Paradjánov vivo

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Es terrible que en la resurrección de Serguéi Paradjánov, que este año también ha llegado a España, se hable tanto de su tragedia, habiendo sido el gran cineasta armenio, según todos los relatos visuales, orales y escritos que de él se conservan, un hombre extrovertido, locuaz, en quien el humor histriónico era el rasgo mayor de su personalidad y la base de su arte. La implacable persecución carcelaria que sufrió por parte de los mandatarios soviéticos a lo largo de casi tres décadas, la censura y manipulación de su cine, así como su amistad honda con Andréi Tarkovski, al que, siendo ocho años mayor que el autor de Solaris, consideraba su maestro, han dado forma a una leyenda y a más de un filme de ficción; aquí solo trataremos de su obra a través de los cuatro títulos reconocidos por el autor y en especial Sayat Nova, que, recientemente restaurado por la Cineteca de Bolonia, se ha visto a lo largo de 2016 en numerosas pantallas del circuito español no comercial.

En Esculpir en el tiempo, su libro de reflexiones cinematográficas, Tarkovski se refirió a las “pocas personas geniales en toda la historia del cine: Bresson, Mizoguchi, Dovzhenko, Paradjánov, Buñuel”. A primera vista, la estética del ruso y la del armenio-georgiano parecen divergentes, si no opuestas. Ambos hacen, indiscutiblemente, un cine de poesía, pero, más allá de un difuso fondo espiritualista y una obsesión compartida por las figuraciones zoológicas y frutales, allí donde Tarkovski, sobre todo a partir de Solaris, filosofa herméticamente, Paradjánov se entrega sin pudor al bel canto de la imaginería, realzando sus danzas melódicas con arabescos y coloraturas que no tienen, a mi entender, comparación con las de ningún otro director. Excepto uno, de Hollywood, del que hablaremos más tarde.

Los dos amigos fueron, en cualquier caso, creadores que no se ponían freno a sí mismos, y de ahí que, por encima de su común inclinación a los místicos y los anacoretas (el pintor de iconos Rublev, el poeta ambulante Sayat Nova, el trovador Kerib), lo que inquietaba de ambos a las autoridades posestalinistas era lo insondable de su extralimitación. ¿Adónde podían llegar uno y otro en su tratamiento metafórico del automarginado, del visionario, del explorador de mundos ajenos al real?

Después de siete títulos de obediencia ideológica o encargo que Paradjánov borró de su filmografía, la primera película en darle notoriedad fuera de la urss fue Los corceles de fuego (de 1964, y conocida en el ámbito anglosajón como La sombra de los antepasados olvidados), un drama de jóvenes amantes separados por venganzas familiares y sortilegios. Ya en ese filme, inspirado en un antiguo cuento cárpato, aparecen los componentes formales e iconográficos de su cine: los ritos, no siempre sagrados, la canción popular, el himno eclesiástico, la frontalidad del encuadre a modo de marco estático repleto de color, la titulación por capítulos, el poso telúrico y el vuelo pictórico. El plano final de los ocho niños traviesos que miran por otros tantos ventanucos el ataúd del desdichado protagonista es memorable, como todo cuadro romántico cuando está aliviado por el capricho humorístico y la fantasía onírica. A continuación, y tras muchas dificultades de producción, rodó la ya citada Sayat Nova (1969), que suele ser llamada El color de la granada.

((El color de la granada se llama también el libro ganador del último premio Loewe a la Creación Joven, obra de la poeta ecuatoriana Carla Badillo Coronado (Visor, Madrid, 2016), que evoca y glosa la figura del trovador dieciochesco, entrelazándola con alusiones a la del cineasta Paradjánov. Badillo dedica su poemario a ambos artistas armenios separados por una diferencia de más de dos siglos.
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Su eclosión lírica, que empieza en las primeras tomas y nunca desfallece en su breve metraje de setenta minutos, produce tal estímulo que, si el espectador desatiende el sentido y se deja llevar por el sinsentido, el goce sensual será de una abundancia intoxicante.

La máquina estatal, que había pagado con recelo el abultado presupuesto de Sayat Nova, la consideró, una vez acabada, imposible de estrenar, y se la entregó al veterano director Serguéi Yutkévich. Profesor en Moscú de Paradjánov, dentro del Instituto Estatal de Cinematografía (VGIK), Yutkévich la remontó, con numerosos cortes, dándole una estructura lineal y cambiando la lengua armenia original por el ruso, y esa versión estrenada en 1971 es la que llegó entonces a Occidente, con notable repercusión. Vista hoy en su –dentro de lo posible– óptimo formato original, Sayat Nova se revela como el primer segmento de un retablo completado, tras quince años de penalidades, por las siguientes La leyenda de la fortaleza de Suram (1985), fábula de maravillas esotéricas, también sobre un amor desgraciado, en la que la sacralidad religiosa alterna con las orgías paganas, y Ashik Kerib, realizada, en 1988, dos años antes de su muerte, a partir de un relato orientalista de Lérmontov.

Las tres piezas maestras nos abruman con su refinado esteticismo, en el que Paradjánov, un hombre muy de la tierra, sabe introducir de vez en cuando, audazmente, trazos gruesos y pantomima pueril. Es un artista de lo exagerado, un gran grotesco a quien la línea dramática despreocupa; de ahí que al plasmar sus historias con una teatralidad ingenua no necesite buenos actores. Como hacía Pasolini a menudo, Paradjánov elige a campesinos o aficionados del lugar para sus amplios repartos, aunque tampoco en su caso los protagonistas sepan actuar. Quedan como figuras vistosas y exquisitamente adornadas de un caleidoscopio en movimiento perpetuo, que sigue más las cadencias musicales que la urdimbre de la palabra.

En el apogeo de coreografías ilusionistas de Ashik Kerib me acordé de Busby Berkeley, otro genial inventor de formas que escapaba de los argumentos ñoños de sus comedias por medio de “extravaganzas” bailables. En la película última de Paradjánov, el cuento medieval se cierra con una hermosa, sobrecargada fantasmagoría geométrica, y el espejismo de un vuelo. El de una paloma que acompaña en su fiesta nupcial a los novios, aquí con final feliz, mientras una cartela explicativa, de las muchas que utilizaba el cineasta, señala: “Honores al padre de la novia.” La paloma recibe entonces en su pico el beso del novio y va a posarse, incongruentemente, encima de una moderna cámara de cine. Y la cartela final: “Dedicada a la memoria de Andréi Tarkovski.” ~

 

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Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).


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