Nochebuena sin saberlo

Reconocíamos las torres de oficinas y viviendas y las cúpulas de las iglesias, y al verla así iluminada, voluminosa y distante, la ciudad me pareció verdaderamente y por fin una metrópolis.
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Todo el día hubo bruma y la ciudad parecía escandinava, y nosotras más parecíamos personajes de Aki Kaurismӓki que de Bergman. Busco si Finlandia pertenece a Escandinavia y veo que geográficamente no pero que administrativamente sí, y un poco más abajo aparecen sugerencias de preguntas, por ejemplo si es verdad que Escandinavia es el mejor sitio para vivir, y la respuesta se permite algunas dudas, y acto seguido me acuerdo de una historia que me contaron sobre un compatriota nuestro que vivía en Suecia y que una noche de ventisca en que había cenado en casa de unos amigos se ofreció a llevar en coche a otro invitado que había bebido tanto que no podía ni andar, y como seguía nevando quiso dejarlo en la mismísima puerta de su casa para asegurarse de que no se desmayaba en la nieve, y que para llegar hasta la casa al final de la calle desierta que no conocía tuvo que recorrer unos metros en dirección prohibida, y que al cabo de unas semanas le llegó una multa de tráfico y cuando se lo contó al tipo este le dijo que le había denunciado él mismo, porque había hecho algo que estaba prohibido.

Ahora pienso que la historia se desmorona un poco, porque si estaba tan borracho cómo es que se dio cuenta de que el conductor lo llevaba en sentido contrario, o bien puede que la casa fuese inaccesible en coche, pero eso revelaría un problema no resuelto en plena Escandinavia, y entonces la pregunta sobre la mejor vida tampoco tendría sentido, pero bueno, la historia se cuenta para ilustrar los diferentes caracteres nacionales.

Aparcamos casi de noche en una calle con un nombre que sonaba vasco, y nos dijimos que no lo olvidaríamos, el nombre. Resolvimos no recurrir al teléfono para orientarnos. Nos internamos en el parque desolado. Las ramas de los árboles sin hojas eran rayajos en el cielo blanquecino, que recibía la luz de los barrios distantes, las diferentes iluminaciones, y desde una colina en el centro se veía la ciudad al otro lado del río en forma de media luna y no de almendra. Ahora todo se veía a simple vista como a través de un teleobjetivo, porque es pereza mental que en cincuenta milímetros remede la visión real, y los edificios más altos habían cambiado de sitio, como si alguien con unas manos gigantes hubiese oprimido lenta y cuidadosamente la ciudad por los lados hasta dejarla muy estrecha y eso hubiese obligado a las manzanas a recolocarse.

Reconocíamos las torres de oficinas y viviendas y las cúpulas de las iglesias, y al verla así iluminada, voluminosa y distante, la ciudad me pareció verdaderamente y por fin una metrópolis, y entendí que para quienes siempre es así es para los adolescentes del barrio cuando van a fumar porros o a beber litronas o a leer a François Villon o al poeta que lean o a hacer cosas con sus teléfonos en los dos o tres bancos que me parecieron el mejor observatorio de la ciudad, algo apartado. Imagen de los adolescentes convocada por el coche de la policía municipal que rondaba. Pero los policías no estaban ahuyentado a los adolescentes que no había sino que se fumaron un pitillo contemplando el gratuito y diario espectáculo luminoso y se fueron.  

Junto al parque, en un solar rodeado de edificios, había un circo. Las ventanas de las casas despedían luz y la enorme tienda rayada despedía una canción de Queen, y todo parecía muy solitario. G dijo que sabía que estaban en el número de acrobacias porque había visto temblar el cartel que coronaba la tienda. Yo esperé unos segundos pero no vi repetirse el temblor. Un poco más allá estaban las caravanas, aparcadas como animales durmiendo, y G me señaló la del jefe. Cuando rodeamos el circo me habló de un psiquiatra neoyorquino que en los años setenta quiso averiguar el peso de la genética en el carácter y en la vida en general a través de unos experimentos que consistían en separar a mellizos al nacer. Un bestia, dijimos. Ahora habrá muchos cuarentones y cincuentones en Estados Unidos que echen de menos algo indefinido.

Hay un documental famoso sobre unos trillizos separados al nacer, que se reencontraron a los veinte años y eran asombrosamente iguales, no solo físicamente. Nos paramos al lado de un arbusto inquietante a mirar en el teléfono la foto de unas niñas gemelas que dormían cogidas de la mano y nos acordamos de las fotos de los bebés prematuros que en la incubadora se pasan el brazo por encima del hombro.

Cuando nos sentamos estábamos de un humor raro y cambiante. De pronto nos reíamos y al cabo de un minuto sentíamos pesar y llorábamos. En la mesa de al lado se sentó un divorciado con su hija de unos diez años. El padre le preguntaba qué le apetecía, pero cada vez que ella proponía algo él contraatacaba: “¿No crees que es mejor más bien esto otro?”. Y ganaba él, que tenía la cartera. No tardaron en darse cuenta de que podíamos salvarles la noche si se asomaban a nuestras extrañas conversaciones, y cuanto más hablábamos nosotras menos hablaban ellos, y de una manera más mecánica, para acoplar sus silencios a nuestro ritmo y no perder el hilo. Así que nos dijimos: hagamos este teatro para el padre divorciado y la hija estupefacta.  No creo que fuese fácil de seguir lo que decíamos porque es una conversación de más de veinte años que está hecha ya de muchos sobreentendidos, pero quizá a él le gustaba captar algunas frases sueltas sobre el amor y los caminos sin salida, que forzábamos un poco, y ella miraba atónita a G, cómo le brillaba la lágrima como un maquillaje fantasioso.

Más tarde en sueños se me acercó con mucha familiaridad un tipo que detesto. Es posible que hayamos celebrado la Nochebuena sin darnos cuenta.

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Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).


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