Diario de duelo, de Roland Barthes

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So pretexto de reseñar el Diario de duelo, que reúne las fichas que Roland Barthes redactó tras la muerte de su madre, lo he releído las últimas semanas. Lo disfruté muchísimo y menos que una reseña debería, quizá, intentar una lista, a la manera de algunas que aparecen en Roland Barthes por Roland Barthes (1975), de lo que me gusta y lo que no me gusta de Barthes.

Lo que me gusta.

Debe decirse, para empezar, que nunca fue difícil caer bajo el imperio de los encantos de Barthes. Su prédica teórica, incluso aquella que chocaba con el sentido común en una época que lo tenía por burgués (al sentido común), competía con ventaja para cautivar a los lectores. En buena medida, además, fue Barthes, desde Mitologías (1957), de esos pocos críticos elegidos que primero crean a su público y luego disfrutan de él. Antes de ser un maestro eminente en esas aulas que lo tuvieron por un semidiós, Barthes se había hecho cargo, esa ilusión se impone, de cada uno de sus lectores como si fuera su alumno predilecto. Años después, en la bella época del estructuralismo (que François Dosse, su historiador, sitúa justo en 1966),1 Barthes era, a la vez, la tradición y la moda y le ofrecía a la moda (para jugar con su Sistema de la moda, de 1967) su sistema. La moda en las tiendas y en las revistas pero, sobre todo, la moda intelectual. Él mismo, ¿habrá encontrado una complicidad secreta entre el estructuralismo como doctrina de iniciados y la facilidad con que los universitarios (y el amplio proletariado intelectual, la república de los profesores) hacían de la semiología no sólo un alimento del espíritu sino una técnica de programación, unas instrucciones a seguir? Aquel que descifraba un mode d’emploi empezaba su carrera de semiólogo.

Pensador democrático, Barthes fue el príncipe de la esquemática (el neologismo prospera tras leerlo) y enseñó a un par de generaciones a hacer esquemas, a subrayar, a fichar, a sacar los plumones y las tijeras, a creer que hay ciencia en la hipercrítica y en la lectura capciosa de un texto, la revelación de un misterio capital y puede que hasta liberador.2 Todo, gracias a Barthes (en mayor medida que en los otros brujos de su generación), podía ser leído como una mitología y divulgado como un momento en que el lector participa no sólo de la obra misma sino de la transformación del mundo que leer significaba. Nadie más marxista que Barthes si por marxismo se entiende una variación pianística de la undécima tesis sobre Feuerbach: ¿y si, mejor, transformamos el mundo interpretándolo?

Esa superstición (o esa jactancia) le dio a la lectura literaria el último gran momento de su prestigio y, más allá de los pesares, los que nos formamos bajo la irradiación de Barthes –que terminó, como ordenan los viejos cánones, con la muerte del autor, es decir, del propio Barthes en 1980, herido de muerte por un atropellamiento– debemos sentirnos agradecidos. Quienes creemos que “el placer del texto”, asociado por Barthes (nótese) a la lectura de los clásicos, se ha ido y nos negamos a confesarlo abiertamente por temor a pasar por misoneístas, no podemos sino reconocerle a Barthes lo que es de Barthes: fue el último gran lector decimonónico, un hombre de la Tercera República francesa que sobrevivió genialmente más allá de 1940. La idea es suya: no le faltaba poder autocrítico, conocimiento de sí mismo.

Me gusta el paladín de la lectura y de sus placeres minuciosos. Barthes, en el fondo (lo dice Antoine Compagnon), hablando de “escritura” dio la batalla por el estilo y en ese sentido nadie menos actual que él. Pero hay otra cosa que me gusta, relacionada con mi propia biografía, en la que está casi ausente la vida como alumno en un salón de clases. Leyendo, sobre todo, las magníficas ediciones de los tres seminarios de 1976-1980 que Barthes dejó inéditos (Cómo vivir juntos, Lo neutro, La preparación de la novela) me admira la devoción con que preparaba sus conferencias, la función amorosa del preceptor, el conocimiento de la retórica de los antiguos, la construcción minuciosa de una verdadera lección magistral en cada clase. La mitología que él mismo divulgó del seminario como falansterio es efectiva, y uno colocaría, ese sitio, en el mapa imaginario del siglo pasado, de la misma manera en que Barthes soñaba con una mesa donde habrían coincidido Mallarmé, Freud y Marx.

