Somos lo que hay

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La historia de la ciudad de México, como la de muchas grandes ciudades, es también una historia de canibalismo. Canibalismo metafórico, claro, pero también literal. “Estos caualleros del sol –escribe fray Diego Durán en su capítulo “Sobre la solenidad y sacrificio que á la piedra llamada Cuauxicalli se hiço”– “tenian sus insinias y sus señales en que se conocian y diferenciaban de los otros, y solo ellos celebrauan la fiesta del sol y de comer carne humana…” En la historia de la ciudad hay carne humana cocida al vapor, cruda como una tártara, comida envuelta en un tamal o servida de relleno en un bollo. Canibalismo por coraje, por capricho y por placer. La más reciente adición a esa curiosa historia gastronómica chilanga es Somos lo que hay (2010) de Jorge Michel Grau.

Bien paseada por el circuito de festivales (Guadalajara en marzo, Cannes en mayo, Nueva York hace unos días), Somos lo que hay puede resumirse así: tras la muerte tóxica del padre (y “líder”) de una familia de caníbales, la madre y los chamacos –Alfredo el mayor, Sabina y Julián– deben arreglárselas para traer a casa el humano jamón. Los chicos intentarán, primero, pepenar un niño de la calle; después, una prostituta; al final, un gay del metro Insurgentes. La madre –interpretada con ocasional brillantez por Carmen Beato– devolverá a la puta cual carne echada a perder y a su vez levantará a un sabroso taxista. En las borrosas razones de la carnicería hay un ritual, probablemente religioso, que marcha contrarreloj.

La premisa se antoja muchísimo. El producto, sin embargo, está marcado por la desigualdad y acaso por la desorientación. Desigualdad de tono: la película dubita entre la comedia negra, la comedia burda, la comedia de costumbres (retorcidas); entre el horror gore, el horror “psicológico” (o algo así: el director cita la influencia de Michael Haneke), el horror puerco y ese otro horror familiar a la mexicana acaudillado por Ripstein intermitentemente desde El castillo de la pureza hasta Principio y fin y seguramente más para acá.

Los chistes pegan sólo a veces. Por ejemplo, en la gustosa interacción del agente funerario Tito (Daniel Jiménez Cacho) y su parna Juan Carlos Colombo, personajes extraídos de La invención de Cronos (1992) de Guillermo del Toro que francamente merecerían su propia serie de televisión; o en ese momento de incomodidad familiar cuando los caníbales y sus víctimas se encuentran en la cocina y, por un instante, todos parecen preguntarse “¿qué estamos haciendo aquí?” Pero lo cierto es que el resto del tiempo al humor de Grau suele fallarle el tino: las referencias a Calderón o a la “indiferencia de la sociedad” o a “la desintegración de la familia” –las comillas no son caprichosas–, por ejemplo, son de pastelazo verbal.

También las actuaciones son indecisas: fuera de los destellos de Carmen Beato (ejemplo, el arranque nostálgico y macabro en que recuerda que sus chilpayatitos jugaban a envolverse como tacos), los jóvenes están desapegados de sus personajes, los judiciales parecen movidos por el desgano, los actores de pequeñas partes son prácticamente inexistentes –salvo aquella que interpreta a la lideresa de ambulantes, más intimidante que Alejandra Barrios.

El desconcierto, finalmente, se extiende a su ejecución: apesadumbrada por un diseño sonoro que se mueve entre la estridencia, la cacofonía y el subrayado musical cargado de obviedad, editada con discontinuidad, rengueante, Somos lo que hay sólo cobra brío verdadero en los últimos quince minutos: histeria, violencia desatada, gritos, cuerpos abiertos en canal, filmados con nervio y mano firme. No es mucho –es, digamos, un bocadillo, una tapa, un entremés– pero es algo.

-Alonso Ruvalcaba

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Escritor. Autor de los cómics Gabriel en su laberinto y Una gran chica (2012)


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