No existen las lenguas muertas

León de Lidia

Myriam Moscona

Tusquets

Ciudad de México, 2022, 200 pp.

AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

Primera nota: Un arco con dos bases. Qué podemos saber de lo que nos mantiene vivos, se pregunta Vinciane Despret hacia el final de su libro sobre los modos en los que los muertos continúan insistiendo sobre quienes quedaron. Es claro que las estampas que componen León de Lidia de Myriam Moscona intentan una respuesta. Una respuesta que desafía la idea tan difundida de que la muerte funciona como una apertura exclusivamente hacia la nada. Como en Pedro Páramo, los muertos de la novela de Moscona no quieren ser olvidados y convierten a la narradora en una fabricante de relatos en los que se practica una especie de acrobacia ontológica: aquí y allá, nosotros y ellos, los que se fueron y los que quedamos, el pasado y el presente, todo acoplado, insistiendo, friccionando y poniendo en contacto permanente dos mundos aparentemente distantes, irreconciliables. “Han tenido que pasar décadas para que esto regrese a mí, cargado de la perspectiva que la distancia nos alumbra. Encuentros azarosos que nos devuelven un arco con dos bases. Una, sostenida en el momento. La otra, distante como una estrella vista tras el vapor de una nube, reticente a la claridad. Mientras más lejano es un recuerdo recobrado, más reverberaciones traza alrededor.”

León de Lidia es el nombre de la primera moneda que existió en la humanidad hace veintiséis siglos en el reino de Lidia, Anatolia. Y, según se aclara en la dedicatoria, León y Lydia son los nombres de los padres de la autora. Así, ya desde el comienzo, este texto señala una relación entre historia y memoria personal, entre presente, pasado y deseo. Las escritoras y los escritores, sabemos bien, no solo utilizan el material o los documentos históricos, sino que también los producen, los inventan con nuevos costos como un modo de contemplar e intervenir, en contacto con la materia del pasado. Por eso, la novela de Moscona está llena de voces. Se mueve. Se desplaza. El texto nunca está quieto ni tiene un sentido previo anterior a la lectura o al pacto que cada lector, cada lectora, haga con él. Es un álbum y no lo es. Es un diario y no lo es. Es un collar de crónicas o estampas donde los relatos dispersos se van hilvanando hasta conformar un collar que cada quien lucirá a su manera. La historia familiar en las viñetas que se van apilando para conformar el texto es, sobre todo, un lugar de enunciación desde el cual la narradora construye su apuesta: una novela sobre lo desfamiliar, sobre lo extraño y lo ajeno inserto en lo propio, sobre los orígenes que nos anclan y nos desanclan al mismo tiempo. Lo que importa, creo, es el viaje y el desplazamiento de esa voz poética que, desde otra dicción, busca seguir tejiendo mitos y palabras por donde circule el deseo.

Segunda nota: Quítate el sombrero. No somos como el árbol de Rumi, no podemos soltar y ser solo nosotras mismas. Estamos atravesadas por esos encuentros azarosos con los muertos, por esas presencias que, aunque parecen deshacerse como las nubes que imagina la poeta búlgara Ekaterina Yosifova, están ahí. Los versos de esta poeta, con quien la narradora imagina un linaje compartido, volverán a lo largo de la novela como un estribillo que insiste en lo pasajero, en lo roto, en los fragmentos del tejido por donde pasa la luz. Los sueños, los recuerdos, los viajes, las estampas de pintores y escritores hacen cosas y activan cosas. Esos encuentros impulsan el movimiento del texto que, como si fuera algún tipo de danza, abre el espacio de la vacilación y permiten que el pasado y los muertos insistan, una y otra vez, mezclándose con el mundo de los vivos, de las vivas. Ese arco de dos bases se apoya también en el judeoespañol como una contraseña o un léxico familiar que funciona como un pasadizo entre el tiempo de los vivos y el tiempo de los muertos: “¿Ama vozotros sosh jidios?”

