Las crisis fomentan desigualdad. Por sentido común, quien tiene recursos las puede enfrentar con menos dificultad que quien vive al día; le va mejor a quien tiene un buen empleo que a quien sobrevive en la informalidad. Las crisis presentan un áspero ambiente de selección darwiniana en el cual el más fuerte saca ventaja. Pero sería peligroso confundir el impacto temporal con el daño permanente, pues eso llevaría a adoptar políticas públicas equivocadas que pueden mermar la prosperidad y el potencial de crecimiento de sociedades y países, incluso restringiendo la ansiada movilidad social.
Para comprender lo que está pasando con la pandemia, es importante recordar que es una crisis sanitaria de proporciones solo comparables con la llamada gripe española de 1918, y que ocurre apenas una década después de la “Gran Recesión” de 2008. Llegó la covid-19 cuando todavía vivíamos las secuelas de políticas adoptadas para mitigar las consecuencias de esa crisis, y cuando estábamos aún lejos de poder afirmar que habíamos logrado regresar a un entorno estable o normal.
La respuesta a la crisis de 2008 fomentó mayor desigualdad porque favoreció a quienes tenían activos sobre quienes dependían de su salario. Después de la crisis, los bancos centrales del mundo inundaron de liquidez las economías, con el objeto de evitar una espiral deflacionaria como la que ocurrió después del colapso de 1929. Al hacerlo, provocaron que se desplomara el precio del dinero, es decir, la tasa de interés. Las tasas de interés cercanas a cero –o incluso negativas en algunos países– incitaron un alza sin precedente en los precios de activos (acciones, bienes inmuebles, obras de arte) enriqueciendo, al menos en papel, a sus dueños. Las tasas de hipotecas, en mínimos históricos, hicieron posible adquirir inmuebles que previamente hubieran parecido fuera del alcance. Invertir en acciones de empresas que pagaban dividendos de dos o tres por ciento al año resultaba mucho más atractivo que comprar bonos exentos de rendimiento. Por ello, la década pasada fue la cuarta más rentable en la historia para invertir en la bolsa estadounidense. Quien hubiera puesto mil dólares en la bolsa el primero de enero de 2010 hubiera tenido 3,600 el último día de 2019. Pero quien no tenía activos no recibió beneficio alguno. Quienes sólo podían ahorrar mediante un depósito bancario o un bono, no recibieron retornos para siquiera compensar la tasa de inflación (que, de por sí, fue históricamente baja).
En contraste, el aumento en los salarios ha sido menos robusto como consecuencia de dos grandes corrientes: la globalización y la robotización. Al ser incorporados en las cadenas de valor países densamente poblados como China, Vietnam o México, los trabajadores en muchos países desarrollados perdieron capacidad para negociar sueldos y prestaciones, frente a la amenaza de que plantas industriales pudieran migrar a otros países. Ahora, esa tendencia se profundiza conforme avanzan la robotización y automatización de la producción y surgen herramientas de inteligencia artificial que reducen significativamente la necesidad de interacción humana para la provisión de servicios (esta tendencia podría acentuarse con la interrupción de cadenas de valor por la pandemia, pues las máquinas no se contagian). Según un estudio del Pew Research Center, el ingreso en los hogares del decil más alto en Estados Unidos en 2016 fue 8.7 veces mayor que el del decil más bajo, cuando en 1970 la diferencia era de 6.9 veces.
Sin embargo, cuando se hace este tipo de análisis se critica solo el impacto negativo de la globalización en la producción de manufacturas y no se analizan las consecuencias positivas, empezando por el fuerte abaratamiento que ha habido en los precios de bienes duraderos. En las últimas tres décadas, el índice general de precios en Estados Unidos ha aumentado en promedio 2% al año, pero el precio de los bienes duraderos ha caído 1.3% al año durante el mismo periodo. Gracias a la caída en los precios provocada por la globalización, la familia de un trabajador promedio puede comprar televisiones de grandes dimensiones, teléfonos inteligentes, y una serie de bienes que mejoran su calidad de vida, al proveer entretenimiento gratuito (o casi) y darle la posibilidad de conectarse con amigos y familia distantes en condiciones que antes eran imposibles o inasequibles sin niveles más altos de ingreso (¿cuánto costaba antes una llamada de “larga distancia”?).
La covid-19 ha abierto la brecha de la desigualdad de una forma sin precedente en cuestión de meses. Nos recuerda que millones de familias no pueden darse el lujo de permanecer en casa, pues hacerlo implicaría no poder llevar pan a la mesa. Subraya las condiciones de hacinamiento en las que vive una parte no menor de la población. Cuando escribo esto, por ejemplo, uno de los focos de infección más activos en Asia está en Mumbai, ciudad en la que dos tercios de la población viven en arrabales como Dharavi, cuya densidad poblacional es 30 veces la de Nueva York. Lo mismo ocurre en las favelas de Río de Janeiro o en los cinturones de miseria de Lagos. ¿Cómo mantener “sana distancia” cuando millones necesitan transitar por horas en transporte público sucio y abarrotado?
En Perú, a pesar de las políticas sanitarias sensatas, la pandemia se sale de control porque la población va en promedio 200 veces al año a mercados públicos, pues carece de refrigerador para guardar productos perecederos. A pesar de un plan de estímulo económico adecuado, la economía de ese país se desplomará –se estima– 17% debido a la dificultad de proveer ayuda en forma eficiente cuando tres cuartas partes de la población trabaja en la economía informal. Cuidarse del contagio es un lujo que solo quienes tienen fuentes de ingreso estables se pueden dar.
