Foto: Alejandro Arras

“El crítico literario tiene muchos trucos”. Entrevista a Christopher Domínguez Michael

Christopher Domínguez Michael repasa sus primeros pasos como lector, su formación literaria y su visión sobre el presente de la crítica.
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A unos pasos de la Plaza de la Conchita, en el centro de Coyoacán, vive Christopher Domínguez Michael, uno de los críticos literarios más destacados de habla hispana y, sin duda, el más importante de México. Me invita a pasar a su sala habitada por un sinfín de cuadros y libros. No hay pared vacía. Hasta el último rincón tiene una imagen colgada. De cada cuadro, por lo que voy descubriendo, hay devoción y anécdotas. Una pintura de Francisco Icaza; un enorme retrato de Franz Schubert; la revista alemana Der Spiegel, mostrando a Marcel Reich-Ranicki rompiendo un libro de Gunter Grass; Christopher jovencísimo al lado de Octavio Paz; la portada enmarcada de Viaje alrededor de mi cuarto de Xavier de Maistre en la colección Austral. Nos alumbran lamparitas de luz cálida y los sillones son rojos. Me ofrece un café. Él bebe agua mineral. Se pone cómodo y sube los pies al borde su mesita de centro retacada de montañas de libros. Su voz es lenta, pausada, toma tiempo entre una frase y otra. Viste un cárdigan café y una camisa abotonada hasta el cuello. Dos gatos merodean y se acuestan junto a nosotros. En la calle está por caer un aguacero. 

¿Cómo fuiste de niño?

Desde los seis años quise ser escritor. Fue puesto en mis manos, por mi familia, todo lo necesario. Crecí en una casa llena de libros. Mi padre era un médico psiquiatra, muy lector. Todos los sábados íbamos toda la familia a las librerías de postín de la época, que eran la Hamburgo y la Zaplana en la Avenida de los Insurgentes. Salíamos con cajas de libros, cada quien con la suya. Su segunda esposa, mi madrastra, Martha Donis, era estudiante de Filosofía y Letras. Mi padre, que le llevaba unos quince años, de alguna manera se puso al día por ella, porque él era un psiquiatra formado más cerca del siglo XIX que del XX. Como era frecuente en hijos de la clase media ilustrada, fui a una escuela activa, que todavía existe y se llama la escuela de Decroly, por el pedagogo belga, Ovide Decroly. Una escuela donde también me estimularon la vocación de la lectura y la escritura. No iba a clase: llegaba y ocupaba mi escritorio en la pequeña biblioteca de la escuela. Lo cual provocó que cuando salí al mundo real y entré a la preparatoria, una del orden tecnológico en Marina Nacional, no sabía ni aritmética ni gramática. Mi boleta de calificaciones, que era la primera vez que tuve una boleta de calificaciones en mis manos, era cero en todo, excepto Ciencias Sociales y Literatura. En la prepa tuve que estudiar todo lo que no había estudiado en la Decroly, aunque casi todo lo olvidé.

¿Quién te enseñó a leer? ¿Con quién te formaste en la literatura?

En mi casa, sobre todo con Martha. Incluso presidía un comité de censura conformado solo por ella misma, porque obviamente no querían que leyeras ciertas cosas:  al Marqués de Sade o a Arthur Adamov, etcétera, pero obviamente los leía a escondidas.

Imagino que en ese periodo también empezaste a escribir…

Sí. Hasta el día de hoy, leo para escribir, no escribo para leer. Cualquiera de los libros que agarro, en principio, es para escribir algo. A veces no. A veces se va a publicar, no siempre. Pero eso de agarrar un libro para entretenerme nunca ha existido para mí, porque para mí la alegría es escribir sobre una novela, un ensayo, historia. Casi cualquier libro que leo puede ser materia para un escrito real o imaginario.

¿Cómo eran los años en que te formaste como lector?

Eran muy buenos años, los años del boom de la literatura latinoamericana. Mis primeras lecturas no fueron Balzac, ni Dostoievski, ni Dante, ni Homero, sino Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, Juan Rulfo, Octavio Paz, Gabriel Zaid siempre tan novedoso e inquietante, Rosario Castellanos; Juan José Arreola, que era muy amigo de mi papá y que iba mucho a la casa. Mi padre era psiquiatra y en esa época los psiquiatras se hacían amigos de sus pacientes, cosa que ahora es inconcebible. Juan José iba a jugar ajedrez porque compartían esa pasión. A mí me aburre, pero ahora resulta que mi sobrino Blas, de doce años, salió fanático y va ganando sus torneos. Como lo he contado en un texto, Juan José me ponía a “deconstruir”, cortando y recortando, poemas de Gustavo Adolfo Bécquer.

Además, mi papá era uno de los psiquiatras que atendía a los escritores mexicanos. Un poco por razones toponímicas: su consultorio estaba en la calle de Havre, esquina con Reforma, donde hubo durante muchos años una librería del Fondo de Cultura Económica en la planta baja.

Era el psiquiatra de la Zona Rosa, que era el Greenwich Village de aquella época mexicana, aunque vivíamos en la Roma (la de la película de Alfonso Cuarón, idéntica). Fue psiquiatra de Salvador Elizondo, Michèle Alban, Inés Arredondo, Juan Vicente Melo, de muchas actrices y actores, María Douglas entre ellos, y de María Victoria, que también nos visitaba y nos adelantaba capítulos de la serie de TV suya, La criada bien criada. De hecho, mis papás se conocieron gracias al actor Héctor Ortega, el padre de Damián Ortega, el artista visual. Heredé varios de los libros de estos autores dedicados a mi papá. De alguna manera yo hago lo mismo: tratar a los escritores y buscar sus secretos, “curarlos”.

Algunos de esos escritores quedaron en pésimos términos con mi papá, y otros en muy buenos.  Elizondo, por ejemplo, lo quería mucho. Decía que los electroshocks que le había administrado en la clínica San Rafael habían sido maravillosos (risas). Ya muy tarde en la vida de ambos –Salvador murió en 2006 y mi papá en 2012– nos encontramos en una librería francesa de breve vida, en Altavista. Salvador andaba todo el tiempo con una camarita y entonces se la pasó a Paulina Lavista y ella nos sacó un retrato a los tres, que por desgracia se perdió. Melo también lo adoraba, como Arreola quien dice que le salvó la vida en sus memorias. Estos personajes de la literatura mexicana estaban en mi vida desde niño, gracias a mi padre, un hombre brillante pero también turbio y turbulento. Entre mis recuerdos infantiles ya está, al menos la imagen de la serie El Volador de Joaquín Mortiz, imborrable. Digamos que todo estaba destinado para que yo ocupara el lugar que ocupo, para bien y para mal, en nuestra república literaria.

“Para mí la alegría es escribir sobre una novela, un ensayo, historia.”

¿Y tu madre quién fue?

Mi madre, Marsha Nikki Michael Goldenberg, nació en Nueva York el 11 de febrero de 1940. Llegó a México en calidad de beatnik, en rebeldía contra los Estados Unidos en 1959. Murió joven, a los sesenta y cinco, en 2005. De alguna manera yo soy consecuencia de un mal consejo de Mary McCarthy, escritora a la cual idolatro por ese motivo y por otros, incluidas sus pendejadas políticas, las propias de la que época. Es mi tía imaginaria. Resulta que McCarthy, la ex de Edmund Wilson, era muy amiga de mis abuelos, que eran judíos neoyorquinos: sus padres venían de shtetls perdidos entre lo que hoy es Ucrania y Polonia y entraron por Ellis Island hacia 1905. Muy esnobs, sin mayor oficio ni beneficio que el social. Estaban muy locos. Maltrataron a mi mamá, que era hija única, de una manera horrorosa. Yo alcancé a conocerlos, ya adulto, en un par de ocasiones. De hecho, ellos son protagonistas de mi única novela, William Pescador (1997).

A los 18 años, mi mamá, que no sabía qué hacer con su vida, fue a ver a Mary McCarthy para que la orientara. Y Mary le dijo: “Maggie, es un milagro que no estés loca, huye de tus padres para siempre, ¡en este momento! Tú no puedes seguir con esa gente”. Lo más barato y lo más fácil, le sugirió, era que tomara un Greyhound a la Ciudad de México y de ahí un barco desde Veracruz hasta Europa. Ese consejo en 1959 era completamente estúpido, era inusual tomar esa ruta. Pero mi mamá, crédula e ilusa como siempre, lo tomó.

