Maradona vs. Kusturica

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Emir Kusturica tardó más de tres años en realizar Maradona by Kusturica (2008), documental que se estrenó en México en el Festival FICCO de este año. Había hecho su debut en el Festival de Cannes 2008, donde Maradona se mostró satisfecho con el trabajo de su nuevo amigo. A pesar de ello, no puedo más que calificarlo como decepcionante.

En primer lugar, es poco elegante que haya elegido un formato inaugurado por Michael Moore, en el que el documentalista está a punto de ser, o es, en cada escena, el personaje principal. Con Moore funciona porque él mismo es el artífice de la confrontación, convence a sus entrevistados de actuar ante el conflicto —posición también criticable, por cierto. Pero frente a una figura como Maradona, la presencia insistente del director y la llana comparación entre la trayectoria del futbolista con algunas de sus películas, conforman una postura sospechosa y desagradable.

En segundo lugar, no puedo más que calificarlo de decepcionante porque el material se siente mal organizado y confuso. El largometraje se interrumpe a ratos con animaciones repetitivas e inútiles en las que Bush, la reina de Inglaterra y Maradona juegan futbol violentamente. Hay poca disertación en las contradicciones del personaje, en sus triunfos frente a sus grandes recaídas; en cambio, aparece como un hombre maduro y arrepentido al que el director no logra exprimirle ninguna información que no haya sido dicha en su momento a los medios. No hay una verdadera comunión. Falta Maradona, el futbolista, frente a Diego. Tiene tres momentos valiosos: la visita de Maradona a Serbia, país de donde Kusturica es originario; cuando se nos revela cantando con sus hijas adolescentes “La mano de Dios”, canción que Andrés Calamaro le compuso, y, finalmente, el material documental que incluye una entrevista a su hermano pequeño, una selección de sus mejores goles y algunas películas en Super 8, filmadas por su esposa, que lo muestran como padre de familia.

Maradona no fue solamente un gran jugador, unió a su país en momentos muy duros. Empezó a meter goles por todo el mundo cuando Argentina todavía sufría la dictadura militar; eligió al Boca (el equipo popular) dejando de lado la mayor oferta, ofrecida por el River Plate; derrotó a Inglaterra cuatro años después de la guerra de las Malvinas e iluminó al Napoli con varios títulos. Sus hazañas fueron las de su gente. Hay decisiones en su carrera que, desde luego, son criticables: el consumo de drogas, la agresividad contra sus oponentes e incluso, si se quiere, su simpatía con Fidel Castro. Y aunque toda esta información está en el documental, el director no parece usarla para hacer un retrato del emblemático y complejo individuo que tiene frente a él y se queda en la peor de las acepciones del fanatismo.

En 1993 hice un viaje a Argentina con mi madre. No había cumplido los doce años y, como el boleto para menores costaba la mitad, decidió darle a mi abuela una gran sorpresa. Ese verano se jugaba la Copa América en Ecuador. En cada visita que hicimos a tíos, primos, amigos y colegas de mi madre a lo largo y ancho de Córdoba, había un televisor encendido con el partido en turno. Nunca antes había podido atestiguar la dimensión social del futbol.

El 4 de julio, un día antes de regresar a México, estábamos en Buenos Aires. Mi madre tenía algo que hacer después de la comida, nunca supe qué. Me dejó esperándola en el centro, dentro de un café muy tranquilo, casi vacío. Sin darme cuenta, en esas vacaciones había seguido todo el torneo mientras ella se reencontraba una vez más con su tierra y ahora presenciaba, con un extraño entusiasmo y en el único televisor del lugar, la transmisión de la final. Se disputaban el título Argentina y México. El país de mis padres contra el país donde nací.

Recuerdo que de pronto me rodearon hombres entre los 50 y 60 años en algo que ya no era un café sino un bar. Sentí como si estuviera entre los 50 mil espectadores reunidos en el Estadio Monumental Guayaquil aquella tarde. La acción empezó en el segundo tiempo. Batistuta recibió un pase desde media cancha, burló a los defensas mexicanos y consiguió el primer gol del encuentro. No supe si debía festejar. Minutos después, el árbitro sancionó una monumental tacleada de Goycochea sobre Zague con la pena máxima; “El Maestro” Galindo ejecutó el penal que igualaba el marcador a un gol. Tuve el impulso natural de levantarme a gritar, pero el miedo me contuvo. Me quedé sentada mientras la desilusión y el disgusto colmaban a la concurrencia. Cuando faltaban quince minutos para el final, gracias a un saque de banda de Simeone, Batistuta metió el gol que coronó a Argentina. Sentí una mezcla de tristeza y alegría, algo realmente inexplicable. Por suerte, mi madre regresó justo en medio de esa disyuntiva sentimental. Se veía sorprendida y aliviada. Sorprendida porque no esperaba encontrarme sentada en un bar y aliviada porque llegó unos minutos antes de que las calles se abarrotaran de gente.

En el trayecto al hotel caminamos con la muchedumbre albiceleste. Todavía asustada, observé a la gente congregarse con un entusiasmo amigable. Algunos tiraban confeti azul y blanco desde las ventanas de sus departamentos. Otros cantaban a coro con una enorme ola que resonaba desde muchas cuadras adelante, en perfecto ritmo con cientos de tambores. Tampoco había visto algo así en mi vida. Me conmovió. En México las cosas suceden de otra forma, la celebración suele ser más extrema y menos unida.

He escuchado muchas veces que no ha vuelto a verse una selección mexicana como la que jugó esa Copa: Hugo Sánchez frente a Goycochea, Campos frente a Batistuta, Ramírez frente a Ruggeri, Galindo frente a Simeone. Del mismo modo, en todas las casas que visité aquel viaje, incluso donde me tocó ver la final, la gente repetía que aunque Batistuta era muy bueno, no habría otro jugador como Maradona.

Coincido con Kusturica en que ante una transmisión de futbol es imposible pedir la atención de un varón. He visto a mis amigos, a mi padre, a mi hermano y a mi novio absortos en los partidos más aburridos de la historia. Tal vez, como muchos otros, buscan una figura que como Maradona aparezca de pronto para salvar a su equipo y hacerlos campeones. Aunque Maradona no jugó en la Copa América de 1993, estoy segura de que fue él quien provocó y provoca en la afición argentina ese sentimiento de alegría, fraternidad y convivencia; fue él quien hizo sentir triunfante a un pueblo azotado por la tristeza y el dolor del exilio. Eso tampoco está en el trabajo de Kusturica.

No sé mucho de futbol, pero creo que un documental sobre Maradona debería proponer, al menos, una visión de todos los personajes que encarna: tan víctima como victimario. Tan héroe como villano. Tan Dios como demonio. Tan terrícola como marciano. El de Kusturica es parcial, se queda corto. No es el testimonio que merece un amigo al que se admira tanto, porque no construye una verdadera empatía con él. Ahora entiendo que yo tuve esa oportunidad cuando, casi por azar, me encontré con su fantasma rondando en las calles de Buenos Aires y en el café que me adoptó aquel día, pues me permitió ser parte de un festejo que sólo era mío por genealogía y no por convicción.

– Verónica Gerber

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(ciudad de México, 1981). Artista visual que escribe.


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