Lenguas sagradas y lengua propia

De la Biblia a Cataluña, no es fácil armonizar la igual dignidad de los idiomas. A menudo los mitos profanos son más peligrosos que la historia sagrada.
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a la memoria de Plácido Arango

En la historia sagrada la lengua es más verdadera, menos sagrada, que en el novelado relato histórico de las naciones. Contemplar a través de las Escrituras el casi siempre asombroso paisaje de las lenguas que existen juntas es un placer que quisiera compartir. Además, me parece una forma efectiva de mostrar, sin tener que decir mucho, la mezquindad de algunos conceptos que se esgrimen en el nacionalismo lingüístico. Pongo como ejemplo el uso que se hace de “lengua propia de un territorio” por parte del monolingüismo ideológico en Cataluña, pero no es mi opinión que sea este peor ni mejor que otros. Aquel era la clave de la llamada Declaración Universal de los Derechos Lingüísticos (Barcelona, 1998), un proyecto internacional que implica a un sector del mundo católico catalán, de modo que parece adecuado pensar en ello tras leer la Biblia.

Por lo que pueda pasar, digo desde ahora que tal declaración reclamaba proteger bienes que se deben proteger; lo discutible son las innecesarias supercherías teóricas, que en manos sectarias muestran su verdadera cara. Verbigracia, en los pronunciamientos de ese grupo macabeo absurdamente denominado Koiné. La que durante siglos fue la lengua franca del Mediterráneo oriental; la que adoptaron los judíos helenizados; la de las personas educadas en las ciudades desde Roma hasta Egipto; la lengua de encuentro, “común” es su nombre; y un símbolo de lo que no es propio de nadie.

Las palabras de Cristo

Koiné fue la lengua en la que unos contaron a otros las parábolas de Jesús desde poco después de su muerte. A Cristo solo lo conocemos traducido. Este es un hecho radical y primitivo; nunca hubo un original extraviado, solo palabras recordadas. Con algunas excepciones, quienes las compilaron lo escribían, al parecer, sin plena maestría. Algunas de las sentencias con más fuerza de la historia, en el inglés de los papers.

Hay quienes piensan que Jesús pudo utilizar el griego koiné ante Pilatos, que debió de interpelarlo en esa lengua. Es tentador preguntarse si su retraído silencio –al menos, en los sinópticos– no descubre una dificultad con el idioma, pero los romanos disponían de intérpretes para los interrogatorios. Tampoco debemos suponer que la Escritura registre la pobreza expresiva del funcionario, evangelista inconsciente, pues todo lo que dijo Cristo en su vida está asimismo interpretado para nosotros, herederos del romano. Si no tuvo ayuda, y seguimos la versión de san Juan, donde está menos callado, estas podrían ser algunas de sus pocas palabras registradas sin traducción: “Todo el que es de la verdad oye mi voz” (18, 37). Un aserto confiado en el lenguaje por encima de las lenguas. No sé griego, pero el sentido de las tres últimas palabras nos alcanza fácilmente al tratar de imaginar su sonido, que en la forma de la koiné llega así: akuoei mou tes phones.

Su voz sonaba en arameo, la lengua habitual de los judíos en Palestina en el siglo primero; en un dialecto dicen que fuerte, norteño, comiéndose las haches, con un acento del que se burlaban los capitalinos. El mismo acento galileo que delató a Pedro, en la oscuridad del alba, justo antes de que cantase el gallo (Mateo 26, 73). Los evangelistas han conservado unas pocas evocaciones de sus palabras tal y como las pronunció, seguidas siempre de su traducción. En orden biográfico, la primera es esta: “Y tomando la mano de la muchacha, le dice: Talita cumi; que es, si lo interpretares: Muchacha, a ti digo, levántate” (Marcos 5, 41). Casi al final encontramos: “Y cerca de la hora novena, Jesús exclamó con gran voz, diciendo: Elí, Elí, ¿lama sabactani? Esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mateo 27, 46). Estas son palabras de los salmos, pero recordadas en la lengua de su madre y no en la del templo. Otras son singulares: abba (padre), raca (fatuo), raboni (maestro)… [Marcos 14, 36; Mateo 5, 22; Juan 20, 16]. Solo una cosa es cierta, que los evangelistas quisieron que escucháramos el sonido de esas palabras exactas, que sabían que no íbamos a entender, pues las tradujeron. La respuesta a por qué lo hicieron hemos de dejársela a los teólogos y a los poetas.

Al explicar el lenguaje poético de Jesús, Borges declara su veracidad: “Cristo dice, por ejemplo: ‘Yo no he venido a traer la paz sino…’, y el entendimiento abstracto esperaría: ‘[…] sino la guerra’. Pero Cristo, que es un poeta, dice: ‘Yo no he venido a traer la paz, sino una espada’.” Leído esto, sorprende su desdén por lo que Jesús pudiese escribir: “Cuando están por lapidar a una mujer adúltera, él no dice que esa ley es injusta, él escribe unas palabras en la arena, sin duda las palabras de esa ley. Luego las borra, anticipándose a aquello de que ‘la letra mata y el espíritu vivifica’. Y dice: ‘El que esté sin culpa que arroje la primera piedra.’ Es decir, usa siempre ejemplos concretos, es decir, ejemplos poéticos.”

En la perícopa de la adúltera el creyente se encuentra con Dios escribiendo dentro del libro escrito por Dios. Los exégetas no se detienen en esta belleza. Borges podría continuar: Borges, extrañamente, la evita. Los teólogos razonan que las palabras nos son desconocidas, no así su sentido. Conjeturan que serían acusadoras. San Ambrosio de Milán, el primero en hacerlo, aventura un pasaje de Jeremías; puede que para aquietar la zozobra de que hubiese enseñanzas perdidas de Dios. Hay quien imagina el absurdo de que escribía los nombres de los pecadores. Cierta tradición figurativa inspirada en la jeremiada le hace escribir que la tierra acusa a la tierra (terra terram accusat). Así aparece en el Codex Egberti, iluminado en la Abadía de Reichenau, en el año 980. El arte no ha prodigado esta escena; pensemos en el desafío de mostrar la majestad de Dios en la posición de escribir con un dedo sobre el suelo.

A Borges le incomoda que un maestro oral escriba. Pero lo más sencillo habría sido preguntarse qué otra cosa podría estar escribiendo un poeta justo antes de enunciar una de las frases más eficaces y memorables de la historia.

Las viejas lenguas del Espíritu

La palabra “arameo” nos llega desde la misma Biblia, en el relato de un curioso episodio histórico (Isaías 37) acaecido en 701 a. c., cuando a un general asirio que sitiaba Jerusalén los legados judíos le pidieron que les hablase en “aramit” a fin de que los soldados no entendieran lo que negociaban. El arameo era ya una lengua franca empleada por la élite en toda Asia occidental pero todavía no la lengua del pueblo llano en Jerusalén. Un par de siglos más tarde la situación se habría invertido: se convirtió en la lengua popular mientras que la élite conservaba el hebreo para usos específicos. El arameo se impuso como lo suelen hacer las grandes lenguas, por una combinación de expansión política (militar), comercio e influencia cultural. En el caso de Jerusalén, la destrucción del Templo (586 a. c.) y la deportación a Babilonia, que había hecho suya esta lengua, obraron la transformación. En Galilea, mucho más próxima a Siria, fue anterior y menos catastrófica. Casi todos los testimonios escritos que quedan del arameo judío-palestino son del dialecto galileo.

