Otra belleza

Un viaje por Grecia y Albania con un niño y una reflexión sobre la ubicuidad de la guerra, de la mano de Homero e Ismaíl Kadaré.
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Durante mis últimas vacaciones visité una ciudad cuyos primeros habitantes decidieron tener a la mano aceitunas frescas antes que beber agua muy limpia. Esa es, al menos, la forma en que Emiliano ha venido repitiendo la historia de cómo Atenas obtuvo su nombre, y considero que su interpretación es bastante acertada. Hay que convenir, por lo demás, en lo afortunado de aquella elección, pues es improbable que la capital de Grecia tuviera la misma resonancia hoy en día de haberse llamado Poseidonas.

La historia fundacional de cuando Atenea y Poseidón compitieron por convertirse en la deidad de la después bautizada Atenas ofreciendo un olivo, ella, y un prístino manantial, él, dios de los mares, es solo una más entre las pocas de la antigua Grecia que me sé a medias y que espoleado por mis ganas de compartir con él pero impedido por mi mala memoria llevo meses malcontándole a Emiliano. Además de placentero, además de estimulante a través de la reconexión con los viejos personajes bajo una nueva óptica, narrarle a mi hijo las historias de la mitología griega ha resultado también bastante útil para ir con él a Grecia, un beneficio no menor que apreciará cualquiera que viaje con un curioso e inquieto niño de seis años. Su favorita entre todas ellas es la guerra de Troya en su versión más completa y detallada, es decir la que empieza mucho antes de la Ilíada y termina años después de que Ulises por fin regresa a su añorada Ítaca según se narra en la Odisea. Esa versión, la más larga, la más minuciosa, la más sometida a los repetitivos ¿y qué más, papá?, fue la que me encontré contando, con perdón de Homero, un día de sol colérico mientras visitábamos la Acrópolis y nos asombrábamos con el templo dedicado a Atenea que desde lo alto de una colina domina orgulloso la ciudad nombrada en honor de la diosa.

¿Un espacio para reflexionar? Denegado. ¿Un momento para leer las breves explicaciones ofrecidas cada tanto al turista? Tal vez otro día, ahora es momento de seguir con la narración. ¿Un poco de silencio para apreciar la Acrópolis y con un esfuerzo mental transportarse a los tiempos dorados de Pericles? Imposible, no queda ni un minuto para la máquina del tiempo de la imaginación porque Aquiles está de nuevo en el campo de batalla buscando vengar la muerte de su amado Patroclo. ¿Una selfie? Eso sí se puede, pero haciendo muecas. ¿Quién dijo que viajar con un niño es fácil?

Pero no me quejo. Fácil no es, pero tampoco deja de ser divertido. El viaje, ese momento excepcional en el transcurso a veces monótono de nuestras vidas, no puede ser la excepción a la forma en que un hijo lo trastoca todo. En la exploración que el viaje significa siempre ha estado presente para mí la lectura, pero en este paseo, con Emiliano, los libros que me acompañaron expusieron solo un puñado de sus páginas iniciales en uno o dos de los lugares que visitamos. Nada más. De resto permanecieron cerrados. La oportunidad de leer durante el viaje también cambió, como evaporada bajo el calor europeo, e hizo falta regresar a casa para darme cuenta de lo apropiado que era uno de los volúmenes escogidos, lo gratificante que hubiera resultado leerlo durante el viaje y lo oportuno que me parece leerlo ahora. Habla de Troya, habla de Albania y habla, en general, de la guerra.

Convenientemente portátil, es un volumen pequeñito con la conferencia que dictó en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona el autor albanés Ismaíl Kadaré en 2004, en el marco de Kosmopolis, y una entrevista que le hizo cinco años después en París su compatriota el también escritor Bashkim Shehu.

En la conferencia, Kadaré intenta responder una pregunta sencilla: ¿por qué, después de milenios, la de Troya sigue siendo la guerra de mayor resonancia en la literatura a pesar de las más de 14,500 guerras que hasta el momento de su exposición ha librado la humanidad? El sendero discursivo que sigue el novelista albanés conduce por las ausencias, principalmente la de un testimonio como aquellos a los que nos hemos acostumbrado en el recuento de las demás guerras, y lleva también a un punto que resuena especialmente conmigo porque es uno que me preocupa al momento de narrarle los acontecimientos a mi hijo: el del arrepentimiento. En resumen, no sabemos acerca de la caída de Troya por lo que nos contaron sus participantes, ni los que presenciaron el horror de un lado ni los que vivieron la pasajera gloria del otro, sino por lo que narró con distanciamiento un poeta perteneciente, aunque siglos después, al bando de los vencedores, y sin embargo nuestras simpatías se dirigen hacia los dolorosamente vencidos. Porque la victoria de los aqueos fue amarga. Su comportamiento una vez victoriosos, me veo obligado a recalcarle a Emiliano, fue reprochable, vergonzoso. Tanto que los dioses, antes enfrentados en su apoyo a atacantes o sitiados, se pusieron de acuerdo para propinarles castigos ejemplares a los que se hicieron con el botín. Fueron pocos los participantes en la guerra que salieron bien librados, según sabemos por el amplio corpus de la tragedia clásica. Y no era para menos. Lo que hicieron los griegos tras el duelo de Aquiles y Héctor, lo que vino una vez los troyanos cayeron en la trampa del famoso caballo… a veces me pregunto si esta historia no resulta inapropiada para mi hijo, y si en general Emiliano no está demasiado expuesto a la guerra, a las atrocidades que le son inherentes.

Durante el viaje, visitamos el Museo de las Víctimas de la Guerra y el Genocidio en Bosnia y Herzegovina, un pequeño edificio de dos pisos con historias de violencia, testimonios de las víctimas y objetos que son el último rastro de personas desaparecidas durante los enfrentamientos de los noventa, más un pequeño sótano donde se recrean las condiciones en las que muchos se refugiaron de las persecuciones durante esos años sangrientos. El lugar es sombrío y la visita, sobrecogedora. No es, en definitiva, el primer sitio al que uno piensa en llevar a un niño, y sin embargo ahí está Emiliano, preguntando, queriendo saber lo que leemos junto a cada uno de los objetos expuestos, lo que dice la leyenda junto a esta prenda o el texto que acompaña a aquella arma, y escribiendo al final del recorrido dos mensajes en papeles de colores que pegamos en la pared de un cuarto recubierto de frases antibélicas donde otros visitantes antes de nosotros han dejado su clamor por el detenimiento de la guerra en Ucrania o del genocidio en Palestina. Y de nuevo: ¿no estará mi hijo demasiado expuesto –innecesariamente– a la guerra? Aunque tal vez mi pregunta esté errada; quizá la pregunta correcta sea: ¿por qué la guerra es tan ubicua, incluso para quien no se ve obligado a vivirla?

En su ciudad natal del sur de Albania, Gjirokastra, Ismaíl Kadaré vivió la guerra con cierto distanciamiento. Es decir, la guerra pasó por la ciudad como por el resto del país, transformándolo en escenario pero no necesariamente invitando a sus residentes a participar. Así como vinieron los italianos, dice él, así mismo pasaron los griegos y los alemanes, pero los albaneses, el pequeño Kadaré entre ellos, permanecieron en la oscuridad del público, lejos de los reflectores que se cernían sobre los ejércitos derrotados, primero el uno, luego el otro. Fue una situación grotesca en la que la gente del lugar no se sintió del todo involucrada. Años después, convertido en escritor, Kadaré retrató la experiencia de la guerra de diferentes maneras en sus libros, donde se ocupó de la violencia del ejército yugoslavo (El cortejo nupcial helado en la nieve), de los enfrentamientos durante los primeros días del recién creado estado de Albania (El año negro) o de la vieja batalla ocurrida en el campo de los mirlos (Tres cantos fúnebres por Kosovo), un enfrentamiento medieval decisivo en la expansión otomana por la península cuya cicatriz se encargó de abrir de nuevo Miloševićcon su discurso nacionalista: la guerra renovándose a sí misma, cada vez más sangrienta.