La escala en México se prolongó ocho años porque conoció a mi papá en el Café El Carmel de la Zona Rosa, que era del papá de Margo Glantz, don Jacobo. Un personaje muy impresionante porque tenía una barba inmensa, como la de Moisés, que mi bisabuelo Samuel Goldenberg interpretaba (y se dice que murió en la escena, de un infarto, en 1945) en el Teatro Yiddish de la Séptima Avenida con la 59th Street. Su pieza de resistencia eran Los hermanos Ashkenazi, de Israel Joshua Singer, el hermano de Isaac. Recuerdo las escenas de Jacobo Glantz saliendo al Pasaje Génova a gritarle cosas horribles a los hippies. En ese mismo pasaje mi mamá tenía un puesto de sombreros hippies de cuero, espantosos. Ver pasearse por allí a José Luis Cuevas, luego amigo de mi mamá, y a Ludwig Margules, cuate de mi padre, era cosa diaria. Mi mamá también fue amiga de su paisana Betty Aridjis y uno de los primeros libros que leí fue El poeta niño, de Homero. Me crie, como diría Chema Espinasa, en el “cogollo” de la intelectualidad mexicana.

¿Cómo te ves en esa mezcla entre tu padre y tu madre?

Mi madre, en 1970, decidió continuar su viaje interrumpido por mi nacimiento y el de mi hermano Daniel (1964). Se fue a dar su soñada vuelta al mundo, estimulada por mi papá, que digamos que le tendió un puente de plata. En ese momento Marsha, que firmaba Bidina sus cuadros y dibujos, se había vuelto como su hija mayor y se fue hasta 1976 por toda Europa e Asia. Vivió en Israel, donde solo en un kibutz se asumió judía recogiendo naranjas, y ese fue el único lugar donde fue verdaderamente feliz. Curiosamente, el más orgulloso de que fuéramos judíos era mi papá mexicanísimo (a ella le valía). Aunque no recibí una pizca de educación religiosa, me siento orgulloso de ser judío y descendiente lejano de los Intelectuales de Nueva York, como lo dijo Krauze cuando me recibió en El Colegio Nacional.

Cuando venía de vacaciones, mi mamá se quedaba con nosotros. Hasta Bali llegó, carajo; nos escribía cartas larguísimas que yo ni abría pues me sentía abandonado. Se llevaba muy bien con mi madrastra y éramos un tipo de nueva familia muy propia de los setenta y que ahora es totalmente común. Íbamos todos juntos de vacaciones. La gente pensaba que mi papá tenía dos esposas, pero no. Simplemente tenía una y mi mamá se había vuelto la hermana mayor. Todo esto no era necesariamente agradable para mí. Mi mamá era inmadura, muy conflictiva, una niña echada a perder. Cada vez que anunciaba que venía de visita a México sabía que se acercaban unos meses tormentosos en el orden, bastante pequeñoburgués en el mejor sentido de la palabra, de mi vida. Una vez mi padre nos anunció que llegaba tal día y fuimos todos al aeropuerto a recibirla… y para nuestro regocijo no llegó ella sino su perro solito, pues al Yafni, un cocker spaniel, las autoridades sanitarias de la India le habían negado la entrada. Felicidad total.

Pero al final, suele ocurrir, tuvimos una muy buena relación. Fue una gran abuela de mi hijastro Gonzalo Azócar. Trató de ser pintora, modelo y finalmente hizo una pequeña carrera como ilustradora de cuentos infantiles, en una época en que eso no era tan común. Una señora nocturna que estaba en un escritorio dibujando y fumando mariguana. Por los dos lados, papá y mamá, tengo la actividad creativa en las noches. De día casi no funciono. A menos de que sea una emergencia, ni un artículo soy capaz de escribir bajo la luz natural. Mi actividad empieza cuando se va el sol.

¿Cuándo empezaste a escribir e intentar que tus textos fueran leídos por más personas?

En la juventud, como a tantos jóvenes, me entró la borrachera revolucionaria y la otra borrachera, la alcohólica. Me afilié a lo que quedaba de las juventudes del Partido Comunista Mexicano (PCM) porque las habían disuelto cuando la militancia se fue a la guerrilla. En la adolescencia yo quería ser un escritor y teórico marxista. Estudié dos años de sociología en la UAM Xochimilco, de la que salí huyendo porque era el momento en que tenía que dejar la casa de mi papá por razones de crisis familiar. Le pegó un alcoholismo bárbaro, que yo heredé.

En el PCM me junté con los intelectuales del partido, con el grupo de Roger Bartra, quien pasó de gran maestro a gran amigo, y José Ramón Enríquez, muy influyente en mi formación. Mis primeros artículos aparecieron en revistas de izquierda y eran sobre temas de interés partidario y marxista. Los publiqué como a los dieciocho años. Muy pronto conocí, gracias a Bartra, a la gente de Nexos, donde publiqué en el año 82 un mapa de la izquierda mexicana que diseñó Rafael López Castro y que tuvo gran éxito. A los 20 años los estalinistas de El Día, un periódico de la izquierda del PRI, me acusaban de “eurocomunista de derecha”. No estuvo mal para empezar…

Digamos que mi primera fase literaria fue la del aspirante a teórico marxista, en El machete de Bartra y en El Buscón de Ilán Semo. Y a la vez hacia mis pininos literarios. Empecé a escribir también lo que sería William Pescador. Comencé a reseñar libros en unomásuno, en 82, gracias a Humberto Mussachio. Tampoco pasé por la aduana de Sábado y de Huberto Batis. No sabía que yo iba a acabar siendo un crítico literario. Cuando Bartra se hizo cargo de La Jornada Semanal, en 1989, me ofreció la segunda posición; la rehusé pues ya estaba muy a gusto en Vuelta y tomó mi lugar Espinasa.

Si no me equivoco, te iniciaste escribiendo un texto sobre José Revueltas que fue de tus primeros textos de crítica literaria, ¿no fue así?

No, ese fue un artículo de crítica política, en 1981, que salió en la revista Territorios de la UAM que dirigía Roberto Escudero, a quien quise mucho. Era una petición ridícula de que reingresara post mortem José Revueltas al PCM porque había sido injustamente expulsado. De esas cosas rituales, religiosas, que tenía el comunismo. Pero sí, fue ese el primer texto en una revista importante. Tiempo después, ya en Vuelta, me reencontré con Eduardo Lizalde (lo conocía de cuando todavía estaba con Andrea, la hermana de David Huerta), quien tuvo un periplo político similar al mío y me honró al decirme: “Tú eres el más joven de nosotros”. Se refería a los desencantados del comunismo. Como él, como mi “tía” Mary McCarthy. Fue el reconocimiento de mi momento “Kronstadt”, por aquello que decía Daniel Bell de que a los comunistas les suele llegar, tarde o temprano, ese golpe de decepción, recordando cuando Trotski reprimió a los marinos de Kronstadt, demostrando el verdadero carácter de la Revolución de Octubre.

¿Qué otros críticos literarios leías y admirabas?

Curiosamente había varios y todos tiraron la toalla. José Joaquín Blanco, a quien yo leía mucho; Evodio Escalante, que luego fue mi jefe en la UAM; Adolfo Castañón, que era ácrata y hacía Palos con gente de fama sulfurosa como Héctor Subirats y Rivas, que luego fueron y son mis amigos. Me acuerdo que yo iba a la librería Gandhi y me sentaba en una mesa contigua para escuchar, azorado, sus diabluras. Gente de muy mal carácter como Roberto Vallarino que, a la hora de la verdad, como todos los bravucones, se ponía sentimental.

Había toda una generación de críticos que eran entre cinco y diez años mayores que yo, que estaban en actividad y que para mí fueron una inspiración. Lo que pasa es que ahí se repitió el mal ejemplo de Emmanuel Carballo: que se cansan a los cinco años. Carballo se hartó, se volvió editor, se volvió marxista, hizo la meritoria labor de las biografías precoces aquellas… Yo creo que fue un crítico importante, pero era un hombre muy provinciano. No veía más allá de la literatura en lengua española. A mí me ofende que me comparen con él solo porque como crítico semanal duró pocos años, quizá siete. Yo llevo 43 años en esto: miles y miles de cuartillas de las cuales, como rezan los clásicos, sobrevivirán unas pocas. Comme il faut. José Joaquín se fatigó muy rápido (nunca he hablado con él, un par de saludos, nada más), pero leí su Vasconcelos, de 1977, mismo año de su Crónica de la poesía mexicana. Obviamente leí José Revueltas: una literatura del “lado moridor” de Evodio. El problema es que, por distintas razones, fueron dejando la crítica literaria. Escribían en el suplemento de Carlos Monsiváis, que conmigo fue hasta diligente. Y José Emilio Pacheco. Los atacaba y me respondían con bofetadas con guante blanco.