Al arameo se tradujeron, en el segundo siglo, los evangelios, en un curioso camino de regreso, para instruir a algunas comunidades que habrían podido entender a Jesús, pero no el griego en el que constaban sus palabras. De esta forma, un hilo de aquella lengua ha sobrevivido hasta hoy, amparada en la liturgia de la Iglesia siriaca, pese a la secular arabización del territorio donde se hablaba.

El no hebraísmo del pueblo hebreo en tiempos evangélicos es un asunto que despierta ciertas pasiones nacionales, pero los sabios tienen pocas dudas de que el hebreo hacía entonces al menos un par de siglos que solo lo utilizaba el clero, mientras que la gente hablaba arameo en las calles de Jerusalén. Cómo serán las pruebas para que algunos se inclinen hacia la posición de que en realidad los judíos eran un pueblo bilingüe –son lenguas próximas, al fin– cuando no trilingüe, contando el griego koiné. En general, un nacionalista no habla de bilingüismo si no es en la boca del infierno.

Al Espíritu Santo le habría dado vergüencita decir que el hebreo era la lengua propia de la tierra de Israel. Cómo iba a decir una cosa así en sus primeros libros, en la Torá, después de narrar los peregrinajes de sus elegidos y las guerras de exterminio practicadas por ellos sobre los demás pobladores de la tierra de promisión. Pero sucede, además, que el propio Espíritu, ya en su madurez, en alguno de sus últimos escritos delata un cierto bilingüismo (¿o sería diglosia?): hay pasajes en arameo en los libros de Jeremías y de Esdras; y en el libro de Daniel (2, 4), en un glorioso instante de divino code-shift, el Espíritu Santo cambia del hebreo al arameo en mitad del verso.

Los judíos de Alejandría, por su parte, leían la Biblia en la lengua de la koiné desde el siglo III a. c. Existe una leyenda sobre la traducción, en una Carta de Aristeas a Filocrates, según la cual el rey de Egipto, Tolomeo II, hizo traer a seis sabios de cada una de las doce tribus de Israel para que ejecutaran una versión digna de ser conservada en la biblioteca de su capital. Un añadido posterior a esa carta aseguraba que todos ellos dieron exactamente con la misma traducción sin haberse consultado, milagro o exageración oriental que, suponemos, justificaba el que tantos la leyesen. La Biblia Septuaginta era la que citaban san Pablo y los evangelistas, y la única que conocieron los cristianos, bien en griego, bien pasada al latín, hasta el final del siglo IV, cuando los occidentales pudieron leer la Vulgata, traducida desde el hebreo por san Jerónimo.

Sin esta traducción san Agustín no habría sido san Agustín: decía no fiarse de los judíos y escribió a Jerónimo que no perdiese el tiempo con esa lengua; pero él no sabía hebreo –casi nadie sabía– y su griego era, al parecer, imperfecto. Por eso terminó alabando mucho la traducción, aunque prefería que se le ocultase al pueblo que, como él, tenía “el oído y el corazón acostumbrados” a escuchar “calabaza” donde ahora Jerónimo ponía “yedra”. (Mereció una cuidada explicación botánica del traductor, fechada en Belén en 403.) Con todo, el filósofo se propuso descifrar el sentido exacto del texto sagrado; y es difícil pensar en una lectura tan influyente como la suya para el mundo cristiano. Cuando se piensa en ello, la relación de los padres de la Iglesia con el idioma de las Escrituras parece ser bastante pragmática. Es atractivo ver en esto la ancha confianza en que la verdad siempre se puede comunicar. Así le dijo Jesús a Pilatos.

Las nuevas lenguas del Espíritu

El acto de fundación de la Iglesia cristiana es el milagro de Pentecostés, descrito en el segundo capítulo de los Hechos de los Apóstoles. Como se sabe, el Espíritu Santo descendió en forma de fuego e infundió a los apóstoles el don de hablar en lenguas que no conocían, pero que, al escucharlas, otros sí entendían, en una Jerusalén en la que “vivían judíos […] de todas las naciones que están bajo el cielo”. Vale la pena leer el párrafo donde se mencionan, en realidad, más de once grupos de hablantes distintos –el número de apóstoles disponibles–, ofreciendo una idea del vario murmullo de las calles de Jerusalén: “Y estaban atónitos y maravillados, diciendo: He aquí ¿no son galileos todos estos que hablan? ¿Cómo, pues, les oímos nosotros hablar cada uno en su lengua en que somos nacidos? Partos y medos, y elamitas, y los que habitamos en Mesopotamia, en Judea y en Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia y Panfilia, en Egipto y en las partes de África que está de la otra parte de Cirene, y romanos extranjeros, tanto judíos como convertidos, cretenses y árabes, los oímos hablar en nuestras lenguas las maravillas de Dios.”

No sabemos qué lengua le correspondió a Santiago aquel día –es cruel imaginar que fuese el árabe–, pero quienes la leyenda vincula con el santo como sucesores suyos tuvieron que sumar muchas otras, como el náhuatl, el quechua, el guaraní o el tagalo, como también el euskera o el catalán, además del castellano o el galaico-portugués. La Iglesia es universal, por eso predica en las lenguas autóctonas. Al hacerlo, se erige como intermediaria entre los fieles de distintas culturas; con frecuencia, entre los que tienen distinto poder.

Con la salvedad de que la Iglesia, con sentido práctico, propende a escoger solo las lenguas que le parecen viables. Y entender la duración es una de sus especialidades. Por ejemplo, el náhuatl, que era, como decían entonces, una “lengua general”, en la que de hecho instruyeron a los hablantes de otras lenguas de Mesoamérica, a los que, decían, les resultaba más fácil que el castellano. Pero los frailes prolongaban así su facultad para transmitir instrucciones y ajustar comercios. Este motivo se puede sospechar en cómo, además del guaraní, los jesuitas del Paraguay enseñaban latín, para formar nuevos religiosos, pero no castellano; o la tenaz resistencia franciscana a enseñarlo en Filipinas, pese a las órdenes concretas de la Corona, difundiendo sin embargo un futuro idioma nacional. En el viejo mundo, un historiador de la lengua catalana, Joan-Lluís Marfany, sostiene que mientras que las iglesias reformadas fueron vectores de la nacionalización de ciertos idiomas, la Iglesia católica mantuvo una jurisdicción protectora sobre algunas lenguas no estatales, como el catalán. Por la razón que sea, Pentecostés es festivo en Cataluña, pero no en Madrid.

Generaciones de Noé y maldición de Babel

¿Por qué hay muchas lenguas y no solo una? Si Dios y Adán se entendieron, ¿por qué no hablamos todos esa lengua? El libro del Génesis cuenta dos historias que se contradicen sobre el origen de la diversidad. En el capítulo 10 las lenguas se multiplican entre los hijos de Noé de forma, podemos decir, natural. Justo después, en Génesis 11, todos los hombres vuelven a hablar una sola lengua, pero los idiomas reaparecen como castigo divino en Babel. Los comentarios exegéticos se centran en la incongruencia temporal, pero lo que resplandece son dos verdades parciales que se esbozan. La evolución de las lenguas propias de los grupos que se dividen y dispersan; y la fragilidad de la lengua común, la de la ciudad donde confluyen.

Los expertos hace mucho tiempo que distinguen entre dos libros entretejidos en la redacción del Génesis, el documento P, por “sacerdotal” (priesterlich en alemán), y el documento que hoy suele llamarse simplemente no-P, de un estilo que se ha descrito como épico. Ambos autores debieron de escribir a partir de tradiciones y escritos que ya no se alcanzan a discernir; el editor final del Génesis combinó sus textos copiando y pegando los fragmentos con veneración, buscando algo que no era la coherencia.

Escribe P, por ejemplo, tras concluir una de sus cansinas genealogías: “Estos fueron los hijos de Sem por sus familias, por sus lenguas, en sus tierras, en sus naciones” (Gen 10, 31). Entre aquellos hijos, los epónimos Aram (supuesto padre de los arameos), Asur (de los asirios, que terminarían adoptando la lengua de aquellos) y Elam (un reino de Arabia cuyos naturales se mencionan en Pentecostés), además de Arfaxad, de cuya estirpe nacería Abraham. De modo parecido P va detallando la populosa descendencia de Cam y de Jafet, los otros hijos de Noé, que la tradición supone que poblaron África, Anatolia y Europa. Los pasajes que refieren las “generaciones de Noé” se interpretaron desde el siglo primero (Flavio Josefo) como una especie de primitiva etnología: la llamada Tabla de Naciones, o de Pueblos. Pero ni siquiera Casiodoro de Reina, autor de la traducción que cito siempre (Basilea, 1569), podía aún pensar en naciones como nosotros, palabra que alternaba con gentes (o gentiles), de parecido significado. Nótese también la enumeración coordinada. Solo la lectura moderna puede imaginar que pueblos, lenguas y territorios coincidan en sus términos. Tampoco lo hacen en nuestros días, pero el nacionalismo ha educado a la imaginación para incomodarse con ello.

En Génesis 11 el Espíritu le dicta a no-P otro relato, como si no hubiese habido un diluvio desde que Adán diera nombres a las cosas, y comienza afirmando lo que acaba de negar: “Era entonces toda la tierra una lengua y unas mismas palabras” (11, 1). Lo que sucedió después es conocido: los hombres se aprestaban a construir una magnífica ciudad con alta torre cuando Dios, enojado por la arrogancia de la empresa, se dijo: “descendamos, y mezclemos allí sus lenguas, que ninguno entienda la lengua de su compañero” (11, 7). He leído que Babel recuerda al término hebreo para confusión, una onomatopeya del balbuceo, comparable tal vez con bárbaro, bereber o bable. Lo que no entendemos. En realidad, Babel, o Babilonia, es algo así como la Puerta (o Ciudad) de Dios, en idioma acadio, pero el Espíritu Santo podría estar haciendo un juego de palabras, pues, como demostró en su momento, conoce todas las lenguas.

Umberto Eco relaciona la abundancia de representaciones pictóricas de la Torre de Babel a partir del siglo xi con la aparición de las lenguas vulgares; interpreta que los europeos sentían la confusio linguarum como una herida histórica. Es interesante notar que Génesis 10, la Tabla de Naciones –la apropiación de sus conceptos, más bien–, tardaría siglos en parecer un instrumento aprovechable para explicar esa circunstancia.

La lengua del Paraíso

Llegamos al momento anterior a toda historia. La lengua en la que Dios habla con Adán en el primer relato de la creación –atribuido a P– podría ser una especie de lengua perfecta. Aunque siempre ha existido una tradición para la que se trababa simplemente del hebreo, otros a lo largo de nuestra historia han especulado con una lengua exacta y maravillosa. La lengua de la creación no tiene cultura, no tiene ecos ni afectos y no puede engañar. Imagino también que podría ser el código binario. Uno y cero son, como explica W. V. O. Quine en su glosa a un famoso cuento de Borges, la biblioteca infinita. “Varón y hembra los creó”, dice P; ambos a la vez, ambos a semejanza de Dios. Todo potencia pura.

En el segundo relato, el de no-P, Dios invita a Adán a crear el lenguaje o, al menos, a dar nombre a los animales que le rodean en el Paraíso: “todo lo que Adán llamó al alma viviente, es ese su nombre” (2, 19). Los primeros padres ya se preguntaron quién dio nombre a los peces del mar. Este es también el relato de la famosa costilla y de una Eva derivada. Hombre de barro soplado del que no se consigna que se parezca al Creador, su lengua inculta la podemos imaginar de modo bien distinto: “Así, con la sorpresa de todas aquellas apariciones inesperadas del Edén, reses, pastos, montes nevados, inmensidades radiantes, Adán suelta roncas exclamaciones, gritos con los que se desahoga, voces tartamudas, en que por instinto reproduce otras voces, y bramidos, y tonadas, e incluso el bullicio de las criaturas, e incluso el estruendo de las aguas despeñadas…” (Eça de Queiroz, Adán y Eva en el paraíso).

