Aloma Rodríguez

Cartas transatlánticas I

Una correspondencia de verano a dos orillas y ocho manos, un viaje de ida y vuelta de México a España a través de cartas, el primer cruce habla de los veranos de la infancia.
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Queridos Aloma, Florencia y Ricardo:

Empiezo en plan de oda nostálgica a aquellos veranos eternos de mi infancia, viendo caricaturas por la mañana, jugando en el jardín de la casa, anticipando algún viaje a la playa o, al menos, a casa de mi abuela en una ciudad de provincia. Veranos en los que el tiempo parecía extenderse fuera de los límites del segundero y del calendario, en los que todo era dicha y vagancia.

Aloma, tuiteaste (¿xeaste?) hace poco que tienes planes de viajar en autocaravana a París en próximas semanas. Además de cierta envidia de naturaleza geográfica, esos planes me despiertan nostalgias específicas. Cuando era niño, con mi familia viajamos por México por carretera. Teníamos un pequeño remolque con dos sillones y una mesa que se convertían en cama, una cocineta, una regadera y compuertas por todos lados para guardar cosas, que jalábamos con una camioneta pick up. Con eso pisamos varias partes del país, y recuerdo particularmente el sureste. Las playas de lo que hoy se conoce como Riviera Maya apenas eran conocidas, Cancún no rebasaba los cien mil habitantes, llegar a Uxmal, Chichen Itzá y otras ruinas mayas tenía todavía un dejo de aventura.

En este punto, me es inevitable pensar en una disyuntiva estilo Matrix, entre la pelota de playa roja y la pelota azul. Es decir, entre un recorrido nostálgico bañado en la luz dorada de las películas de Hollywood, o entre uno bañado por la luz inerte y blanquecina filtrada por el aire contaminado.

Ese segundo camino me lleva a pensar que en las ruinas mayas de mi infancia no había centros comerciales destinados a la venta de souvenirs fabricados en China, como hoy. En las playas no se hablaba de crisis climática, turismo de masas, deforestación o extinciones masivas (aunque todo esto ya estaba en marcha). Las carreteras de México eran transitables y uno no temía ser asaltado. Los destinos turísticos eran austeros, pero no inhóspitos. 

Ni ese México y ni ese mundo de los años ochenta existen más. Uno puede optar por una nostalgia sanitizada o por una nostalgia realista. La nostalgia sanitizada, obviamente, reconforta. La otra nostalgia sirve como recordatorio de que en los viajes uno también constata lo mucho que las cosas se descomponen con el tiempo. Obviamente hay aquí una cita que no tengo a la mano, que dirá en mejores palabras lo que quiero decir.

En todo caso, Aloma, Florencia, Ricardo, no quiero enturbiar su espíritu veraniego. Seguimos queriendo vacaciones y seguimos queriendo viajar. Viva el verano.

Abrazos,

Emilio Rivaud

***

Queridos todos: 

Emilio, hablas de los veranos y te sale la infancia, un poco como el gato que se escapa en cuanto abres la puerta para recibir un paquete. Es curioso porque los veranos de la infancia suelen ser aburridos: si pienso qué es lo que más hacía de niña en verano, me veo aburrida en diferentes lugares, hay muchos pueblos de Teruel, horas muertas, una especie de espera eterna para que comenzara la aventura que se intuía que debía de ser el verano. 

México es otra liga: imagínate veranear en Riviera Maya antes de que sea Riviera Maya. No he estado en México y creo que nada me ha dado tantas ganas de ir como unos cuentos de Lucia Berlin. 

