En México nos encanta odiar a la televisión. Hay argumentos sensatos que explican el repudio. Pero hay otras que no son más que prejuicios y, para ser justos, no son exclusivos de México. La queja más común es aquella que supone que la televisión es un mal espacio para la interpretación razonable y original de los tiempos. No hay lugar, en la “caja idiota”, para la inteligencia. Es difícil estar en desacuerdo cuando uno ve al menos el 90% de la programación televisiva en el mundo. Pero suponer que la televisión no puede también ser provocadora e imaginativa es ceder a un esnobismo chocante. Tristemente, el oficio de periodista televisivo a veces se diluye en las aguas turbulentas del ego, la grandilocuencia o, me temo, la comodidad. Quizá por eso, los espacios más originales y admirables de la televisión moderna han pertenecido a otras profesiones. Pienso, por ejemplo, en los comediantes. El que conozco se llama Stephen Colbert.
Colbert es el tipo más inteligente que he visto en televisión. Su carisma frente a la cámara me recuerda a Johnny Carson, el hombre que reinventó la televisión de conversación y variedad en Estados Unidos en el siglo XX. Pero lo de Colbert es mucho más que simpatía. Durante buena parte de su juventud quiso ser actor hasta que descubrió ese extraño y complicado mundo que es la improvisación.
En 1997, Colbert se incorporó a The Daily Show, el “noticiero falso” —pero inteligente y agudo— que dirige Jon Stewart, otro comediante cuya lucidez ya quisieran muchos periodistas. Ahí, Colbert ganó experiencia y, de paso, produjo algunos de los “reportajes” más divertidos de los últimos años (su encuentro con el inventor de algo que se llama “Gaydar” es un clásico: búsquelo usted en YouTube, por favor). Su éxito fue tal que, para el 2005, el canal Comedy Central le dio su propio programa. Desde ahí se volvió el gran cronista de la realidad estadounidense. Lo fue desde el 2005 hasta que salió del aire hace un par de semanas.
La premisa del programa de Colbert era genial: el conductor hacía suyas las maneras, obsesiones y certezas de un típico periodista conservador, estilo Fox News. Desde ese disfraz comentaba las noticias del día. Por supuesto, la megalomanía de “Colbert” le servía al verdadero Colbert para exponer los vicios de quienes se escudan realmente en esa infalibilidad narcisista. Y aunque el blanco de Colbert fue generalmente el Partido Republicano, parte de la magia del programa radicaba en su auténtica imparcialidad editorial. A lo largo de casi diez años al aire, Colbert le “pegó” a (casi) todos por igual. Era un maestro a la hora de exponer los vicios de la clase política. En una de sus secciones más gustadas, Colbert entrevistaba a miembros del Congreso. El resultado siempre fue extraordinaria e hilarante televisión. Por su programa pasaron Gloria Steinem (a la que sedujo), Jane Fonda (a la que también sedujo), Maurice Sendak, Peter Jackson, Paul Krugman, Pussy Riot… todos se enfrentaron con el mismo reto (y privilegio): un interlocutor de agudeza absoluta, sagaz hasta el delirio. Me dicen que la regla para los invitados era solo una: no tratar de ser más chistoso que Colbert. En realidad, creo, era más advertencia que sugerencia.
Cuento todo esto con un dejo de nostalgia, no solo porque Colbert ha salido del aire (aunque regresará como sustituto del gran David Letterman en el 2015, ya como Colbert, sin comillas) sino porque pienso cuánto bien nos haría en México una figura como él. Alguien con el valor suficiente como para exhibir el absurdo y el abuso cotidiano, ayudarnos a comprender y digerir la tragedia y, sí, hacerlo todo a través de la televisión. Alguien que demuestre que, aunque es difícil, la caja idiota también puede ser escenario e instrumento de los inteligentes.
Mientras tanto, queridos lectores, tengan un extraordinario final del 2014 y un principio del 2015 todavía mejor.
(El Universal, 29 de diciembre, 2014)
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.