En mi biblioteca tengo una buena cantidad de discursos clásicos de Lisias, Dion de Prusa, Isócrates, Juliano, Antifonte, Elio Aristides, entre otros, y por supuesto Demóstenes, Cicerón y los Catones. Sobre todo son políticos, legales o religiosos. A veces son meros ejercicios para educar alumnos en el oficio de escribir y pronunciar discursos.
El primer discurso en el compendio de Antifonte es un texto forense en el que un hombre solicita a los jueces castigo para su madrastra por haber asesinado con veneno a su padre y a un amigo. “Hoy por hoy, yo estimo que, de la misma manera que a aquel infortunado esta mujer lo mató sin un punto de conmiseración ni de duelo, así mismo ha de morir también ella por el poder de ustedes y por el de la justicia.”
Por supuesto, el más famoso de la antigüedad es el discurso fúnebre de Pericles, al terminar el primer año de la Guerra del Peloponeso. “Tenemos un régimen político que no emula las leyes de otros pueblos, y más que imitadores de los demás, somos un modelo a seguir. Su nombre, debido a que el gobierno no depende de unos pocos sino de la mayoría, es democracia.” Entre el público que escuchaba a Pericles bien pudieron estar Sócrates, Sófocles, Eurípides y, sin duda, Tucídides.
Cuando uno escucha o lee la arenga de Aníbal a sus tropas, dan ganas de luchar:
Pueden ser apocados y cobardes quienes tienen adónde volver la vista tras de sí, los que puedan huir por caminos seguros y pacíficos hacia sus propias tierras donde serán bien recibidos; pero ustedes no tienen más remedio que ser guerreros valientes, y al estar cerrada cualquier otra salida que no sea la victoria o la muerte por faltar por completo una esperanza, deben vencer, o si la fortuna se tambalea, buscar la muerte en el combate antes que en la huida. Si todos tienen esto bien grabado y decidido en la mente, ya han vencido; los dioses inmortales no le han otorgado al hombre ninguna otra arma más poderosa que el desprecio a la muerte.
El Sermón de la Montaña es otro admirable discurso, digno de orador ateniense, sobre todo en la versión de Mateo.
De ciertos discursos famosos quedan frases memorables, sobre todo en inglés. “This was their finest hour”, dijo Churchil. “I have a dream”, dijo Martin Luther King. “Ich bin ein Berliner”, dijo John F. Kennedy. “Mr. Gorbachev, tear down this wall”, dijo Ronald Reagan.
En español, quizás el discurso más famoso sea el de las armas y las letras que pronuncia don Quijote. “Siendo, pues, ansí, que las armas requieren espíritu como las letras, veamos ahora cuál de los dos espíritus, el del letrado o el del guerrero, trabaja más.”
Y ya entrados en discursos literarios, cualquier lector medio conocerá el discurso del Día de San Crispín. “We few, we happy few, we band of brothers; for he today that sheds his blood with me shall be my brother.”
O está el predicador de Moby Dick que hace un mejor Jonás que la propia Biblia.
Ese barco, amigos míos, fue el primer barco contrabandista que se registra: el contrabando era Jonás. Pero el mar se rebela: no quiere sostener la carga maldita. Se acerca una terrible tempestad, y el barco está a punto de deshacerse. Entonces, cuando el contramaestre llama a toda la tripulación a descargar; cuando cajas, fardos y tinajas se arrojan con estrépito por la borda; cuando el viento aúlla, y los hombres gritan, y todas las tablas truenan por los pies que corren encima de la cabeza de Jonás; entre todo ese enfurecido tumulto, Jonás duerme su horrible sueño. No ve el cielo negro y el mar encolerizado, no nota las tablas agitadas, y bien poco escucha ni atiende al lejano rumor de la poderosa ballena, que ya, con la boca abierta, surca el mar persiguiéndole.
Ah, qué grande la prosa de Melville. Para leerse en voz alta.
En México tenemos la tradición anual del discurso llamado informe presidencial. Quizá los fragmentos más recordados sean aquellos de: “Por mi parte, asumo íntegramente la responsabilidad: personal, ética, social, jurídica, política histórica, por las decisiones del gobierno en relación con los sucesos del año pasado”, dicho en 1969; y trece años después: “Es ahora o nunca. Ya nos saquearon. México no se ha acabado. ¡No nos volverán a saquear!”, con lagrimitas y aplausos de pie.
Me puse a pensar en discursos porque en estos días escuchamos desde Qatar uno con méritos para antologarlo entre los peores de la historia. Maltejido, contradictorio, mentiroso, mal informado, embrollado, populachero, moralista, hipócrita, rudimentario, lambiscón, resentido, vendepatrias…
Pero el Señorito de la Fifa no necesita ideas ni ética porque regentea un deporte de ratoncitos. Mientras los cantantes deben responder éticamente y renunciar a maletas repletas de dinero; a los gallardos futbolistas se les domestica con una tarjeta amarilla. Y encima les tocan himnos nacionales como si representaran a su patria. A mí no, bwana.
De la soflama de Infantino solo quiero ocuparme de su frase sobre los tres mil años que Europa debe pasar pidiendo disculpas. Idea tan en boga como mostrenca.
Yo le estoy muy agradecido a Europa por los griegos, por la democracia, por la filosofía, por el teatro, por Homero, por Maratón, por Salamina; gracias por el Renacimiento y el Siglo de las Luces, por los derechos humanos, por la ciencia, por las letras y la libertad, por la seguridad, por Polonia, por los quesos y vinos franceses, por el cerdo ibérico, por la cerveza belga, por la pizza, por los derechos de la mujer, por el Siglo de Oro, por mi idioma, y con él las palabras que pienso y declaro; también por enseñar que sí funcionan uniones como la Unión Europea, y por tantas cosas más que no cabrían en mil páginas.
Saramago escribió: “Italia debería ser el premio por haber venido nosotros a este mundo. Una divinidad cualquiera, encargada realmente de distribuir justicias y no penas, y sabedora de artes, debería murmurarnos al oído al menos una vez en la vida: «¿Naciste? Pues vete a Italia»”.
Iván Turgéniev escribió: “Amo Europa o, para decirlo más exactamente, amo la civilización, esa civilización que tantos de nosotros desprecian. Yo la amo y confío en ella y no tendré otro amor, otra fe.”
(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.