No visitamos Gjirokastra, cuyo castillo espero conocer en otra oportunidad, pero pasamos unos días en Tirana, la capital desde donde Enver Hoxha dirigió el aparato represivo que dominó la vida de los albaneses durante buena parte de la segunda mitad del siglo pasado. Los rastros o las noticias de la guerra a los que accedimos allí eran parte de un contexto más amplio que abarca la independencia del yugo otomano, el manto fascista con el que se cubrió Europa durante la Segunda Guerra Mundial y el comunismo que le sucedió, dispuestas en lóbregas exposiciones en la Casa de las Hojas y en uno de los miles de búnkeres diseminados por todo el país. Ambos, convertidos en museo, además de conservar la memoria del estalinismo de Hoxha, son testimonio de su carácter totalitario: el primero fue la sede de la Sigurimi o policía secreta, y el segundo se construyó como parte de un programa de defensa en previsión de posibles ataques de un enemigo extranjero. Los dos detallan los métodos de control y espionaje estatales, una información difícil de digerir, no digamos ya de transmitirle a Emiliano. Para ese otro niño que mucho antes había vivido el paso de los ejércitos por su ciudad natal, “lo que vino después –la práctica del terror por parte del Estado– fue mucho peor que la guerra”. Así lo dice el Kadaré adulto, quien explica esa sensación de distanciamiento respecto a la guerra no solo con aquello de que Albania no tomaba parte en el asunto, sino señalando que “en la época de la guerra yo era un niño, y el niño siempre rebaja el grado de dramatismo de las cosas”.

Tal vez haya ahí una respuesta alentadora: los pocos reparos que pueda tener por contarle a mi hijo una historia bélica como la de la caída de Troya desaparecen al tener en cuenta esta desdramatización que se opera a través de la mirada infantil, esa que le permite a Emiliano celebrar cuando el invencible Aquiles derrota a Héctor en uno de los episodios más amargos para nuestros ojos adultos. De nuevo, es posible entonces que mi pregunta deba ser otra, una que haga eco de las que formula Alessandro Baricco en su adaptación de la Ilíada, despojada de intervenciones divinas, para una lectura pública: “¿qué sentido tiene, en un momento como éste, dedicar tanto espacio, y atención, y tiempo, a un monumento a la guerra? ¿Cómo es posible que, con tantas historias como hay, uno se sienta atraído precisamente por ésa, casi como si fuera una luz que sugiere una huida de las tinieblas de estos días?”. Y a las preguntas del escritor italiano debo sumar una tal vez bastante obvia: ¿por qué escribir aquí sobre la guerra?

Tal vez sea necesario hacer una aclaración: mi viaje no giró, de ninguna manera, en torno a la guerra, y puedo comprender a cualquiera que sienta pereza o aversión por un relato más en el que se vincula a los Balcanes con una experiencia trágica como la de la guerra o una dimensión reductiva como la guerra. No lo digo a la ligera, sino como ciudadano de un país que no ha logrado encontrar el final definitivo a su propia larga guerra interna; una guerra de la que también me veo obligado a hablarle a mi hijo porque hace parte de su herencia. Hoy, de nuevo, la guerra es algo cotidiano. Hoy, otra vez, somos testigos impotentes y a distancia de un genocidio. Cada vez que hay un nuevo ataque en el mundo, casi con seguridad alguien en alguna parte menciona la inminencia de una tercera guerra. Es como si aquello que permanece inmutable en la poesía de Homero se conservara también invariable en la acción bélica. Las dos, poesía y guerra, ejercen una atracción que resulta irresistible. “Construir otra belleza [diferente de la de la guerra] es tal vez el único camino hacia una auténtica paz”, escribe también Baricco. Ante el caos que nos rodea, las historias quizás puedan ofrecernos alguna respuesta.

Durante el vuelo que nos llevó a Europa, el kit de aseo que le dieron a Emiliano venía dentro de una pequeña bolsa con el dibujo del caballo de madera de Çanakkale y la palabra “Troya”. Era, en cierta forma, un anuncio, una puntada más en la historia que estábamos tejiendo y un pequeño abrebocas de lo que nos esperaba al otro lado del mundo, una resonancia más de una de las caras que ha tenido el lugar en el que nos íbamos a adentrar durante unos pocos días. Era una coincidencia y, como tal, nosotros nos encargamos de dotarla de significado. Mientras estábamos en el aire, Israel disparaba e Irán respondía, y sobre sus cielos sobrevolaban los misiles. ~


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