“Como crítico literario me considero totalmente autodidacta.”

¿Cuándo empezaste a publicar en la revista Proceso?

Entré por David Huerta en 1983, justo cuando me vine a vivir a Coyoacán en esta casa donde estamos. En la época en que mi mamá salía con David –duraron algunos meses–, él me metió a Proceso. Antes lo había intentado Federico Campbell. Empecé en Proceso cuando salió Marco Antonio Campos, quien a su vez fue muy generoso con esos encuentros de literatura joven que organizaba, recuerdo que al final se paseaba por el camión y repartía entre los jóvenes lo que había sobrado de viáticos, pues paga no había…

Se fue de Proceso y yo era el que estaba en la banca, entonces empecé a publicar cotidianamente ahí. Ahora no se puede entender la importancia que tenía Proceso en esa época. En un país donde no había democracia, ni ningún otro medio de enterarse de lo que realmente pasaba en el país, la única ventana a la verdad pública era ir corriendo el domingo al Sanborns a comprar Proceso. Ser reseñista de Proceso me dio, muy joven, visibilidad. Y también ocurrió algo de la que solo hace pocos años me di cuenta. Como yo empecé muy joven, quedé del todo en el siglo pasado. Desde entonces se pensaba que yo era mucho mayor de lo que en realidad era. Veo notas críticas que dicen: “La generación de Jorge Aguilar Mora, Héctor Manjarrez, Domínguez Michael y José Joaquín Blanco piensa de Revueltas esto y lo otro”. En efecto, los tiempos se van acortando. Los diez años que hay entre Castañón y yo, o los doce que hay entre Sheridan, Blanco y yo, quedan en poca cosa. Me considero a mí mismo, para no hablar de generaciones sino de décadas, el más joven de los años cincuenta. Estoy más cerca de Chema Espinasa (1957) o hasta de Rivas (1950) o Castañón (1952) que de Jorge Volpi (1968) o Julián Herbert (1971), por decirlo así. Cuando salió Los detectives salvajes en 1998, me preguntaban: “¿Tú conociste a Bolaño en el DF?” Por supuesto que no, porque los siete años que hay entre sus amigos de entonces, los de Bolaño y yo, son muchos cuando uno es jovencito. Mientras Juan Villoro y Verónica Volkow hacían tertulia, taller o fiesta con Bolaño, yo estaba jugando fútbol en el patio de mi casa. A Bolaño nunca lo conocí y me enteré de él, igual que tú, cuando salieron sus libros.

Foto: Alejandro Arras

¿Cómo entraste a Vuelta?

En 1981, tras hacer mi “grand tour” por Europa, con Brontis Jodorowsky, mi mejor amigo desde la infancia en la Zona Rosa y luego en los Edificios Condesa, reculé en Barcelona en casa de Nieves y Ricardo Muñoz Suay. Ricardo había sido expulsado del Partido Comunista Español antes que Jorge Semprún y Fernando Claudín, hacia 1960. Hay una película sobre él porque se pasó buena parte de la Guerra Civil resguardado por sus padres en un tapanco. Cuando escuché en la mesa a Ricardo decir –era la segunda Guerra Fría, la de Reagan– que de haber guerra mundial estaría con los Estados Unidos, se me cayó la sobrasada de la boca. El año anterior el PCM me había enviado a la URSS y no me gustó nada, pero el señor es lento en iluminar a sus creaturas, como repetía  Paz, exasperado. Ricardo, cuando empecé a echarle mi rollo, me desarmó no una sino cien veces, porque paseábamos diario por Muntaner a su perro Yago. Me dijo que me olvidara de Revueltas y de las herejías marxistas, y regresara a México a buscar de inmediato a Paz. Lo pospuse varios años, pero mis lecturas de Kolakowski, de Aron y de Weber me fueron abriendo los ojos. Conocí a Enrique Krauze en una mesa redonda sobre Cosío Villegas, el 10 de marzo de 1986 en el Palacio de Minería, en el décimo aniversario de su muerte; justo diez años atrás él había conocido a Paz en el sepelio de don Daniel. Y Enrique (a quien tanto debo, formativamente) me invitó a Vuelta, donde ya estaba Aurelio Asiain, amigo desde antes. Llegué lleno de escrúpulos morales y religiosos, como si fuera Georg Lukács, pobre de mí, pactando con el diablo, pero al revés. Oír a Paz platicarnos tres veces al mes durante un par de horas era un privilegio. El interludio lo ocuparon mis años en La Gaceta del FCE, donde Castañón, Rivas, Pancho Hinojosa, Daniel Goldin, Tedi López Mills, Julio Hubard, Jaime Moreno Villarreal y algún otro, vivíamos en estado de falansterio literario; primero iba a entrar en lugar de Alejandro Katz, que regresó a la Argentina, luego ocupé el lugar de Rafael Vargas, que se fue de diplomático. Gracias a ellos llegué a Vuelta más leído y escribido.

Al caer el Muro de Berlín, en 1989, me di cuenta de que mi corazonada había sido justa. Pero de la izquierda mexicana, donde estaba mi origen y a donde conservaba amigos admirables, me decepcioné por completo después, cuando en enero de 1994, salieron a las calles a festejar que México al fin tenía una guerrilla, la de Marcos, y media intelectualidad peregrinó a la selva a festejarlo. Paz tenía la razón: su conversión a la democracia era una falsa palinodia, es cosa de verlos hoy día en el poder. Desde 1987 hasta el día de ayer he escrito primero para Vuelta, luego para Letras Libres. Ni hablar, soy hombre de partido. Vuelta era un tipo de medio jerárquico que yo conocía muy bien, como lo cuento en mi biografía de Paz.

¿Qué hay de Guillermo Sheridan, que está tan cerca de tu obra?

A Guillermo lo conocí a principios de los ochenta en una comida en la Imprenta Madero en que él iba con Magolo, su primera esposa, y su hijo Esteban, que era un bebé. Yo iba acompañando a mi madre y a David Huerta. Pero empecé a tratar a Guillermo, ya estando en Vuelta. Se volvió uno de mis mejores amigos y, a diferencia de otros, lo sigue siendo. Es un gran prosista, nuestro único humorista en el sentido estricto de la palabra. Leyó previamente Tiros en el concierto (1997) y, tras no pocas correcciones, le dio el imprimatur.

En algunos ensayos has mencionado que cuando eras joven había un grupo que solía hacer tertulia en la cantina La Guadalupana, en Coyoacán. Me sorprende que muchos de los que se juntaban ahí se convirtieron en escritores reconocidos. ¿Podrías platicar más de esos encuentros?

Sí, en los 80. Puedo decir que fui uno de los fundadores de La Guadalupana. Llamarla tertulia es muy elegante porque eran unas borracheras pavorosas, los viernes. Y sí, hay un grupo fundador. Estaban Víctor Manuel Mendiola, Antonio Deltoro, el pintor Paco Icaza, Mariano Flores Castro, Eduardo Hurtado… Más vino que rosas. También estaba la onda más gruesa que era ir los jueves al Nueve, que era un bar gay que los jueves cometió la imprudencia de dejar entrar a los heterosexuales. Luego se fueron los gays porque los invadimos y clausuraron el lugar. En los 80 había mucho reventón. Dada la distancia que había entre mi casa y La Guadalupana, todo el tiempo tenía afters o gente que venía aquí a tomarse los primeros tragos o pasar al tocador –por fortuna la mayoría de esas personas ya se murieron o dejaron de beber y ya no aparecen por aquí. La Guadalupana tuvo sus mejores tiempos entre 84 y 88. En 89 la cierran y nos fuimos a El Hijo del Cuervo, que primero era un hoyo nada funky en la Plaza de la Conchita, y luego Alejandro Aura y Carmen Boullosa lo mueven a la Plaza de Coyoacán. Ahí continuó la tertulia literaria. Aparecen personajes nuevos como Eduardo Milán, por ejemplo, quien también fue muy amigo mío y pese a tantos líos nunca he dejado de quererlo, aunque ya casi no nos vemos. No, no voy a echarle la culpa a la ciudad. Con la edad se pierde el apetito social… Poco después dejé el alcohol. Eso coincidió, o quiero pensar que coincidió, con la migración hacia la Condesa de los intelectuales y la llegada de otra generación que era más bien de artistas muy contemporáneos, primero llamados postmodernos, luego conceptuales… Actualmente Coyoacán se despobló. Yo camino mucho en la noche, sobre todo desde la pandemia, y pueden pasar semanas sin que me encuentre a alguien conocido. Más fácil reconocer a alguien en una playa en Nayarit que en Coyoacán. Se ha vuelto un sitio horrendamente popular.

Hablando del reventón, ¿crees que nutrió también tu trabajo literario? Te haría la pregunta que le hice a Hugo Hiriart: ¿qué te dio y que te quitó el alcoholismo?

Pues me dio mucha diversión, muchas fiestas inolvidables, algunas novias fabulosas. Y en medio de todo esto, por supuesto que había una vivísima conversación literaria con Espinasa (además, fue mi roomie un tiempo, le aprendí muchísimo) o con Héctor Manjarrez o Eduardo Vázquez Martín, Carlos Gaytán o Galo Gómez. Iban mujeres como las García Bergua, las islandesas, muchas pintoras. Por fortuna, mi alcoholismo duró muy poco porque yo presenté un fenómeno que se llama tolerancia invertida. A los 30 años me tomaba dos copas y me desmayaba, mi alergia al alcohol era tan grave que ni siquiera podía emborracharme. Simplemente colapsaba. Varias veces acabé en el baño de esta casa inconsciente en un charco de sangre porque me había tropezado queriendo orinar. Pude haber muerto en un accidente doméstico. Esto me obligó a dejar de beber a los 30 años. Mi alcoholismo, en grado ascendente, duró entre 85 y 92. Y como fue breve en relación a la mayoría de los casos, me quitó poco. No voy a hablar del daño espiritual y emocional, eso que es igual en todos los alcohólicos. Me autointerné en el Pabellón Psiquiátrico del Sanatorio Español: entré caminando, salí caminando y yo pagué con mi tarjeta. Por ese motivo dejé también el Fondo de Cultura Económica. Ya era un poco vergonzosa mi situación con mi jefe, que era Adolfo Castañón. Estuve doce días en el sanatorio. Salí de ahí ya muy convencido de que no podía beber por razones fisiológicas. Todavía tuve un par de breves recaídas y en septiembre del 92 dejé de beber definitivamente hasta el día de hoy, gracias a AA. Afortunadamente mi tipo de alcoholismo me ahorró décadas de sufrimientos, pérdidas y desastres. Mucha gente ni se enteró de lo que pasó, porque fue todo en meses. Para mí fue muy fácil dejar de beber porque la calidad de mi vida aumentó tan rápido y tan espectacularmente que nunca encontré, ni he encontrado ninguna razón para volver a beber. Eso me permitió escribir los libros que he escrito.

Tras esta experiencia, ¿no te volviste, como muchos, religioso?

No, para nada. Mi padre era muy juarista, muy masónico y luego se volvió –imitándome a mí– comunista. Era un hombre muy de izquierdas, pero de ese tipo de izquierda que ya no existe, que más que marxistas, leninistas o comunistas, eran admiradores de la Unión Soviética como el país del futuro, de la ciencia. Mi papá era muy positivista del siglo XIX por reacción a los Hermanos Maristas que lo educaron. Nunca tuve ningún tipo de educación religiosa. Mis bisabuelos judíos de la frontera móvil entre Rusia y Polonia eran remotísimos. Mi mamá creció ya como una niña judía típica neoyorquina, integradísima, aunque cuando fue a ver a la McCarthy era porque al fin había cuota para los judíos en Columbia y tenía chance de entrar. Ni por el lado de mi mamá ni por el lado de mi padre –que obviamente venía de una familia católica mexicana con tentaciones, al final, espiritistas o pentecostales– tuve el menor sesgo de educación religiosa, lo cual estuvo bien porque no tengo cuentas que saldar con ninguna confesión. Eso me permitió hacer mi biografía de Servando Teresa de Mier desde la curiosidad del que no sabe nada. Cuando empecé a escribir Vida de fray Servando (2004) yo no sabía ni lo que era una misa, ni cómo se debía saludar a un sacerdote. Ese libro tiene la virtud y el defecto de que es el viaje de alguien por una tierra totalmente desconocida.

¿Cómo nació tu interés por Fray Servando? ¿Por qué escribiste esa biografía?

Leí El mundo alucinante de Reinaldo Arenas –mi Vida de fray Servando es hija del boom latinoamericano–. Creo que Reinaldo forma parte del boom y generalmente es injustamente excluido. Lo vi en Madrid en 1989 un rato, ya muy enfermo, y me dijo que a él Lezama Lima le había recomendando las memorias de Mier. Me gustó Servando y me puse a leer sobre él, y rápidamente me di cuenta que no había ninguna biografía estándar, por así llamarla. Detesto las biografías noveladas o las novelas biográficas, promiscuidad de género. Quería escribir una biografía-biografía. Y como yo abandoné la universidad, de cierta manera pude hacer mi propia carrera universitaria con mi fray Servando, pues cumple con todos los estándares académicos. Como dijo alguna vez mi amigo el doctor Javier Garciadiego, mi colega en El Colegio Nacional: yo soy un historiador profesional, pero no académico.

¿Qué opinión tienes sobre los académicos y los autodidactas?

Todos ellos, empezando por Paz, comenzaron carreras universitarias y no las acabaron, que no es exactamente lo mismo que ser autodidacta. Castañón creo que sí se licenció. Otros, como Sheridan o Fabienne Bradu, también cumplieron con la carrera académica y tienen sus doctorados y todo. Era bastante común que los escritores empezaran carreras de Leyes o de Letras y que la abandonaran. Yo empecé Sociología y deserté. Como crítico literario me considero totalmente autodidacta aunque la mayoría de mis maestros muertos de la Edad de Oro de la Crítica, los que leo por convicción, fueron académicos de alta escuela. Lo cual tiene grandes ventajas porque me ha permitido hacer una obra en libertad sin las censuras académicas. Tuve amigos muy cercanos, como Alejandro Rossi o el propio Bartra, que lamentaban que no hubiera acabado la carrera. Por cuestiones materiales, no haber hecho una carrera universitaria tuvo, tiene aún, su costo… Pero quizá sería otro tipo de escritor de haber ido a la universidad. Soy de los pocos escritores mexicanos que solo han pisado dos veces en su vida la Facultad de Filosofía y Letras: una vez fui a dar una conferencia que horrorizó a las hermanas Galindo (hay que leer una biografía de Monsiváis para saber quiénes fueron) y otra a buscar una muchacha. Nada más.

Qué contradictorio que lo dijera Alejandro Rossi, siendo un filósofo académico que en el fondo siempre quiso ser un escritor de literatura

A Rossi le parecía muy mal que yo no hubiera acabado la carrera (Como le parecí pésimo como futbolista. Resulta que los jueves me tocaba ir a verlo, religiosamente, a las cinco de la tarde, y si la conversación se prolongaba, como era frecuente, me perdía mi partido de fut rápido, a las ocho, en Mixcoac. Iba yo a verlo de saco y corbata con mi uniforme debajo del traje de vestir. Un día confesé, y en unos minutos su chófer nos llevó al partido. Quedó tan decepcionado de mi rendimiento, que me quitó la palabra unas semanas).

El tema de Rossi daría para mucho de qué hablar. Alejandro se sentía al mismo tiempo un gran escritor y una figura clave en la difusión de la filosofía analítica en México. Él sí dejó la filosofía, pero la dejó bien titulado y con un libro que se volvió de cabecera: Lenguaje y significado. No la abandonó como los otros. Él acabó y de ahí se pasó a la literatura, pero ya con el prestigio de la filosofía analítica a cuestas. Y en todo el mundo, no solo en México, tener una obra grande, importante, prestigiosa, no te ayuda gran cosa, como ensayista y crítico, si careces de títulos académicos. En Estados Unidos se asustaron cuando llegaron los Pacheco y los Fuentes, y cerraron los cargos para los no titulados o apenas licenciados de las generaciones siguientes, gente muy brillante sin haber acabado la carrera. Ya no es fácil irse para allá indocumentado, críticos literarios incluidos. Tanto mejor. Además, yo sería el peor de los candidatos: whitemexican, heterosexual, reaccionario, canonista, antiwoke y en edad de jubilación.

Foto: Alejandro Arras

Quiero preguntarte sobre tu Diccionario crítico de la literatura mexicana (1955-2011). Para mí es un libro fundamental. ¿Cómo surgió la idea del diccionario?