Tenemos ese plan familiar que me parece divertido y que probablemente los niños recordarán vagamente, mezclado con alguna anécdota de otro viaje. Mientras, este verano vuelvo a viajar mucho a otro pueblo de Teruel, porque mi novio, su hermana y su madre han comprado una casa –la han adecentado en un tiempo récord–. El pueblo de la familia de mi novio está a 5 km del pueblo de la familia de mi madre. Me siento un poco como el criado de La muerte en Samarra y me imagino un diálogo un poco de Jason Bourne: no importa lo rápido que corras, tus pesadillas acaban alcanzándote. Pero lo que más me molesta, es que en realidad, no es tan terrible: las vistas son increíbles y casi puedo leer tranquila. No hay ruido ni muchas distracciones y salimos a pasear y vimos un águila o un buitre, no nos hemos puesto de acuerdo aún. 

Mi amigo S lo llama “hacer memoria” o “crear memoria”, son esas cosas que haces para que cuando los niños sean adultos tengan un recuerdo feliz o algo así. Quizá es la paradoja matemática de la nostalgia –de la que hablaba Kundera– hecha semilla y sembrada una y mil veces. No sé por qué de Kundera mi cabeza me ha llevado a Nanni Moretti (Europa, sí sé) –en España se va a reestrenar Caro diario en cines el 7 de septiembre–, y de ahí a los cines de verano: al de Orihuela, Alicante, concretamente, al que nos llevaba mi tía cuando íbamos a pasar allí unos días mi hermano mayor y yo. 

Pero para mí el verano siempre es a través de la ventanilla de un coche. 

Besos y buen verano, claro, 

Aloma Rodríguez

***

Queridos amigos:

Un pino se mece suavemente frente a mi ventana. Me imagino en un bosque, el clima fresco, el silencio. El cielo rompe el encantamiento: su celeste deslavado por nubes diluidas en el smog me recuerda que sigo en la Ciudad de México. Para mí las vacaciones han sido siempre extrañas. Pertenezco a esa lamentable especie que siente que no hacer nada es casi un pecado, que dejarse ser y existir en un sitio determinado, con la intención de hacerlo allí, es una suerte de locura, porque en cierto sentido creo que el descanso en cualquier lugar es igual, incluso frente a este extraño pino plantado en una feroz avenida recorrida por autos y trailers a toda hora. Y no piensen que esto significa que no amo viajar. Mi problema es, quizá, que soy demasiado distraída y fantasiosa. 

Me explico: las veces que viajo con la intención de “vacacionar”, suelo cargarme de actividades que, considero, corresponden al destino en cuestión y los planes terminan convertidos en situaciones ridículas. Pasó, por ejemplo, una vez que viajé a Venecia. Imaginaba que estar ahí ameritaba fumar unos cigarros. Como no fumaba, investigué si en mi escala en Madrid podía comprar unos falsos, de esos hechos a base de clavo y otras hierbas, y así lo hice. De Barajas al centro en metro, viaje ida y vuelta a una pequeña tienda, y a tomar mi vuelo a Venecia.

Llegué de noche, los edificios se imponían desde las penumbras como viejas y enormes tumbas. Navegué en una barcaza desvencijada (mi presupuesto era magro) hasta llegar a mi B&B. La habitación era enorme. Su ventana me daba acceso a algo más semejante a un pasillo que a una calle. Podía ver a mis vecinos de enfrente realizando las actividades más peregrinas. Le dediqué un buen rato al vouyerismo, entre la curiosidad y el insomnio. 

Debo admitir: había leído Venecia de Joseph Brodsky. Me había influenciado su visión preciosa de esta ciudad. Pero no había tomado en cuenta que él se retiraba allí solo en invierno.

Al día siguiente me desperté y salí a caminar hasta que encontré un café que me gustó. Me senté a observar. Voces ininteligibles en idiomas variados, hordas de turistas sudando como perros en el calor infernal de agosto. Familias amontonadas en un pequeño puente haciendo fotos de los canales. Yo misma sofocada por el calor desde mi esquina. Encendí mi falso cigarro. Sentí que respiraba fuego: era el aire del verano, solo aire. El falso cigarro, una simulación hecha de espuma con sabor a nada, resultaba tan ridículo como los que jugábamos a fumar de niños con mis hermanos, que se vendían en cualquier tienda como si fuera una golosina más. Ahora que releo mi carta, veo que esto me hace pensar ya no en las vacaciones ni en el verano, sino en la infancia salvaje, la de quienes vivimos en un tiempo en que uno se divertía fumando un rollo de papel con talco y no existía mayor peligro que volverse un adulto soñando que vacaciona desde un departamento ubicado en plena y monstruosa ciudad.