Un desconocido editor judío de alrededor del siglo v a. c. tuvo la inspiración de que las dos historias podrían ser ciertas a la vez.

Lenguas propias de un territorio

La Declaración Universal de los Derechos Lingüísticos afirma que “cada lengua nos proporciona una de las múltiples formas de entender el mundo”. Supongo que esto a san Pablo le habría parecido una solemne tontería, no digamos a san Agustín. Cuando no una impiedad. El romanticismo nacional nos disciplina para aceptarlo como si no hubiese otro modo de reconocer la dignidad de las lenguas. Yo me pregunto si tendrán variedades regionales las formas de entender el mundo, en qué fracción coincide mi perspectiva con la de quienes hablan papiamento o hablan chabacano, o si los políglotas ven el mundo con ojo de mosca.

(La poesía, lo más singular de un idioma, no crece cuando se acerca a lo intraducible, sino a lo que parece inefable. “La gran dolor que llengua no pot dir”, escribía Ausiàs March hace seis siglos.)

Desdeñar tan fantástica premisa no va en contra de la paz lingüística. También se puede llamar a la paz entre los pueblos apelando al polvo cósmico que compartimos. De una tontería se sigue cualquier cosa. Admítase como adaptación de aquella regla de la lógica clásica, ex falso quodlibet, a la que se da el justísimo nombre de principio de explosión. Mas para defender una paz duradera es preferible invocar un fundamento que no pueda tanto llevar a ella como a lo contario.

En su visita al Paraíso, Dante escucha decir a Adán: “Obra natural es que el hombre hable; pero que sea de uno u otro modo, la naturaleza os deja hacer según os plazca” (Opera naturale è ch’uom favella; / ma così o così natura lascia, / poi fare a voi secondo que v’abella, Paraíso 26, 131-3). Son versos de un parlamento famoso por otras razones; lo que aquí interesa es esta consecuencia: la dignidad de las lenguas, las que entonces se llamaban vulgares, reside en la libertad y en el contento, el puro apego. Hoy entendemos mejor que entonces que al usar la libertad suceden cosas no buscadas y algunas son indeseables; además, los intentos de encauzarla pueden ser abusivos. Por eso hacemos declaraciones sobre la estima que merecen las lenguas y la protección que se les debe.

Para proteger las lenguas deben inventarse instituciones, no mundos paralelos. Así, el concepto de “lengua propia de un territorio”, empleado sin dogmatismo, podría señalar un instrumento útil para lenguas en retroceso basado en zonas de influencia, aunque viaje mal a las ciudades y sea difícil aplicarlo en gran parte del mundo. Pero expresado de forma dogmática, como hace la Declaración, es una ficción ideológica.

La Declaración propone una metafísica social salvaje que diferencia entre comunidades lingüísticas, grupos lingüísticos y personas (que viven “fuera de su comunidad de origen”). Las comunidades son los hablantes de la lengua propia de un territorio y sujetos de los plenos derechos que se establecen; para los demás se mencionan unos mucho más limitados, “graduados”, que “pueden” ampliarse según ciertas puntualizaciones. Esta partición agota lo posible. Unos están en casa, los demás son gente de fuera: “asentada en el espacio territorial de otra comunidad lingüística, pero sin una historicidad equivalente”. Esto incluye a “los inmigrados, refugiados, deportados o los miembros de las diásporas”.

Con cardenalicia piedad, pero sin que sea obligado, los declarantes consideran que en algunos casos la historicidad puede atemperarse por criterios democráticos, especialmente en atención a que los migrados pueden no tener la culpa de encontrarse en el territorio de otra lengua propia y hayan sido forzados. Ese mismo ejemplo.

La posibilidad de que haya dos o más supuestas comunidades en un mismo territorio no se suscita (salvo para el caso claramente coloreado de los “nómadas”). Hacerlo estorbaría al objetivo de certificar la ontología de las comunidades, que parece tan importante como el de proteger las lenguas. La duda haría necesario emplear a un sexador de historicidades que resolviese cuál de ellas es mero grupo. Por si acaso, el texto se cuida bien de excluir, como razones de suficiente historia, la oficialidad y “ciertos usos culturales”, de modo que cinco siglos de literatura castellana o el uso continuado de esa lengua por una parte de la población no tendrían por qué pertenecer a otra categoría esencial que la de la colonia de hablantes de urdu en Escocia. O en Barcelona, si insistimos.

La palabra bilingüe no se menciona ni una sola vez; ni siquiera el tecnicismo preferido por algunos estudiosos, y en masa por los ideólogos: diglosia. Ni para los individuos ni, sobra decir, las comunidades. Que una comunidad tenga dos lenguas es metafísicamente imposible. En los rollos macabeos encontramos que también es inmoral: “La bilingüización (bilingüització, Dios asista a la lengua) de un grupo humano jamás se produce de forma natural, sino forzosa. Su normalización es normalizar una injusticia” (Grup Koiné). Aunque macabeo es su desprecio por los judíos helenizados, aquí también resuena una idea bastante católica, no muy pacífica, sobre la reforma religiosa.

Al fin, aunque fingiéramos seguirlos hasta aquí, nos quedaría el problema de universalizar los derechos de suelo para varios miles de lenguas, la mayoría entreveradas en racimos abigarrados, y unas pocas ocupando ya la mitad de un planeta de dimensiones modestas. No parece posible, pero la ideología solo tiene que producir un lenguaje coherente para aquellos a los que debe servir. Aunque invoque al universo.

El problema de cómo armonizar la igual dignidad de las lenguas sigue casi intacto. O peor, pues en este caso el mito profano es más peligroso que la historia sagrada. ~

BIBLIOGRAFÍA

Lenguas de la Biblia: J. Barton, A history of the Bible, Londres, Allen Lane, 2019; grandes lenguas de la antigüedad: N. Ostler, Empires of the word, Londres, Harper Collins, 2005. Perícopa de la adúltera: J. Knust y T. Wasserman, “Earth accuses earth: tracing what Jesus wrote on the ground”, en The Harvard Theological Review 103, pp. 407-446, 2010; Borges, profesor, M. Arias y M. Hadis (eds.), Emecé, Buenos Aires, 2000, 213. (Pieter Brueghel el Viejo hace escribir a Jesús, en neerlandés, “el que esté libre…” en una grisalla de 1565. Rembrandt intenta la escena, pero no pasa de un boceto a tinta.) Cartas entre san Agustín y san Jerónimo, véase 71, 72 y 85, trad. López Cilleruelo, OSA. Las iglesias y las lenguas en Europa: J-Ll. Marfany, Llengua, nació i diglòssia, Barcelona, L’Avenç, 2008. Ostler informa sobre las lenguas de evangelización en América. Génesis, P y no-P: Barton. Babel: U. Eco, La búsqueda de la lengua perfecta, Barcelona, Crítica, 1994; W. V. O. Quine, “Universal library”, en Quiddities, Cambridge, Harvard, 1989; Eça de Queiroz: Cuentos completos, trad. María Tecla Portela Carreiro, Barcelona, Siruela, 2016.

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es profesor de sociología en la Universidad de Salamanca. En 2016 publicó La reforma electoral perfecta (Libros de la Catarata), escrito junto a José Manuel Pavía.


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