), cuando los fans de New York Dolls caen sobre el coche de un Finestra en pleno reencuentro con el vicio. El concierto subsecuente es literalmente telúrico.
Este choque de la historia personal con la HISTORIA general recuerda a la piedra revolucionaria que irrumpe en el universo cerrado del departamento burgués de Los soñadores, de Bertolucci.
También remite a Pandillas de Nueva York, del mismo Scorsese, cuando la guerra urbana –un cañonazo, ni más ni menos– casi cancela el duelo entre los personajes de Day Lewis y DiCaprio.
Vinyl funciona mejor cuando se enfoca en ser un diorama de los momentos clave de los setenta. Es ahí donde se revela como un trabajo de alto potencial. Si bien nunca deja de rezar en la iglesia del rock and roll, Vinyl no es un festejo del nihilismo roquero, sino un lamento de cómo éste fue corrompido por la ambición y la locura. La aparición constante de los artistas icónicos de 1973 –o mejor dicho, de imitadores que pretenden ser ellos–, produce un efecto fantasmagórico, más cercano al sueño que a la recreación factual. A manera de cortinillas intermitentes que funcionan como un involuntario coro griego en las mentes de los protagonistas, la serie nos recuerda cómo los verdaderos innovadores del rock fueron negros cuyo talento nunca fue reconocido. La historia de The Nasty Bits, la banda ficticia de Alibi Records, apunta en un sentido similar: sabemos que la furia y la adicción de sus integrantes terminará por consumirlos, no sin antes haber sido explotados sin piedad por la industria que alimentó su mito.
https://www.youtube.com/watch?v=tqefKpcb_m4
El cierre de la primera temporada de Vinyl se da en relativa sincronía con el anuncio de Desert Trip, también conocido como Oldchella: un concierto masivo a realizarse en octubre que reúne a iconos legendarios del rock como Bob Dylan, The Rolling Stones, Roger Waters, Paul McCartney, Neil Young y The Who. Los boletos se agotaron en un día. La euforia –quizá falsa, no lo sé– obedece a la urgencia de asistir al evento donde la humanidad les dice adiós a los últimos pilares que quedan del rock de antaño. En sus mejores momentos, cuando hace a un lado los clichés y no está embriagada de sí misma, Vinyl nos recuerda que esa época ya apestaba a ruina incluso en sus momentos de mayor novedad.
Mauricio González Lara (Ciudad de México, 1974). Escribe de negocios en el diario 24 Horas. Autor de Responsabilidad Social Empresarial (Norma, 2008). Su Twitter: @mauroforever.