Por siempre Dylan

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Es una cálida noche del verano 2004 en Barcelona y Bob Dylan acaba de estrenar el tramo español de su infatigable Neverending Tour —subtitulado esta vez con el nombre de Avallon Ballroom Tour—, y ahí está el verdadero judío errante: cantando, con voz crocante y las garras sobre el teclado de un piano, aquello de “Ella me mira a los ojos y sostiene mi mano y me dice ‘No puedes repetir el pasado’, y yo le digo ‘¿No puedes? ¿Qué quieres decir con no puedes? Por supuesto que puedes’.” Y el modo en que Dylan interpreta esta canción —titulada “Summer Days” e incluida en Love and Theft, uno de los party-records más bizarros de la historia— es la mejor y más incontestable evidencia del asunto. “Summer Days” fue grabada en 2001 y salió a la venta aquel apocalíptico y milenarista 11 de septiembre en que los aviones se estrellaban contra los edificios; pero igual podría ser parte de un viejo disco de pasta de principios de siglo o llegarnos desde el futuro mecida en el viento de los rayos z o algo así. Ahora, en vivo y en directo, suena como el regocijado grito de victoria de un artista sobreviviente a todo y a todos.

Bob Dylan ha conseguido lo que muy pocos: vencer al tiempo, escapar de la tiranía absurda de modas efímeras y —como alguna vez escribió para las liner-notes de World Gone Wrong (1993)— “aprender a avanzar atrasando el reloj”. Así —por suerte para nosotros, aunque lo haya hecho nada más que por él— Dylan se las ha arreglado para empezar y terminar en sí mismo. Eso que —a la hora de la síntesis y de la comodidad— se conoce como clásico.

Dylan lo supo hace unos veinte años, en una noche de niebla durante un concierto en Locarno, Suiza. Ahí tuvo una epifanía: comprendió que de allí en más su vida y su obra pasarían por la carretera, por no dejar de girar, por salir todas las noches que se lo permitieran su cuerpo y mente a un escenario en alguna parte del mundo y —la expresión verbo es suya— “hacer entrega”. Cuando le preguntan el porqué de esta conducta extrema, Dylan se encoge de hombros, sonríe y explica: “A muchos artistas no les gusta la carretera, pero para mí es algo tan natural como el respirar. Es el único sitio donde puedes ser lo que quieres ser. No hay canción que suene dos veces igual. Imposible aburrirse.” Y no miente: los conciertos de Dylan —lo sabe cualquiera que haya tenido el privilegio de estar allí— poco y nada tienen que ver con el prolijo ejercicio de la nostalgia de un McCartney o la sórdida desesperación à la Dorian Gray de los Rolling Stones. Dylan se entretiene deformando sus clásicos, reinventándolos in situ, desconcertando a sus propios músicos con súbitos solos de armónica o soltándose a inesperados bailecitos sin mirar ni una vez al público, siempre medio escondido debajo de un sombrero de tahúr de western. Para Dylan —como para el agente Mulder— la verdad está ahí afuera y él es el definitivo y definitorio Expediente X en la historia del rock: un objeto volador no identificado pero fácilmente reconocible cada vez que tenemos la suerte de ser abducidos por él.

Y una —otra— cosa está clara: Dylan es el principal desarticulador de su gloria, le gusta pisotear los laureles que a cada rato le ponen en la cabeza, y parece divertirse mucho a costa de sus apólogos desconcertándolos (el último de ellos, el muy respetable académico Christopher Ricks, acaba de publicar el indispensable Dylan’s Visions of Sin, volumen de más de quinientas páginas donde, justicieramente, se compara al juglar de Duluth con el bardo de Stratford-upon-Avon) con acciones casi terroristas como grabar una publicidad televisiva para la línea de ropa íntima femenina Victoria’s Secret, organizar una próxima gira veraniega “para toda la familia” por pequeños campos de beisbol americanos bajo el nombre de The Bob Dylan Show, aparecer en algún episodio de la comedia Dharma and Greg, y —aunque ustedes no lo crean, acabo de enterarme— juntarse a componer canciones con Gene Simmons, del grupo Kiss. Hace poco se lo vio casi dormido al recibir un título honorario de la St. Andrew’s University. Y —más allá de llevar ya un tiempo jugueteando con su autobiografía— nada parece interesarle la posibilidad cada vez más comentada de que le espera el Nobel de Literatura cualquier octubre de estos. En resumen: Dylan hace lo que se le da la gana, está más allá de todo y de todos —Ricks incluido— y lo justifica la coartada en aquel verso de aquella canción suya: “Para vivir fuera de la ley tienes que ser honesto.”
 

Por encima de lo que piense Dylan, Ricks tiene razón en algo: somos muy afortunados de que la vida de Dylan ocupe el mismo tiempo y espacio que la nuestra. Llegarán los años en que seremos más viejos pero, también, más felices por el simple hecho de haber estado allí y gozar de la admiración de los amigos de nuestros nietos. Aquí y ahora, durante su primer concierto español de 2004, a eso de la medianoche, Dylan volvió a preguntarnos aquello de cómo se siente ser como una piedra que rueda. La respuesta es la misma de siempre: mejor imposible. –

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es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).


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