Los saluda con cariño y disgregación sin sentido,

Florencia Molfino

PD: Espero, querida Aloma, que tus niños también se diviertan salvajemente en Teruel. 

***

Queridos amigos,

Aqui Ricky. Si os hubiera escrito ayer, habría estado en Murcia, en la casa de la playa familiar donde vive mi padre. Es donde me refugio los veranos, sobre todo cuando no tengo dinero para ir a otro lado. Es una casa pegada al mar y mi padre tiene tres perros. A veces no necesito más. Si os escribiera mañana lo haría desde Astorga, el pueblo natal de mi madre en León: pasaré unos días ahí antes de marcharme a Portugal. Voy a un festival en el norte del país que se llama Paredes de Coura. Es como un Primavera Sound o un Lollapalooza pequeñito y para treintañeros; hay pocos conciertos pero bien elegidos (y no hay que hacerse un documento de Excel para coordinar los horarios) y, sobre todo, hay puestos de café y vinho verde en lugar de colas eternas para una cerveza caliente y un hot dog overpriced. Creo que todo español acaba tarde o temprano romantizando Portugal. Should I move here?, como dice un meme en tiktok sobre la gente que viaja a un sitio y no le basta con visitarlo: quiere mudarse ahí. Me ocurre mucho. Tengo muchas ganas de ver un grupo canadiense que se llama Crack Cloud, que hace un post-punk muy bailable. Probad a escuchar la canción “Costly engineered illusion” si os gusta, por ejemplo, Bowie. 

Me da mucha envidia el plan de Aloma del viaje en caravana. En mi familia hacíamos algo parecido, pero en barco. Mis padres alquilaban un barquito para navegar los canales del sur de Francia. La velocidad era ridícula, unos 5km/h, yo recuerdo conducirlos con diez años. Pero esa limitación se compensaba con la total libertad para amarrar donde queríamos. Si nos gustaba un sitio en el lateral del canal simplemente nos acercábamos a la orilla, clavábamos unas estacas en la tierra y amarrábamos el barco. Teníamos bicis, que usábamos para ir al pueblo más cercano, comprar unas baguettes y queso. A veces mi padre jugaba a la petanca con los ancianos, yo intentaba pescar. Hace veinte años eran unas vacaciones más o menos caras, pero asequibles. Hoy he visto que se han glamurizado y la idea de ir en barcos viejos y jubilados con el motor trucado ya no es una opción. Creo que esta nostalgia es realista y no sanitizada, por usar tus categorías, Emilio. Hay cosas que cambian irreversiblemente y el lamento por su pérdida es totalmente legítimo. Pienso en la célebre cita de Michael Oakeshott sobre el conservadurismo, que a veces es más un temperamento que una ideología: todos somos conservadores con lo que queremos. “Una tormenta que barre una arboleda y transforma nuestro paisaje favorito, la muerte de los amigos, el adormecimiento de la amistad, la caída en desuso de hábitos de comportamiento, la jubilación del payaso favorito, el exilio involuntario, los reveses de la fortuna, la pérdida de habilidades de las que se han gozado y su reemplazo por otras: se trata de cambios, quizá ninguno sin sus compensaciones, que el hombre de temperamento conservador inevitablemente lamenta”. Todos los veranos, como el personaje de El rayo verde de Rohmer, caigo en esa melancolía o nostalgia. Los veranos de infancia y juventud son para el aburrimiento; los de madurez son para la melancolía y para echar de menos los veranos pasados. 

Un abrazo desde la carretera.

Ricardo Dudda

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es editora y periodista. Es editora de redes sociales de Letraslibres.com.

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Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).

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es editor digital de Letras Libres.

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