Curiosamente fue un libro que causó mucho escándalo, simplemente porque los que no estaban se enfurecieron. Lo hice por comodidad. Cuando eres crítico, cada cinco o seis años tienes que recopilar tus textos. Y si tú ves la primera y la segunda edición, fui agregando. Lo hice diccionario por sentido práctico, para cada cierto tiempo poder agregar a la entrada de Rulfo un nuevo texto sobre Rulfo, o agregar a la entrada de David Huerta un nuevo texto sobre David, etcétera. Y escogí un título que a la gente le molestó, a pesar de que cumple con lo que cualquier diccionario de la lengua te dice que es un diccionario. Los que no incluí se sentían muy ofendidos de que yo osase llamarlo diccionario crítico. Si le hubiera puesto Recuento personal y lo hubiera publicado en Era, y no en el Fondo, no hubieran armado tanto escándalo. Pero como el Fondo es del Estado, sentían que no estar en el Diccionario era como ser rasurados del padrón electoral. Y algunos autores no están porque no pueden estar todos; como dice Borges, un mapa del tamaño de la realidad no es un mapa. Hay algunos que no están porque simplemente no ha llegado el momento de que escriba un texto bueno sobre ellos. Una vez el cubano José Manuel Prieto –porque en el Diccionario hay personajes no mexicanos que hicieron su vida literaria en México– me reclamó en Zacatecas: “¿Por qué no estoy en tu diccionario?”. Y le dije, “José Manuel, los textos escritos sobre ti, todos ellos favorables, son muy malos. No te metí porque no tenía un buen artículo sobre ti”, argumento que nadie te cree, pero es verdad. También hay textos sobre autores que detesto, como Jaime Sabines. Ya está la tercera edición, la está trabajando mi asistente. Pero vete a saber dónde se publicará en este tiempo de rufianes en que vivimos.

Y no están en mi Diccionario los muchos escritores que no me gustan ni me interesan: yo no tengo la culpa de que no haya otros críticos sensibles a su trabajo que les den su lugar en antologías o diccionarios. Pero tal parece que mi aprobación les importaba mucho.

¿Cómo funciona la sistematización de tu obra? ¿Cuál es el criterio para ordenar tus textos?

El 80 por ciento de lo que yo hago está planeado para ir a dar un libro. La gente que ve mis cosas observa un caos lovecraftiano. El domingo escribí sobre Gabriel Wolfson y el que escribí ayer es sobre las memorias de la viuda de Dostoievski. Lo planeado es que Wolfson irá a la W del Diccionario en la próxima edición, y lo de Dostoievski a la próxima edición de Los decimonónicos (2012), si la hay. Todos mis textos los voy metiendo en cajitas. A veces hay imponderables porque se muere Perenganito, o porque sale un libro que tus editores te piden atender… Generalmente yo gozo de la libertad de escribir sobre lo que yo quiera, pero hay obligaciones profesionales que cumplir, lo mismo en Letras Libres que en Confabulario de El Universal… A mí, las novedades me dan cada vez más flojera, pero hay que cubrirlas, lo mismo que los centenarios y otros aniversarios que siempre te llevan a lugares inesperados. Me gusta abrir ventanas y asomarme… Cada año hago un plan de lo que voy a escribir, del cual se cumple un 60 o un 70 por ciento. Todo está tibiamente calculado.

“Cada época tiene sus miserias y la gran miseria del siglo XXI es Twitter”

Un crítico a veces apuesta por un autor y el tiempo pone las cosas en su lugar. Por ejemplo, apostar por una novela de Jorge López Páez o de Juan Vicente Melo o sobre Héctor Manjarrez y ver que a lo mejor no son tan leídas, o a la inversa. ¿Cómo vives eso?  

Es siempre desconcertante. Casos ejemplares los de Héctor Manjarrez o Ana García Bergua, escritores estupendos que no han tenido el reconocimiento que merecen, pero de quienes (y de muchos otros de mis “clásicos”) ya no me puedo ocupar porque el crítico cuando escribe ocho veces o más sobre un autor a lo largo de cuarenta años se repite ad nauseam. Es un carrusel de argumentos manidos que da la vuelta sobre su propio eje y el crítico va envejeciendo sobre su caballito de batalla y de feria. Penoso.

Le toca a tu generación, Alejandro, tener sus propios críticos y que ellos juzguen a su vez mis juicios, mis cegueras… Y todo lo demás. Además, ya no siento mucha devoción por la novela como género. Y eso me lo advirtieron y me enojaba. Me dijeron: llega cierta edad en que leer novelas aburre. Totalmente cierto. Para empezar, una novela que no me gusta la dejo en las cinco páginas. Ahora leo mucha poesía, historia siempre, filosofía, teatro, historia de la pintura, crítica musical… Y si estoy obligado a escribir sobre una novela, pues leo el principio, la mitad y el final. El crítico literario, como cualquier otro oficio, tiene sus trucos y trampas. No he llegado al grado de inventar un libro y un autor y una reseña, como un querido amigo que mencioné, pero espero llegar… Será la caída del telón… Por cierto, cuando murió López Paéz, un tipazo, lo releí y salvo por El solitario Atlántico, lo hallé malísimo… Por cierto, habría que averiguar qué fue de la colección de dibujos homoeróticos de Juan Soriano que López Páez tenía en su departamento, en la calle de Havre precisamente…

Y si yo reviso mi primer libro importante, de 1989-1991, que es la Antología de la narrativa mexicana del siglo XX –que hace muchos años que está fuera de comercio– y veo la selección que hice, hay autores que me digo: ¿pero estabas verdaderamente idiota? Pero en cambio, creo que esa antología sí sentó un canon. Y responde a un momento ya muy remoto de la vida en México, en que las cosas debían ser democráticas. Esa antología está hecha para que estuvieran representadas, como si fuera la Cámara de Diputados, todas las voces. Por ejemplo, tiene cosas simpáticas: está Antonio Velasco Piña (1935-2020), un autor de bestsellers que en los ochenta se metió al rollo del aztequismo de los concheros, del Quinto Sol y de ir a Teotihuacán los domingos.Y sacó una novela espantosa que se llama Regina, que es la historia de una edecán del 68 que muere el 2 de octubre, pero que en realidad resucita para ser la guardiana de los templos del México prehispánico que regresará, si es que recuerdo bien. Era súper popular en los ochenta y yo estaba haciendo, sin saberlo, crítica de la recepción. Entonces dije: bueno, este señor Velasco Piña, lo mismo que Luis Spota (lamentable escritor, no le creas a quienes le quieren sacar jugo a su centenario), que también está en la antología, tienen un público y es representativo de cómo se veía la política en el diazordacismo y en el echeverriato. En mi Diccionario (2007 y 2012) está Taibo II. No me gusta, pero da ternura su mente infantil y da pavor su orgulloso bolchevismo, y al leerlo uno comprende cómo ven el mundo los trogloditas en el poder. Pero, volviendo al tema, pensaba yo en los noventa del XX en los derechos del lector. Aquella vieja explicación está en los prólogos reeditados en uno de los tomos de mis Ensayos reunidos, publicados por El Colegio Nacional.

Es curioso que a veces se necesita de esta especie de carisma o de cosa social para que te lean, lo cual es terrible. Hace poco me enteré que en un dictamen de una famosa editorial se evaluó que el autor que se estaba dictaminando tuviera followers en internet…

No soy de los que cree que vivimos en la peor de las épocas posibles, pero cada época tiene sus miserias y la gran miseria del siglo XXI es Twitter. A todos aquellos que han tenido esa madre los considero responsables de la victoria de Trump. Me parece un medio de comunicación nefasto de principio a fin. Pero también me parece maravilloso vivir en una época en que un muchacho en Nigeria o de Ecatepec toque su teléfono y oiga una sonata de Mozart o la música remota que sea de su gusto, aunque la música nunca es remota. Esto de los followers en Twitter –hoy X– tiene que ver con una cosa muy vieja, es otra variante, más universal, fluida y a la vez aparatosa, de la publicidad. La mayoría de los que se dicen críticos, no solo literarios, sino de cualquier arte, aquí y en el resto del mundo, en el siglo XIX habrían sido llamados con toda justicia, publicistas. Ni más ni menos.

Por ejemplo, a mí me parecen mucho más importantes Pablo Soler Frost y Jordi García Bergua, que todo el Crack. Jordi (no lo conocí) se suicidó en 1979 con una novela byroniana y veneciana: solo Pancho Segovia y yo le hemos hecho caso aunque fue un magnífico prosista. Es cosa de abrir Karpus Minthej y leer un poco en voz alta la prosa, como hace el poeta José Luis Rivas en las librerías. Esa es la prueba del ácido… Supongo que también unos pocos moriremos en soledad admirando a Melo…

Y los amigos del Crack, además, fueron mezquinos, vendiéndose como pioneros: mexicanos hablando más allá de la cortina de Nopal.  Fue fácil rebatirlos. Cuando ellos aparecen y se hacen toda su publicidad que les diseña, en parte, Sandro Cohen (otro que me tendió la mano de joven y como buenos gringos nos veíamos a comer hamburguesas), que en paz descanse, ahí estaban los libros de Pablo. El que había escrito sobre submarinos en la Primera Guerra Mundial era Soler Frost, autor con una vida en tensión, porque atrás de esos submarinos o de las guerras bizantinas hay un erotismo que emerge, no solo agregadurías y licenciaturas acumuladas. Hizo mal Pablo en no seguir el consejo de Hugo Hiriart. Cuando fuimos sus becarios del INBA, le dijo que se metiera al Servicio Exterior y se alejara de México. (A mí me dijo que le preocupaba mucho porque en mí había nacido primero el impulso crítico que el impulso creador y acabaría por tomar el lugar de Antonio Castro Leal en El Colegio Nacional, y tal cual ocurrió). Y con una prosa, la de Pablo, que ya quisieran los del Crack (excepción hecha de Vicente Herrasti). Entonces hay política editorial, como siempre la ha habido, y los del Crack se armaron de un aparato de difusión en México y España, pero Dios los castigó. Vino la crisis de 2008 y adiós. ¿Por qué? Porque tienen una prosa muy fea: el lenguaje no actúa. Y porque confunden la sociología con la literatura. Si yo escribiera novelas –por eso no las escribo– serían como las de Volpi. Es decir, sociología del siglo XX.

Hace poco se reeditó Tiros en el Concierto en la editorial Grano de Sal. Es un libro que publicaste hace mucho tiempo. ¿Cómo te sientes ahora que circula ante un nuevo público?

Ese es mi libro preferido, mi hijo consentido. Todo lo que soy viene de ese libro. De ahí surge la biografía de Fray Servando, como antecedente. Obviamente tenía que seguir a Tiros… la biografía de Octavio Paz (2014 y 2019). Está ahí también, en Tiros…, mi gran pasión, que no es la literatura, y es escuchar música clásica. Uso el símil tan común: la literatura es mi esposa; la música, mi amante. Ahí en Tiros en el concierto están los clásicos mexicanos de rigor, con la excepción interesante de Salazar Mallén. Me acuerdo que a Paz le daba mucha risa que yo hubiera sido amigo de Salazar Mallén (risas), le parecía absolutamente alucinante, para él era un recuerdo desagradable de los años treinta. Conocí a Rubén en un camión rumbo a su tierra, a un congreso de la UNAM en Xalapa. Escribía yo que sus novelas apestaban y me seguía queriendo, a sus ochenta años, como a Javier Sicilia, que siempre está en mis pensamientos. Pero cuando se murió Salazar Mallén y le avisó Gerardo Ochoa Sandy, de Proceso, Octavio se conmovió (rompo el acuerdo tácito que Asiain y yo tenemos de solo hablar de él por su nombre propio cuando estamos, digamos, en familia, entre personas que lo trataron).

Me interesa mucho que menciones la música porque tengo la impresión de que en el mundo literario hay poca melomanía. Mis amigos escritores, digamos de mi edad, no son muy dados a escuchar música. Es algo que pasa con tu generación, ¿no es así?

Los escritores se dividen en los que les gusta la pintura, que son la mayoría, y los que les gusta la música, como José de la Colina, como Gerardo Deniz (a quien nunca traté, lástima, porque cometí el pecado juvenil de llamar a su casa y preguntar, con evidentes malas intenciones, por su hija, la hoy primera actriz Laura Almela), como Jorge Aguilar Mora (lástima que tenía tan mal carácter, pues era el melómano ideal). Paz era sordo, por ejemplo. Está la anécdota que cuento en la biografía: que Paz llega a la Sala Margolín, que era una tienda legendaria de discos ahí a la vuelta de la Casa del Poeta. Se ve que tenía que comprar un regalo para un cumpleaños, y empezó: “¿Qué tiene de Stockhausen? ¿Qué tiene de Mario Lavista? ¿No tiene nada? Qué vergüenza” (risas). “Bueno, deme Las cuatro estaciones y esos highlights de Madame Butterfly.” Octavio, nada de música, cero. Y sí, generalmente los escritores no son muy melómanos. Son más melómanos los pintores, por ejemplo.

¿A ti qué te gusta escuchar?

Música clásica. Aclaro que sé de discos, no de música propiamente dicha. No leo partituras, a diferencia de Álvaro Mutis, quien decía que él no cometió dos de los pecados de juventud propios del siglo XX: el deporte y el marxismo. Yo no cometí el rock, aunque fui marxista y un pésimo centro delantero. Metí tan pocos goles que cada uno de ellos lo recuerdo perfectamente. A mí el rock siempre me fue indiferente. No es que si voy en el coche y sale una rola que me recuerde a una novia, no me guste. Pero yo jamás, y menos ahora, adquiriría música de esa naturaleza. Salvo Patti Smith, que es la única que está en mi iTunes. Siempre he querido escribir sobre los gringos pensando en ella y en mi madre. Las inocentadas del aire acondicionado, siguiendo a Henry Miller.

¿Ni la música de los ochentas? ¿La música para bailar?

Jamás. Nada de eso. El doctor José Luis Domínguez, mi padre, era un señor que escuchaba todo el día la XELA. Gracias a personajes como Teodoro González de León he tratado de educarme en la música clásica contemporánea, que es bastante difícil. Se descifra. Pero me gusta toda la música clásica, desde los cantos gregorianos hasta Martinů y los grandes compositores de la mitad del siglo XX. Más allá me aventuro, lo confieso, con precaución y algo de fastidio. Ese es el problema epistemológico de la música contemporánea…

Esto me lleva a preguntarte por un escritor que admiro mucho, Luis Ignacio Helguera. Disfruté mucho de El atril del melómano y fue, como tú sabes, la parte musical en Vuelta. ¿Fue tu amigo? ¿Cómo ves la obra de Luis Ignacio Helguera?

A Luis Ignacio le pasó lo que me hubiera pasado a mí si yo no hubiera dejado de beber. Los dos somos del 62. Yo fui de los que trataron de llevarlo a Alcohólicos Anónimos para que dejara de beber. Pues qué tristeza: no pudo.

No éramos muy amigos porque Luis Ignacio, en parte por el alcohol mismo, era muy rabioso y bien grosero. Tengo un recuerdo muy triste. Poco antes de la muerte de Luis Ignacio yo estaba echando canastas en el patio de esta casa con mi hijastro Gonzalo, que tenía unos seis años. Eran los tiempos cuando había grabadoras, entró una llamada de Luis Ignacio. Quién sabe qué quería de mí, estaba absolutamente pedo. Y mientras jugábamos básquet allá afuera, se oían a lo lejos los delirios ebrios de Luis Ignacio en la grabadora: qué te puedo decir, el cielo y el infierno.

Es una obra la suya interrumpida por el alcoholismo. Lo que llegó a sacar es bueno, tiendo a estar de acuerdo contigo. No sabemos qué más nos esperaba. Su obra era promisoria, es la palabra exacta. Como decía Sainte-Beuve, no nos queda otra que recoger a los que van cayendo primero que nosotros durante la batalla y honrarlos. A propósito de Sainte–Beuve: mis adversarios me acusan de anticuario y se equivocan: si tomas los 40 artículos que escribo al año, en promedio, la mayoría suelen ser sobre autores contemporáneos, no necesariamente mexicanos, eso sí.

Foto: Alejandro Arras

Tu pasión por los franceses, ¿de dónde viene? ¿Cómo nació esta pasión por los franceses y no por los alemanes, por ejemplo?

La pregunta me alarma porque es muy propia de tu generación. Yo soy de la última generación en que la literatura antes que nada era francesa. Puedes también ver eso en Castañón. Todo cambió. A mí me pasa que al preguntarle a jóvenes de tu edad si saben francés me dicen: no, tampoco sé chino. Como si el francés fuera cualquier otra lengua. Para mi generación, todavía era la lengua literaria por excelencia. Yo, como parte del desorden de las escuelas activas de los setentas, no tuve una buena formación en idiomas. Y como mi mamá se fue a darle su vuelta al mundo, no soy bilingüe. Yo aprendí inglés en la escuela como todo niño mexicano y hablo un inglés espantoso, aunque le leo perfectamente, igual que el francés, el italiano y el portugués. Cuando dejé de beber, entre mi plan de restauración personal estuvo, justamente, ponerme a estudiar francés, contraté una maestra que venía todos los días. A los tres días, ella muy apenada se dio cuenta que yo no sabía gramática española, lo cual cambia la manera tradicional de enseñar una lengua. Claro, en la escuela activa no enseñaban gramática. Así que me hice escritor por oído, por nota. Desde Proceso, además, en el mundo feroz del periodismo, tuve correctores inclementes y expeditos… cuando me pasaba de las tres cuartillas de rigor, cerraban en el último punto y coma, y lo demás, a la basura.

