Barack Obama ha tenido una historia complicada con la posibilidad de una reforma migratoria. Desde muy temprano en la campaña presidencial del 2008, Obama enarboló la bandera de la promoción de una reforma legislativa. En plena conquista del voto hispano, prometió que la aprobación de la nueva ley sería una prioridad inmediata de su gobierno. Tristemente, una vez en el poder, Obama eligió otra reforma estructural de complicadísima aprobación: la evolución del sistema de salud del país, tan injusto como el status quo migratorio. La batalla por la reforma de salud fue larga, compleja y dejó a Obama con un capital político desgastado. A continuación, y a sabiendas de que necesitaría el apoyo republicano para la reforma migratoria, Obama hizo una apuesta dolorosa y, sospecho, contra su propia naturaleza de político progresista: estableció una política de deportación severa. El cálculo tenía (cierto) sentido: demostrarle a los republicanos que el presidente demócrata se tomaba en serio la seguridad fronteriza y el cumplimento de las leyes migratorias para poder luego convencerlos de apoyar un cambio profundo y sensato. Durante al menos dos años, la maquinaria de deportación de Obama actuó con rudeza implacable. Imagine el lector esta cifra: durante el gobierno de Barack Obama, más de 5 mil niños han sido enviados al sistema de hogares temporales tras haber sufrido la deportación de sus padres. ¡5 mil niños! En el 2011, las cosas mejoraron un poco con una serie de memorandos del Departamento de Seguridad Interior, pero la política de deportación siguió separando miles de familias. ¿Cómo reaccionaron los republicanos? ¿Le dieron crédito a Obama ante la evidencia, ante las cifras inéditas de deportación? En lo más mínimo. A pesar de que los senadores republicanos (algunos) apoyaron un proyecto de ley bipartidista, los conservadores en la Cámara de Representantes no solo no respaldaron la idea, sino que tacharon a Obama de “poco confiable” a la hora de hacer valer la ley. ¡Poco confiable a pesar de haber deportado a más indocumentados que ningún otro presidente en la historia! Para Obama, fue perder-perder: no solo los republicanos no le dieron crédito; dolidas, las organizaciones hispanas le pasaron una enorme factura. Al final, Obama se quedó sin reforma migratoria y con la terrible etiqueta de “deportador en jefe”. El peor de los mundos.
Pero el que ríe al último ríe mejor, o al menos sonríe mejor. La semana pasada, Obama hizo lo único que le quedaba por hacer después de años de frustración. Le dio la espalda a los republicanos y actuó por su cuenta. A través de una orden ejecutiva, Obama otorgó a poco menos de cuatro millones de indocumentados una protección de facto ante la posibilidad de la deportación. A esos cuatro se suma otro millón y medio protegidos en el 2012 con el programa DACA de “acción diferida”, que benefició a jóvenes traídos desde pequeños a Estados Unidos, los llamados dreamers o soñadores. Esta nueva versión de la “acción diferida” no legaliza ni da camino a la ciudadanía a nadie, pero sí sirve para diferir la deportación por tres años en caso de que el candidato demuestre ser padre de un ciudadano estadounidense (o tener un hijo con residencia legal), haber pagado impuestos, carecer de antecedentes criminales y pagar una cuota. Como todas las órdenes ejecutivas, esta es temporal. Si un republicano llega a la Casa Blanca en el 2016, podría optar por regresar a las sombras a quienes ahora han salido de ellas. Pero se antoja improbable. ¿Quién sería el valiente (o el absoluto loco) en devolver al temor a la incertidumbre a cuatro millones de personas, todas ellas (de acuerdo con los requisitos) padres de estadounidenses y ciudadanos productivos y respetuosos de la ley? Sería un acto suicida. A menos, claro, de que los hispanos no se registren en números suficientes al amparo de la acción ejecutiva de Obama. Entonces sí, lo avanzado podría estar sujeto a un nuevo —e injusto— retroceso.
Lo más probable, sin embargo, es que el anuncio de Obama derive, más temprano que tarde, en una reforma migratoria de alcance considerable. Obama ha puesto a sus adversarios en una posición imposible. Si se deschavetan y optan por pelear a muerte contra este nuevo sistema de protección a los indocumentados, podrían poner (aun más) en riesgo su futuro con la enorme y creciente comunidad hispana. Después de todo, los votantes de origen hispano ya son al menos un 12% del electorado potencial, y el número no hará sino explotar en el futuro inmediato. Cada mes, casi 70 mil hispanos cumple 18 años de edad en Estados Unidos. Contra la demografía, como contra la aritmética, es inútil pelear. Seguramente, los republicanos del ala radical triunfarán en el corto plazo y veremos un auténtico harakiri de aquí a las siguientes elecciones presidenciales. Pero, a mediano plazo, el arco de la historia sonreirá a los hispanos. Ya sea en el próximo par de años o después del 2017, una reforma migratoria terminará de sacar de las sombras al resto de los once millones de indocumentados que viven aquí.
(El Universal, 24 de noviembre, 2014)
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.