A mí me gustan los best sellers. Nunca he compartido ese prejuicio absurdo que aleja a las buenas conciencias literarias de las lecturas de verano (“literatura de aeropuerto”, le llaman). He leído vorazmente a Crichton, King, Clancy y Grisham. Alguna vez, en una desolada terminal en Indianápolis, me compré uno de esos paños de lágrimas que escribe Nicholas Sparks. Me gustó. Leí cada tomo de Harry Potter, aunque al final me desesperó la falta de valentía de Rowling: insisto en que Harry debió morir. Acepto incluso que leí el primer libro de Crepúsculo. A tal grado tengo la costumbre de no discriminar que me di a la tarea de leer 50 sombras de Grey. Ahí pinto mi raya: confieso que la prosa de E. L. James me obligó a reconocer mis límites. Creo que cerré el libro antes de cruzarme con la primera sombra del mentado señor Grey. En fin: el caso es que me gusta leer best sellers. “Nunca te pelees con el éxito”, me dijo alguna vez un colega que tenía mucha razón.
En el último par de años, ningún libro me ha entretenido más que Perdida, de Gillian Flynn. Con auténtico gozo, Flynn cuenta la historia de un joven matrimonio que oscila entre la ilusión, la manipulación y la demencia. Lo que comienza (como todos) como un romance iluminado por la posibilidad de la perfección poco a poco adquiere matices sombríos que amenazan con engullir a la joven pareja. Flynn suma elementos que, por momentos, acercan el libro al absurdo. Hay varios episodios poco plausibles y vueltas de tuerca casi inverosímiles. Pero debajo de los desplantes narrativos, hay un intento original y novedoso por explicar algo más profundo. En Perdida, la tensión entre el amor inicial, el desencanto paulatino y las dificultades posteriores (a pesar de su gran guiñol), trasciende el nicho del best seller: aunque tímidamente, Flynn trata de desentrañar el misterio del matrimonio moderno. Eso es lo mejor del libro y es, a mi entender, un auténtico hallazgo.
La gran noticia es que David Fincher, el célebre director que ha adaptado Perdida al cine, decidió llevar más allá esa vertiente de la novela. Fincher ha tenido el buen tino de reconocer en la historia de Nick y Amy Dunne una alegoría para explicar los desencantos de la vida en pareja en los tiempos de los programas de realidad, la intranquilidad profesional, las expectativas crónicamente frustradas, la fama instantánea y hasta el linchamiento mediático. ¿Qué ocurre cuando una joven pareja, cuyos protagonistas son producto y víctimas de sus padres (como todos, quizá), pero también de su tiempo, sus exigencias y sus límites, se desmorona de manera irremediable? ¿Qué ocurre cuando el misterio del amor se olvida de afectos y se queda solo en la aridez del desencuentro? Lo que llega es el desamor en su versión más impaciente: la prisa por la separación y, a veces, la amenaza de la violencia. Mucho más que en la novela de Flynn, la película de Fincher funciona casi como una alucinación de esa tensión destructiva. Por momentos parece una pesadilla. En ese sentido, Perdida sostiene un vínculo innegable con la injustamente relegada Ojos bien cerrados de Kubrick, otro filme que ilumina la vida matrimonial a través de un recorrido catastrófico por los mecanismos de defensa de la mente humana: (atención: nota que quien no conozca Perdida debe saltarse) no es casualidad que el catalizador de ambas historias sea la infidelidad.
La cinta de Fincher empieza y termina con la misma imagen y con la misma reflexión: ¿qué hay dentro de la mente de la pareja? ¿Qué piensa esa mujer (o ese hombre) que duerme a nuestro lado? ¿Qué siente? ¿Qué le roba el sosiego? ¿Qué o quién ocupa sus sueños? ¿Cómo demonios entender a esa persona, un completo extraño al que hemos otorgado el papel más íntimo imaginable? Perdida nos invita a plantearnos todo eso y dos preguntas más, tan claras como fundamentales: “¿qué nos hemos hecho el uno al otro? ¿Qué nos haremos?”
¿Hay acaso una mejor manera de resumir las escenas de un matrimonio?
(El Universal, 6 de octubre, 2014)
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.