Uno de los logros de la novela es su eficacia para hacer sentir, quiero decir, para hacer existir. No solo porque nos permite entrever escenas de apariciones y desapariciones (que seguramente a Roland Barthes le habrían parecido eróticas) sino porque las historias, las anécdotas que va enhebrando la novela nunca se cierran. Estos relatos que acogen a los muertos de la familia no trabajan con la ausencia sino que acuden a la presencia y, deliberadamente, no tienen un cierre o una moraleja. Pueden volver a contarse, una y otra vez, reformularse, porque fabrican algo que tiene que ver con la vida, con lo vital, con revolverse ante el velo, la tapa, el sombrero. Permanecen abiertos como la historia de la Tante Blanche, esa hermana díscola de la abuela que crio a la narradora. Blanche conoció y amó a diferentes hombres con la misma dedicación fervorosa con la que tejió. Su historia nos llega mutilada y rota, como si la miráramos a través del frasco de formol en el que guardó durante años el feto de su hijo no nacido. Solo tenemos de ella unas pocas cartas, algunas fotografías, pero la narradora la presenta como una Madame Bovary búlgara, una tejedora copiosa que no se deja dominar por la economía simbólica y social que le impone la sociedad castradora de su tiempo. Condenadas al silencio y al espacio del hogar muchas mujeres del mundo antiguo –y no tan antiguo– encontraron en el tejido una forma silenciosa de expresión y resistencia. La historia de la Tante Blanche es como un grito que llega desde el fondo del tiempo. “Un poco deslavada, se conserva una foto entre dos hojas de su diario. ¿La dejaría allí como una referencia? ¿Una imagen en blanco y negro para ilustrar sueños? ¿Será que le faltaba un tornillo como quería su hermana roñosa? Nunca sabré quiénes son o por qué está reunida una turba de señores como ramilletes de animales. Quizás en sus adentros ella deseaba tenerlos a su disposición. ¡Esa Tante Blanche! Creo escuchar sus monólogos internos mientras fijamente recoge a uno con la vista. ‘Quítate el sombrero y acércate’.”

Tercera nota: El gesto de tejer. A una escritora no le basta aceptar un destino para que se cumpla, debe trabajar para que así sea. Por eso, aunque León de Lidia continúa la saga autobiográfica que se abrió con Tela de sevoya, no se trata de un gesto confesional. La familia es en su obra posibilidad y límite pero, sobre todo, material de trabajo. Los muertos de Moscona tienen algo con la geografía: diseñan recorridos, dibujan caminos, fronteras, espacios, empujan al viaje, al movimiento, hacen lugar. Son muertos viajeros, apátridas, desconfiados de las naciones y las nacionalidades, de las lenguas muertas y las traducciones. Vuelven a buscar sus objetos amados, como en el poema de Yehuda Amijái, revelándose de algún modo contra la voluntad de olvido o de clasificación de los vivos. A esta altura sabemos bien que recordar no es solo un acto de memoria sino más bien un acto de creación, de tejido, un recomponer o remembrar eso que se ha cortado abrupta, involuntariamente. Por eso hay una abuela malvada que, sin embargo, teje para su nieta y otra que, sin proponérselo, le enseña a escribir en un lenguaje aljamiado y secreto para abrirse paso en situaciones difíciles. La nieta curiosa y rebelde aprende de ellas una lección fundamental: el tejido vital solo puede recomponerse en clave secreta, en una lengua que es a la vez propia y ajena, próxima y lejana, pero que funcionará como una treta para darles a sus muertos una existencia material donde el pasado se espesa y se abre, de algún modo, al porvenir… ~

+ posts

(Tucumán, Argentina,
1974) es doctora en letras e investigadora
adjunta del Consejo de Investigaciones
Científicas y Técnicas. La Editorial de la
Universidad Nacional de Tucumán publicará
próximamente Nostalgias del Imbat, su obra
reunida


    ×

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: