La nada radical

La casa adentro de la noche

Enrique Winter

LP5 editora

Santiago, 2023, 370 pp.

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Quizás sea muy temprano para hacernos estas preguntas, pero ¿cómo se verá en el futuro la poesía escrita por autores nacidos en los ochenta y noventa? ¿Quiénes de los que hoy habitan las librerías, las aulas de universidades y las revistas literarias serán leídos por las próximas dos o tres generaciones, y de ellos, quiénes serán los que extienden su influencia? Y, finalmente, ¿cuáles serán las ramificaciones de esas escrituras en los hipotéticos jóvenes poetas latinoamericanos de mañana? Estas preguntas pueden ser reiterativas, incluso vacías, cuando nos encontramos en una dimensión plenamente especulativa y los autores a los que se dirigen están en fase de crecimiento, apenas brotando de entre las piedras y construyendo sus propios cánones. Sin embargo el tiempo pasa, y nuestra generación se encuentra, cada vez más, visible y ocupando espacios de poder entre los tentáculos de la literatura latinoamericana: pronto seremos muchos, si no es que ya lo somos, en esas librerías, aulas y revistas. Un ejemplo de esta transición generacional es la publicación de La casa adentro de la noche, un libro que reúne la obra publicada del chileno Enrique Winter (Santiago, 1982), actuando como un corte de caja de su poesía hasta la fecha.

Escritos entre 1999 y 2022, los poemarios congregados en este bloque tamaño folio de 370 páginas, editado por la chilena LP5 e impreso a la orden en una prensa tejana, dan cuenta de una voz singular en la literatura latinoamericana, que ha seguido un camino concentrado y específico, claro, a lo largo de su práctica artística. Winter es un poeta que pone atención al lenguaje, a la construcción formal y a las implicaciones conceptuales profundas de lo que dice. Con claras influencias de exploradores lúdicos como Mario Montalbetti, Charles Bernstein y Eduardo Milán, su poesía no se enfoca en la generación de un “contenido poético” concreto y preciso (sus poemas, a medida que maduran, dejan de ser temáticos y tienden cada vez más a la abstracción), sino que se preocupa por los quiebres y las desviaciones que llenan el lenguaje; al principio, en los poemas de Atar las naves, ese interés se manifiesta en una escritura presentista, llena de imágenes concretas y entrañables (amantes que caminan, boxeadores, personas que se dan cuenta de que están envejeciendo frente a una botella de cerveza, muchos autobuses) que son entrecruzadas por una abstracción mayor, claramente influida por la language poetry y por el montaje cinematográfico.

Un primer libro funciona como una declaración de intenciones, un manifiesto (muchas veces imperfecto) de lo que se encontrará en el resto de la obra, y Atar las naves cubre esa necesidad. Presenta el sentido del humor, los intereses y el tono del autor, sin pretender cerrar o generar un consenso claro de su práctica. Sin embargo, las cosas cambian en sus siguientes dos libros: Rascacielos (un libro que se percibe más “grande”, con una intención política perceptible y la introducción de imágenes que le dan cierta contemporaneidad añeja, familiar en los acólitos de Raúl Zurita o Diamela Eltit) y Guía de despacho, que representa un hito en su búsqueda por la abstracción concentrada. Este último mantiene el sentido del humor y la ironía de sus miniaturas, y la expande en poemas de gran complejidad que se prestan a múltiples interpretaciones, por los que se cuelan las consabidas voces de Nicanor Parra, Elvira Hernández o Gerardo Deniz. El humor y el interés por la forma se convierten en instrumentos para la meditación sobre el “yo” en un sentido múltiple, una fenomenología enraizada en las palabras: “un foco no es un paradero, los buses aceleran sin mí, / pegado en cómo lo alguna vez deseado ya no existe, / pues lo deseado muta. / Y uno no”.

En esta búsqueda, Winter se parece a algunos de sus contemporáneos en el continente, como Ben Lerner (que convirtió el solipsismo académico en una práctica artística extendida) o María Paz Guerrero (cuyo interés por contarte detalladamente cómo le extraña lo cotidiano se vuelve un ejercicio de contemplación). Quizás la necesidad que registra, el deseo que está sobre esta búsqueda lírica, es también una pulsión contemporánea: la de encontrar un lugar para el “yo” en la poesía después de su disolución posmoderna. Su pregunta constante no es el austiniano “cómo hacer cosas con palabras”, sino el derridiano “cómo nos definimos desde las palabras”, usadas no como medio expresivo o descriptivo, sino como espacio de interrupción, como bloques de construcción, soportando narrativas que se autodestruyen. Con esto, su próximo libro, Lengua de señas, dispensa de los títulos irónicos y de la estructura de poemas largos intercalados con epigramas, para volverse mucho más flexible: ahora los poemas no tienen título, y fluyen entre tonos, espacios y formas a lo largo de las páginas, obedeciendo más a la música del pensamiento que a cierto efectismo juvenil.

Sin dejar atrás el humor, aunque abandonando el chiste fácil, Winter llega al centro de su práctica. En él, los poemas ya no apuntan hacia afuera, no intentan cautivar con la autorreferencia o con las herramientas de otros poetas, sino que giran alrededor de sí mismos como sistemas cerrados. Imágenes de cuerpos violentados, arañas, telarañas y objetos cotidianos entrecruzan un argumento lírico obscuro: la poesía como un principio de incertidumbre, que se construye alrededor de palabras resignificadas. Esto será, al fin, lo que articule también Variaciones de un día, escrito en parte por él y en parte por José Kozer. En este último libro, como bien dijo Pablo Baler en su reseña publicada en esta misma revista (octubre de 2022), el joven poeta y el maestro legendario ensayan a cuatro manos una práctica mínima: la de desfamiliarizar en absoluto el lenguaje, llegando a sus puntos de fuga, a sus deformaciones más profundas, y destilando poesía de la expresión más inmediata, del monosílabo, de la nadería. Así como el cubano llegó a la radicalidad semiótica desde el camino del barroco, el chileno ha encontrado el mismo espacio en la depuración de la depuración: aislando los elementos que tiende a utilizar para aprovecharlos al máximo, y dejando de obedecer patrones narrativos, lineales, en su poética. En su conversación con el poeta mayor, Winter parece lograr nuevos hallazgos tanto en su escritura como en su teorización sobre ella, y ambos extremos empiezan a volverse más claros, al tiempo que indisociables.

Enrique Winter se ha distinguido de muchos de sus contemporáneos célebres por ser un poeta clara y agresivamente lírico. Si bien, recientemente, ha apostado por la novela, y practica el ensayo con la constancia de un académico, la abstracción de su poesía lo ha mantenido en una distancia sensible ante una cultura lírica que tiende a lo prosaico, al relato, a la austeridad. Si bien en sus primeros libros podemos ver esa misma pulsión por contar “algo”, por hacernos reír, por caernos bien o perturbarnos, a medida que su escritura se desarrolla, atestiguamos un desanclarse del signo y el significado, que lo posiciona en la intersección entre dos mundos: el neobarroco, de Lezama a Kozer, y el minimalismo anglosajón, entre Beckett y Bernstein. Ambos espacios del pensamiento chocan en su práctica, y le dan a su poesía una tesitura enrarecida que juega con la desfamiliarización tanto como aprovecha los lugares comunes y los subvierte, sin buscar anclarse en contar un relato o comunicar “algo” claramente: la escritura misma es el tema capital de su escritura, “una forma de estar despierto”.

Quizás sea, reitero, muy temprano para decir que tal poeta joven es de relevancia mayor para su generación, pero Enrique Winter, con estos seis libros compilados, se ha vuelto una presencia fija de la literatura latinoamericana. Ocupa el espacio de un explorador sin lámpara, alguien que estudia el lenguaje desmenuzándolo, haciéndolo más suyo, con cada exploración, mientras asume con mayor radicalidad las influencias que una vez fueron obvias (e incluso estorbosas). Quizás, en su apuesta por encontrarle sentido a un “yo” de la poesía atravesado por la dispersión y la disociación, el chileno ha logrado lo que tanto tememos que consiga la inteligencia artificial general: un sistema de lenguaje cerrado, que refiere más a sí mismo y a sus propias reglas que a la información disponible, y reinventa, con ello, el mundo a su imagen y semejanza. Tamaño logro que apenas se está esbozando, y quizás todavía le queda algo distante, pero con suerte, y aún más depuración, lo logrará antes que ChatGPT. Tal proyecto, sin embargo, requiere cierto sacrificio: no puede ser logrado sino con una escritura apilada, trabajada, construida hasta el cansancio y con el tiempo. Quizás, en el próximo tomo de su poesía reunida, el que hipotéticamente saldrá en la editorial LP10 y en 2045, será donde veremos todas estas promesas materializarse. La señal de un gran poeta no es que “logre” algo, sin embargo, porque sabemos que la poesía no hace que las cosas sucedan, sino reconocer cuando el autor aprende de sí mismo y logra mantener la más fútil y extraviada de las cosas: nuestro interés. Por ahora Enrique Winter lo ha logrado con creces, y espero ver qué otros caminos emprende, qué otras maneras inventa de comunicarnos algo que nunca es claro, pero está aquí, y es parte fundamental de nuestro ecosistema literario. ~

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(Naucalpan, 1994) escribe poemas y ensayos. Su primer libro, Fracción continua, fue publicado por el FOEM en 2022.


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