El día está eléctrico, habíamos observado el viernes, porque estábamos muy alteradas, apenas aguantábamos diez segundos sentadas y ya nos levantábamos, y yo me había caído de bruces en la calle, y a alguien le habían saltado los plomos y habían pasado otras cosas de las que ahora no me acuerdo. Al día siguiente fuimos a un concierto de órgano, y cuando aún más tarde el día se puso que ya no podía más de eléctrico y se fue la luz, estaba escribiendo sobre el momento en el que, durante la pieza de Messiaen, me pareció distinguir voces humanas que se mezclaban con el sonido del instrumento. Durante las otras piezas (de Bach, de Scheidemann, de Alain y de Duruflé) no se oía más que el órgano, pero en esta, en el Combate de la muerte y de la vida, que forma parte de Los cuerpos gloriosos, era como si un hombre estuviese dando instrucciones a otro grupo de personas, que no acababan de callarse y hacerle caso. No pensé en ningún momento que fuese otra cosa que una inofensiva alucinación auditiva, quizá avivada por el hecho de saber que Messiaen había estado en un campo de prisioneros durante la Segunda Guerra Mundial, y me dediqué a prestar atención a esa psicofonía de un ensayo para la interpretación del Cuarteto para el fin de los tiempos, supuse. Era algo así: no se distinguía el idioma, pero sí que había varias voces que sonaban cuando sonaba el órgano y que en los brevísimos intervalos en que no sonaba, como el instante entre la inspiración y la espiración, las voces también desaparecían, como un matiz más del profundo sonido del órgano. Curioso, inexplicable, sugestivo, insensato, muy bello. Siempre que sospecho que puede producirse una alucinación, aflojo un poco los órganos de percepción, para permitir que se dé. Incluyo en esa categoría fenómenos como la pareidolia, la desorientación transitoria y también las conversaciones descontextualizadas que pueden referirse a varias cosas distintas a la vez.
Al empezar a tomar notas ya en casa vi que era el trigésimo tercer aniversario de la muerte de Messiaen, que como se sabe no solo desarrolló un Catálogo de aves sino que tiene también una canción dedicada a El mirlo negro. Pues bien, ¿qué encontré en el buzón cuando bajé por segunda vez a ver si conseguía averiguar qué estaba pasando en mi escalera, en mi portal, en mi manzana, en mi calle, en mi barrio, en mi ciudad, en mi país, en mi península, en mi continente, en mi planeta? Exactamente: un ejemplar de la preciosa revista Mirlo, cuyos números anteriores había estado leyendo y hojeando con mucho interés a lo largo del fin de semana. Allí por ejemplo había leído cosas como “Abrimos los paréntesis (véase arriba) como quien abre la puerta de un armario y mete allí algo que, aunque sea necesario, estorba un poco”, o “Al igual que Rossini se apareció a Teresa Berganza para decirle cómo tenía que cantar La Cenerentola, esta noche yo he soñado con Calderón de la Barca y me ha asegurado que prefiere decir ‘hipógrifo’ a ‘hipogrifo’…”, todas escritas por uno de los autores de la revista, Óscar Esquivias. Quien hace las fotos es Asís G. Ayerbe.
La nueva Mirlo traía breves escenas soñadas por ochenta y ocho personas diferentes, como “Yo era una niña con mirada azul / y en mis ojos se zambullían los pájaros”, de Yolanda Izard, pero no fue la única publicación que recibí en aquella mañana tan particular. Los momentos antes de que se fuese la luz, vistos desde ahora, parecen adquirir otra textura, pero ya había sido un poco rara la aparición de una mujer de unos ochenta años, dicharachera y vestida de manera llamativa, que me había subido un paquete con un libro que había comprado (yo: yo, jersey lleno de bolas que, aunque sea necesario, estorba un poco) en la librería de viejo de, según me dijo, su cuñado. ¿Por qué vino ella a traerme el paquete? Porque así ayudaba, según me dijo, a su cuñado. Me entregó en el rellano el libro del arrebatador y singular Jaime de Angulo, que dice en la dedicatoria (a Blaise Cendrars): “[…] Lo que une las dos realidades, ese vínculo entre el espíritu y la materia, esa relación entre las dos cosas… ¡ah! ¡ese es el gran misterio!… como afirmó Lao Tse hace mucho tiempo”, y se metió en el ascensor sin sospechar que, de hacerlo unos minutos más tarde, de haber alargado quizá la conversación, habría podido quedarse atrapada dentro. Así muchas veces nosotros etc.
Dejamos los libros de lado y al asomar la cabeza en el congelador descubrimos que desde el verano pasado quedaba olvidado al fondo un drácula. Un drácula es un polo, un polo de los de refrescarse en verano, negro por fuera y rojo por dentro, y a la vez es también un peligroso y presumido personaje del imaginario común, lo que nos permite una alucinación blanda del tipo de las descontextualizaciones reveladoras o poetizantes. No nos apetecía comernos un drácula tan antiguo, y menos con el desajuste congelador que había en marcha. Entonces la situación nos permitió decir una frase curiosa, inexplicable y sugestiva como “Ahora habrá que ir a comprar dráculas frescos”. Lo que, por supuesto, nos hizo reír.