Pero antes de eso, en traducciones, leía a Stendhal, Balzac y los grandes franceses del siglo XIX. Y como decía Borges, que era absolutamente galofóbico: la literatura francesa es la más importante de todas las literaturas. Por calidad y por cantidad. No tienen un Dante ni un Shakespeare porque no lo necesitan. Al mismo tiempo, me desquicia la afición de tu generación por todo lo gringo. Me parece otra vez la sumisión colonial, solo que por razones distintas. Cuando veo a las chavas imitando a Maggie Nelson, digo: “mta madre”. Mi papá era un señor que no leía francés, pero cada vez que pronunciaba, como podía, la palabra “Baudelaire”, se le llenaba de saliva la boca. Era La Literatura. Heredé los clásicos de Aguilar, estos espantosos en dos columnas. Y luego estuve doce años casado con Judith Harders, una psicoanalista francesa, ya mexicana, que es la mamá de mi hijastro. Tuve oportunidad de conocer la provincia francesa, y a mi suegro, y a mi suegra, y a los cuñados. Inolvidable para mí la experiencia de la Francia profunda. Entonces, creo saber bien de qué me hablan cuando se trata de un pueblito de Balzac o del cura de Bernanos. O el lado francés de Ariana Harwicz, para hablar de otra argentina de hoy, escritora notable.

Sainte-Beuve es una figura que siempre está presente en tu obra. ¿Estás escribiendo una biografía sobre él?

Sí. La tengo detenida porque en la pandemia se me ocurrió –ese momento fatal en la vida de todo escritor– escribir un libro para ganar algo de dinero. Siempre se fracasa en esa empresa idiota. Estoy escribiendo una historia literaria del populismo. Y ya estoy acabando. Cuando la acabe y la entregue, retornaré a Sainte-Beuve, que se quedó a la mitad. Escribí el principio y el final. Falta lo de en medio. Yo creo que eso saldrá en pocos años. Es un libro que nadie necesita porque en Francia hay  quince biografías buenas sobre Sainte-Beuve. No hay ninguna en español y la escribo porque para mí es muy divertido. Y pues sí, es una forma vicaria y en extremo vanidosa de la autobiografía: responder qué es un crítico literario partiendo del primero que fue crítico literario, que fue él.

Eso me lleva a preguntarte sobre lo difícil que es para la crítica literaria realizar análisis de valores. Explicar qué es una buena obra y qué es una mala obra…

Es lo más difícil que hay. Tú te agarras a alguien que no sabe, que no ha leído o que ha leído poco. Explicarle a esa persona por qué ese libro es bueno y aquel es malo es dificilísimo. Para dar esa explicación de manera consistente necesitas haber estudiado estética en serio. Schlegel, que me hizo descubrir Sheridan. Y a la vez creo que hay un sexto sentido. El buen lector es una especie que no abunda ni tiene por qué abundar. Y cuando alguien es lector distingue entre Isabel Allende y García Márquez. ¿Cómo? Quién sabe. Así como sí creo que existe la inspiración y las musas, y toda esa magia negra o blanca de la literatura, creo que también funciona en el lector. El buen lector distingue y escoge bien. Ahora, explicarlo es la labor de la crítica. ¿Qué es la crítica literaria? Estética aplicada. Entonces explicarlo sí es lo más difícil. Es facilísimo echarse un rollo sobre Faulkner, porque partes de que la gente a la que te diriges sabe o cree saber quién fue Faulkner. Ahora, decir por qué el último libro de X no es bueno, pero el de Fabio Morábito sí, eso es muy difícil didácticamente.

“Explicarle a esa persona por qué ese libro es bueno y aquel es malo es dificilísimo.”

Y el crítico se forma frente a lo que no le gusta, ¿estás de acuerdo?

Es el principio homeopático. Hay críticos que no leen lo que no les gusta. Lo cual me parece muy respetable. Yo soy de los que leen lo que les gusta y lo que no les gusta.

¿La crítica es un temperamento?

Sí, por eso la crítica es tan rara y la mayoría de los críticos son temporaleros. Son críticos hasta que se vuelven poetas o narradores. Es como limpiar los baños. En el momento en que te ascienden a servir mesas, pues ya no limpias baños, ¿no? Entonces, el temperamento crítico es una rareza. Vives en la intendencia de la literatura, entre escobas y cubetas, pero eres libre. Algunos amanecen en el Olimpo, como Sainte-Beuve. Es precisamente un temperamento. Y yo solo presumo de mi curiosidad insaciable y de mi temperamento crítico.

Se habla siempre de universalidad en la literatura, pero casi siempre se omite a Latinoamérica.

Se omite ahora. Yo crecí en los años en que la literatura más importante del mundo era la latinoamericana. Ahora que murió Vargas Llosa, creo que ya viene la verdadera edad de las tinieblas para la literatura latinoamericana. Si tú ves en Europa o en Estados Unidos, la cantidad de libros interesantes que vienen de América Latina, son cada vez menos. Ahí el canto del cisne fue Bolaño.

Mariana Enriquez, en estos años, es muy leída…

Yo creo, contradiciéndome, que el próximo premio Nobel en español va a ser para una escritora argentina. Mariana no creo, porque tiene la etiqueta del subgénero. Pero Samanta Schweblin, María Gainza, la Harwicz, cualquiera de ellas puede ganar el Nobel. No es que le dé mucha importancia al Nobel, pero veo que va por ahí. Yo, justamente, como nací en los años del boom, no siento ningún complejo de inferioridad, de creer que la literatura alemana sea superior a la literatura en lengua española. Sí soy antiespañol, por criollista, que es otro problema: para mí España es una pequeña nación europea que nos heredó su lengua pero que tiene una literatura pobretona, con sus excepciones, como siempre. Estoy convencido, por ejemplo, que la gran poesía de la irradiación surrealista se escribió en América Latina, no solo en español. Eso nos decía Paz y tenía razón. Creo, en efecto, en la universalidad de la literatura. Lo cual no quiere decir que esté bien o mal que los mexicanos escriban sobre nazis. Ese es un problema absolutamente secundario. Los sudafricanos pueden escribir sobre Alaska. ¿Cuál es el problema?

El concepto de buena escritura ha mutado con los años; la idea de algo que está bien escrito hoy comparado a los años 60. ¿Cómo ha cambiado lo que antes se llamaba buena escritura?

A José Luis Martínez ­–quien me invitó a hacer en 1991 una breve historia de la literatura mexicana con él–  le parecía que José Agustín y Gustavo Sainz eran mala escritura. A José Vasconcelos le parecía que los poemas de Villaurrutia, gidistas, eran no solo mala literatura, sino moralmente inaceptables y depravados. Y yo, que nací en 1962, considero que Se está haciendo tarde de José Agustín es una obra maestra del lenguaje hablado en México en aquella época. Tú no apreciarás eso, pero ahí los personajes hablan como hablaba mi mamá. Y me parece una gran novela, aparte de soberbiamente construida, una obra de arte del lenguaje. Como la gran novela de Daniel Sada, Porque parece mentira la verdad nunca se sabe… Creo que solo Mutis y yo la leíamos, y Claude Fell que se aventó la hazaña de traducirla al francés… L’odyssée barbare… Yo se lo sugerí. Yo les pongo diez a esas novelas. En pocas novelas el lenguaje actúa: allí tienes dos…Todo lo demás de José Agustín lo puedes desechar y no pasa nada. Nuestra “buena escritura” es la del patriarca Joyce, y no tolero a quienes hablan mal de él o del tío Ez: si mi destino solo fuera dedicarme a descifrar a Joyce y a Pound, no lo consideraría un mal destino, sino la perfección extática del monacato. Soy muy siglo XX y muy siglo XIX y en cuanto a Francia je suis troisième repúblique… siempre. Generalmente los jóvenes escriben mal, porque no han leído lo suficiente, y los viejos terminan por escribir mal porque han leído demasiado. Y cuando eres demasiado viejo, con excepciones como la de  Paz, empiezas a escribir tu late style…

Diste en El Colegio Nacional una conferencia sobre El deslinde, El arco y la lira y Poética y profética. ¿Ha pasado por tu cabeza hacer un tratado literario?

El dominio de las ideas abstractas es de lo que más trabajo me cuesta. Tengo temperamento crítico, pero no teórico. Y estoy demasiado intoxicado de historia. Si a mí me dices: escribe un artículo el domingo en que no cites a ningún personaje, ni pongas ninguna fecha, me pones en un aprieto. La verdad, no me veo haciendo teoría literaria. Primero, porque he sido educado en la desconfianza ante la teoría literaria. Y porque mi teoría literaria, digamos, no va más allá de El arco y la lira. No tengo mucho más que aportar. Me consuela lo que me dijo el escritor argentino recientemente fallecido, Edgardo Cozarinsky, que era mi amigo de Facebook: “Domínguez, por qué le dedicás tanto tiempo a desentrañar las teorías literarias. Solo existen mientras el profesor las está dando en clase y después se esfuman. Yo estaba acá en París cuando los años de Tel Quel y del estructuralismo, traté de rescatar a Severo Sarduy de esa esclavitud, y cuando eso pasó, quedaron inmutables Leo Perutz y Joseph Roth, aunque rodeados de arrepentidos”.

¿Cómo ha cambiado la función del crítico literario de cuando comenzaste a hoy?

Estamos terminando una mutación tecnológica: el paso de lo analógico a lo digital. Sacar conclusiones tras la mutación es difícil. En 2009, en el Salón del Libro de París, Antoine Gallimard nos invitó a cenar a los autores de su editorial y nos dijo que al libro impreso le quedaban cinco años de vida. Si él se equivocó, todo es posible. El libro impreso no va a desaparecer. La competencia del e-book ha hecho que los libros impresos sean manufacturados de manera más adecuada, que ya no los abra uno y se salgan las hojas volando, como los pegaba Planeta con cola en los noventas. Obviamente me preocupa la reducción de espacios en la prensa escrita para la cultura. Yo no soy ningún ignorante del mundo de la web –siempre te encuentras joyitas como Criticismo en otras lenguas–, pero el nivel de la crítica en la web suele ser bajísimo. Yo creo que, por fortuna, sigue habiendo reverencia por la letra impresa. Quienes han empezado escribiendo en blogs y derivados, también tienen anhelo de posteridad. Yo creo que la verdadera maravilla es la letra impresa. El libro en papel simbólicamente es insustituible, y todos quieren el suyo, y quieren los premios tradicionales. Y todo el glamour, ya sea el del escritor secreto como Blanchot o el de la figura mediática como Vargas Llosa. Las redes sociales han devaluado la función de la crítica. También sé que es una cosa generacional. Si sale una novela de una muchacha de veinticinco años y yo escribo un artículo sobre ella, mi opinión no le va a importar mucho. Por el medio, mi mensaje no llega. La importancia de mis opiniones alcanza hasta los que tienen cuarenta años, de ahí para abajo ya es otro mundo. Ya ni siquiera es antipatía, sino la discreta manera en que se esparce el olor a naftalina… El paso del tiempo es apestoso. Ni modo.

¿Qué opinas sobre el algoritmo en las redes sociales? La gente que recibe en sus feeds de redes sociales cosas que están completamente hechas por algoritmos. Les llega solamente Taylor Swift y el mundo se enfrasca en eso.  

Pues pobrecitos quienes les llega puro Taylor Swift: el sabio algoritmo los ha delatado (risas). Siempre habrá vulgaridad y público que la consuma extasiado. Yo me dedicó a la inmensa minoría, a cultivar a la inmensa minoría de la que hablaba Juan Ramón Jiménez… y el algoritmo “lo sabe, lo sabe”, y me manda puras recomendaciones chingonas… Es un problema de tu generación, querido amigo.

Insisto. Siempre ha habido mal gusto, literatura de publicistas para el público general. Eso sí lo entendí con los años. Por ejemplo, esos artículos furiosos que yo escribía contra Guadalupe Loaeza y contra Cristina Pacheco, por degradar la sagrada literatura y arrastrarla por la calle de la pobreza o las ilusiones de la clase media de izquierdas y todas esas tonterías: ahora me doy cuenta que estaba perdiendo mi tiempo. Esa literatura siempre ha existido y siempre va a existir, aunque me repugne. Acabé de corroborarlo haciendo mi biografía de Sainte-Beuve, que era muy dado a reseñar a escritores pésimos por razones sociales. Porque era un hombre del mundo político y era el crítico literario oficial del Segundo Imperio. Y hay un lado Antonio Acevedo Escobedo (busca en la wiki) de Sainte-Beuve, bastante lamentable. En esa época la cantidad de escritores sin mérito alguno que no pasaron a la historia, que ocupaban el asiento en la academia anhelado por Charles Baudelaire, eran muchísimos. Los competidores de Balzac y del propio Sainte-Beuve desaparecieron y a veces no los encuentras ni en las librerías de viejo de internet. Si ahorita hacemos un viaje en el tiempo y vamos a la librería del El Parnaso –la que estaba aquí en Coyoacán antes de que llegaran los mariachis– y nos asomamos a la mesa de novedades y vemos de aquellos libros cuáles sobrevivieron veinte años después… Serán poquísimos… La mala literatura, la literatura pasajera, sea de algoritmo o de entregas en el periódico como publicaba Fedor Dostoievski, siempre existió y siempre existirá. Cuando yo era niño, la culpable de la incultura era la pobrecita televisión. Y entre más televisión vieras, más idiota eras, y las horas de televisión había que limitarlas para motivar el sacrosanto hábito de la lectura. Leer buena literatura no es para todo el mundo. Si el carnicero leyera a Saint-John Perse, acaso el mundo sería aún más infernal. Es el mismo discurso que ahora se aplica a las redes.

“El temperamento crítico es una rareza”

Y la inteligencia artificial, ¿cómo ves ese asunto?

Es un problema más pesado. Esas cosas dan miedo. Por otro lado, en mi libro de historia literaria del populismo, que aparecerá el próximo verano, hay un esbozo de libreto de ópera del joven Engels, que estaba en alemán, lengua que ignoro, y mi asistente lo mandó a traducir con la inteligencia artificial. Me lo dio y estaba tan bien hecho que habría podido firmarlo como traducción mía. No sé qué van a hacer los traductores. Si vuelvo a dar clases, supongo que les haré lo que se está haciendo ahora, volver al examen oral. Creo que, como buen liberal, en la fantasía de que el mercado se autorregula. Por ejemplo, ¿te acuerdas del código QR, el de la pandemia? El que ponías el teléfono y sacabas el menú del restaurante. Eso ya está acabando. ¿Te acuerdas del bíper? Se acabó. Entonces a veces esas supuestas novedades que van a cambiar el mundo… terminan por acabarse. Lo bueno, por otro lado, es que si la Inteligencia Artificial se apodera de nosotros no nos vamos a dar cuenta porque es como el diablo, invisible e insidiosa … Quizá soy, desde que tuve mi primer Iphone en 2012, creación suya…

¿Qué se espera de un escritor joven hoy?

Lo que siempre se ha esperado. Que emule a los más grandes de los grandes y acaso así alcancé la justa medianía. ¿Que transforme el mundo? Ya sabemos que los escritores cuando logran hacerlo crean infiernos. ¿Que cambie radicalmente el rumbo de la literatura? La verdad, ya entré en la etapa de releer más que de leer. No creo que me toque ya seguir a la literatura joven. Son ustedes los que necesitan sus críticos. No puedo estar al día porque ahí tengo miles de cosas para leer antes de extinguirme, que no tienen nada que ver con la literatura mexicana de 2025, aunque por disciplina, varias veces al año leo a los novísimos. Es un ejercicio de gimnasia intelectual y como no creo en la decadencia, sino en los ciclos de Giambattista Vico, algo bueno encuentro. Abogo porque haya nuevos críticos literarios, verdaderos, no publicistas. A  me encantaría, no sin quedar mellado en mi vanidad, que apareciera un crítico que pusiera en duda el canon, o como le quieras llamar, al temperamento que yo he establecido. Eso sería lo que yo entendería como un final feliz, agridulce. A lo mejor lo veo, a lo mejor, no sé… Basta con dos o tres locos dedicados a la crítica literaria ajenos a la pompa de la novela y a la idiotez ambiente de la universidad. Una cosa que yo le admiro mucho a  Paz, y no soy el primero en decirlo, es la sensibilidad que tenía para entender el presente. Y eso me lo decía hace mucho  Hiriart, cuando fui su alumno (las clases eran en un vocho mientras lo acompañábamos a hacer el mandado): es de las pocas cosas que hay que procurar cultivar: esa sensibilidad ante lo nuevo. No estoy seguro de tenerla. ~


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