Encima, se expande la llamada “brecha digital”, que marca una diferencia abismal entre aquellos jóvenes con acceso a computadoras, internet y aprendizaje remoto y quienes no lo tienen, ni asisten a una escuela que provea esa alternativa; muchos jóvenes simplemente perderán meses y quizá años que serán difíciles de recuperar.
Independientemente de que las condiciones que incrementan la desigualdad sean coyunturales o estructurales, es innegable el impacto que esta tendrá en el entorno electoral y en las plataformas políticas en los próximos años. La pandemia dejará una secuela de desempleo y pobreza quizá solo comparable con la Gran Depresión en la década de los treinta. En Estados Unidos, la Reserva Federal estima que la tasa de desempleo, que llegó a 14.4% en el mes de abril, se mantendrá por encima de 5.5% hasta 2022, cuando en febrero, al inicio de la pandemia, era de 3.8%, la más baja desde 1969, después de más de diez años de expansión económica ininterrumpida. En México, se estima que 12 millones de personas perdieron su fuente de ingreso, dos millones de éstas en la economía formal, y se espera que la economía muestre su peor caída desde 1932 (-10%), con una tibia recuperación en 2021, manteniéndose estancada posteriormente como consecuencia del desplome en la inversión, tanto pública como privada.
Como si la lectura de estas condiciones no fuese suficientemente compleja, hay que agregarle las protestas que surgen por las asignaturas pendientes dadas las condiciones de discriminación –racial, de género y clase– que prevalecen en varios países. Así, empezamos a ver confusión en el lenguaje de protestas que tienen un origen absolutamente válido y que reclaman cambios que hace mucho debieron ocurrir. Repentinamente las protestas son también contra el capitalismo, contra el neoliberalismo, o contra la globalización.
La crisis sanitaria ha subrayado las deficiencias en las políticas públicas, la politización de la respuesta, y la ineptitud del liderazgo y de la clase política. Sin embargo, parece no haber suficiente crítica a la pésima asignación de recursos fiscales que se manifiesta en las carencias del sistema de salud pública donde trabajadores de la salud responden con vocación conmovedora y enorme sacrificio, a pesar de las carencias que se les imponen.
Pronto veremos que surgirá la crítica a las soluciones –terapias, vacunas, sistemas de rastreo de contagio– que serán desarrolladas por empresas privadas. Nuestra sociedad parece ignorar que una crisis como esta subraya la colosal importancia de la inversión privada en la investigación científica y médica que todos los días logra encontrar soluciones a enfermedades que antes eran mortales, y a condiciones que afectan seriamente la calidad de vida de millones de seres humanos.
Todos los años se invierten alrededor de 300 mil millones de dólares en investigación médica. Un tercio proviene de universidades que buscan hacerse de propiedad intelectual que pueden vender para tener con qué financiar investigación en áreas científicas y de humanidades, pero también para proveer educación para quien no pueda pagarla. Las soluciones a esta pandemia que ha matado a más de 400 mil seres humanos en solo cuatro meses provendrán de éstas y de empresas de biotecnología.
En este momento en el que los jóvenes protestan por causas justas e impostergables, vale la pena recordarles la importancia de la empresa privada. Hay que recordarles que la globalización y el libre comercio permitieron que entre 1990 y 2010 el número de seres humanos viviendo en condiciones de pobreza extrema ($1.25 dólares diarios) se redujera a la mitad, cinco años antes de la meta establecida. Hay que recordarles que no hay una sola medicina remotamente relevante que haya sido originada en un país que no sea capitalista.
Sí, este es un momento crucial para impulsar la responsabilidad social de las empresas, para fomentar transparencia y honestidad, para subrayar el cuidado al medio ambiente. Pero es también crucial recordar la importancia de que estas tengan incentivos para invertir en innovación y en tecnología. Hoy es más importante que nunca crear riqueza, desarrollar las capacidades de los trabajadores y darles acceso a equipo y tecnología de punta para que logren mayor productividad y para que tengan un trabajo mejor remunerado.
Es importante que las empresas paguen impuestos, pero es igualmente importante exigir que los gobiernos no desperdicien recursos fiscales que hoy serán más escasos que nunca y que deben ser destinados a ayudar con eficiencia (y sin objetivos clientelares) a la población más afectada, a proveerle educación que permita movilidad social, a ofrecerle salud pública que ponga los enormes avances médicos a su alcance y le ofrezca cuidado digno. Hoy es más importante que nunca fomentar la formalidad en la economía para que el grueso de la sociedad tenga acceso a capacitación, a crédito, e incluso a programas de ayuda estatal que sean transparentes y que eviten fomentar dependencia.
Se hará más grande la brecha entre los países ricos, con acceso casi ilimitado a crédito, y los más pobres que no lo tienen. Estos últimos tendrán que actuar con inteligencia, creatividad y enorme eficiencia, pues de no hacerlo será su población más necesitada quien lo resienta. Este no es momento para politiquería o para clavar cuñas, separando a partir de etiquetas. Hoy el sentido común es crucial. Hay que convocar a los expertos y escucharlos. Hay que trabajar juntos y con gran eficiencia en la búsqueda de objetivos comunes. Hoy dividir y polarizar hace más daño que nunca.
Toda crisis presenta oportunidades. Aprovechemos las que ya tenemos enfrente.
Es columnista en el periódico Reforma.