A la pasión del profesor como artista se suma la leyenda del teórico como réprobo. Si Lacan cerró su escuela y Althusser acabó escribiendo los cuadernos del manicomio, y si Foucault contrajó la más simbólica, para efectos teóricos, de las enfermedades, Barthes liquidó su teoría, según piensa la mayoría de sus intérpretes, no pocos de ellos amigos cercanos, colegas y discípulos. En S/Z (1970) el análisis estructural de “Sarrasine”, un relato de Balzac, no sólo se convierte en un homenaje al viejo género francés del comentario de texto sino en una negación de lo que la doxa estructuralista presumía de poder lograr: fijar la estructura de una narración. Se deduce, en cambio, de S/Z que la literatura es, por su libertad, estructuralmente inexplicable. Barthes traiciona su revolución, ya porque fuese un marrano (lo dice Louis-Jean Calvet) que se convirtió al cristianismo (lo moderno) para preservar su fe judía (clásico-romántica) en el Antiguo Testamento, en la buena y antigua literatura;3 o porque, como sostiene Compagnon, el crítico que ha terminado de inventariar y saldar los trastos barthesianos, el autor de El grado cero de la escritura (1953) fue siempre un antimoderno, un falso amigo de la vanguardia que estuvo sin estar: en los años cincuenta, Barthes es un brechtiano (y un estalinista) que le reconoce a Beckett sólo la oportunidad con que canta la muerte de la burguesía y al final, convertido el semiólogo en un autor de éxito, cuando se sacan las cuentas y se resta la excepción de sus largos elogios de Philippe Sollers (su querido amigo), de Alain Robbe-Grillet, de Michel Butor, resulta que el nuevo crítico por antonomasia ha dedicado su fecunda vida a Racine, a Chateaubriand, a Michelet, a Balzac,
a Proust, reticente ante la moda que lo tenía por su profeta.4 Así como Lukács se cuidaba de recomendar alguna novela soviética, Barthes le da la espalda discretamente a “su” gente: los modernos –los vigesémicos sesenteros y setenteros, digamos– sirven para leer los signos de la moda pero la literatura, la verdadera literatura, está en otra parte, donde siempre.

En Fragmentos de un discurso amoroso (1977) o en Incidentes (1987), su memoria póstuma, y de manera clarísima en los seminarios publicados en esta década, Barthes construye otra imagen, más fascinante aún que la del profeta de lo nuevo: la del responsable funcionario que, feliz en el cumplimiento de su deber, desteje de noche a la vanguardia que tejió de día y se refugia, voluptuoso, en las Memorias de ultratumba. Hace veintiséis años, apenas muerto, un partidario de Barthes, Jonathan Culler, perdió la paciencia y en su monografía (Roland Barthes, 1983) no ocultaba su decepción ante el radical que se volvió respetable, el autor nada muerto y bien vivo que termina encarnando los valores literarios que se supone había negado: el amor por la lengua francesa y la tirria contra quienes la corrompen en la radio y en la televisión, el cultivo de la frase redonda y la transgresión de la transgresión, el sentimentalismo, etcétera. Eso decía Culler (no sé que diga ahora).5 Yo fui uno de los miles y miles que se fascinaron con Fragmentos de un discurso amoroso, libro que cumplió con su cometido, ofrecer una nueva versión de Las cuitas del joven Werther, y que además agilizaba, casi deportivamente, la transformación de alguno de sus lectores en crítico literario. Esa época en que todos queríamos escribir fragmentos y a nadie le daba rubor confesarlo.

Yo apruebo la traición de Barthes pero no puedo sino dedicar un pensamiento a los engatusados. Si la teoría literaria sólo era una ficción (así concluye Compagnon Le démon de la théorie / Littérature et sens commun, 1998), ¿no habría valido la pena, en vista de sus consecuencias nefastas, ahorrársela? En el centro del sistema de Barthes (adelanto así mucho de lo que no me gusta) había una hipocresía de origen, una deslealtad, un desprecio sofístico por la credibilidad del vulgo universitario, una pedantería calculada. Barthes fue el primero de los buenos lectores de Barthes que se dio cuenta de la impostura y actuó en consecuencia, se deshizo del teórico y dedicó su literatura al misterio supremo, el de su propia vida, amores y muertes (me voy acercando, al fin, al Diario de duelo).

Susan Sontag, al escribir su elogio fúnebre, dijo lo esencial: lector de Gide (siempre joven, siempre maduro) y, sobre todo, lector del Diario gideano, Barthes fue un esteta, uno de los estetas más completos (eso lo agrego yo) en la historia de la literatura.6 Más esteta de lo que pudo ser Gide, atemorizado por su conciencia protestante (moralismo o inmoralismo, he allí el dilema) a un grado que Barthes (de origen protestante también) jamás conoció ni le interesó conocer: para eso había estado Sartre. Pongo un ejemplo de suma hazaña de esteta: El imperio de los signos (1970), su libro sobre el Japón. Más allá de lo mucho o poco que haya de realidad en la interpretación, importa el arrebato consecuente del esteta que hace de su ignorancia total de la lengua japonesa una fuente de verdad novelesca y configura una realidad aparte, autosuficiente, legible, una obra maestra del exotismo como nadie la escribió en los años de la decadencia finisecular decimonónica.

En la vida de Barthes, su madre –Henriette Barthes– es una figura capital. Muerta el 25 de octubre de 1977, desencadenaba, según Barthes, una nueva madurez, una vita nuova que lo transformaría en otra cosa, en un novelista quizá. De hecho, Diario de duelo es un libro redundante: lo propiamente literario que Barthes tenía que decir de su madre está en La cámara lúcida (1980), su primer e involuntario libro póstumo, una encantadora e inteligente reflexión sobre la fotografía, un álbum de fotos escrito de manera vicaria una vez que Barthes, acompañado de su medio hermano Michel Salzedo (su otro S/Z), pasó por la ceremonia impía de revolver los papeles de su madre. Logró Barthes duplicar metafóricamente la muerte de la madre de Proust y convertir a Henriette en un buen personaje-fantasma.

Sedimento de otra obra, el Diario de duelo queda implicado en los abusos de confianza propios del aforismo y su cauda de despropósitos mandatados por el estilo, que en Barthes, caray, siempre impera: pareciera que si nunca se permitió escribir mal una frase, ni en el más perezoso de sus proyectos de seminario, las fichas dedicadas tendrían que ser eficaces, bellas y sinceras. Creía Barthes en la sinceridad de la introspección y habría disfrutado de una memoria gemela a la suya, la de C.S. Lewis, sobre su amada muerta: Una pena en observación (1961).

El Diario de duelo, finalmente, arroja mucha luz sobre la naturaleza autobiográfica de Fragmentos de un discurso amoroso y sobre toda la parafernalia despersonalizante de Roland Barthes por Roland Barthes: quien predicó la muerte del autor fue un escritor confesional en la línea de Montaigne, Rousseau, Amiel y Gide. Su época –de la que es autor y víctima– lo obligó a un sacrificio estético y escondió su yo sólo hasta que su madre murió: esa, y no la publicidad de su homosexualismo que le pedía su no amigo Foucault, fue su salida del clóset.

Me encanta en Barthes su lado, quién lo dijera, Cyril Connolly, autor al que probablemente ignoraba o despreciaba: Roland Barthes por Roland Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso, Diario de duelo, tantas páginas de los seminarios póstumos, se parecen más, mucho más, con todo y sus ínfulas teoréticas, a los libros del crítico inglés (Enemigos de la promesa, La tumba sin sosiego) que a las obras de Gérard Genette o de Deleuze o a las novelas de Sollers. A Barthes, como a Connolly, verdaderamente le importaban las condiciones materiales en que transcurre la vida del escritor, sus alimentos terrestres: qué come, qué lee, cómo ordena su escritorio y su biblioteca, cómo funciona la red de sus amigos, cómo vive la separación de los amantes y de qué manera llora la muerte de su madre.

Y lo que no me gusta de Barthes, ¿dónde quedó?

Quizá pueda explicarme con Sade, Fourier, Loyola (1971), donde están algunas de las mejores páginas que se han escrito sobre el marqués pero donde impera la falla moral del esteta que lastima, a mis puritanos ojos, su herencia. Las vistosas piruetas de esteta logradas por Barthes para no dar una sola opinión ética sobre el mundo sadiano contrastan con el esfuerzo abismal que ante esa misma obra hicieron, por ejemplo, Albert Camus y Octavio Paz. Barthes, en ese equívoco sentido, fue el mejor discípulo del Nietzsche más relativista, aquel que nos ofreció el regalo envenenado de la interpretación permanente. En algunos sentidos, prefiero la algarabía un tanto pomposa (a fuer de sincera) y cursi con que Barthes celebra la escritura a la frígida insolencia de Bataille y Blanchot. Pero voto por Bataille (y hasta por Simone de Beauvoir) ante Sade: tolero poco que se hable de él sin descubrirse ante el problema del Mal.

Esa insolente frialdad de esteta, esa pedantería suprema, queda clara, también, en el viaje a China de la primavera de 1974, en el que Barthes acompaña a la plana mayor de Tel Quel a una excursión celebratoria en uno de los momentos más terribles de la Revolución Cultural. Apolítico de corazón y, sobre todo, buen amigo, Barthes se niega a decir gran cosa de un país que le ha parecido nauseabundo y sale bien librado, gracias a la oportunidad de la omisión, del patético chasco del maoísmo francés. Decepciona a los periodistas y al proletariado intelectual, quienes esperan de él una segunda parte de El imperio de los signos, alguna explicación semiótica del reino del Gran Timonel, ignorante de que es poco factible que quien ama Japón ame a China. Pero años después, en una nota de Lo neutro, explica Barthes, despectivo como un Des Esseintes, que lo que el vio durante la Revolución Cultural, la campaña anticonfuciana, se explicaba gracias a la vieja oposición binaria que separa la fijeza del movimiento, a Platón de Aristóteles, a Confucio de Lao Tse. Lo demás, miles y miles de muertos y la destrucción de la intelectualidad china, ¿por qué habría de importarle al gran mandarín venido de París?

No me molesta que Barthes sea, a fin de cuentas, un autor nacional francés que tuvo la honestidad de reconocerse como tal: salvo Brecht y el haikú nada le importa más allá de la lengua de Racine, tal cual lo confiesa en alguna entrevista. Al confiar –y fue uno de los últimos en hacerlo con tanta felicidad– en el paradigma ilustrado que asociaba a la lengua francesa con la universalidad, Barthes condenó su obra al estancamiento, confinada en un estanque donde el agua circula poco, vertedero confundido con una fuente de la eterna juventud donde no pocas veces se intoxicaron quienes se acercaban sedientos o alucinados en busca de un método general, de la ciencia en un oasis.

Exponiendo el funcionamiento de su propia mente, haciendo de sí mismo el sujeto de su escritura (concedamos), Barthes fue muy superior a Mallarmé y a Valéry. Pero que esa exposición única, personalísima, de ingenio literario haya hecho escuela, una escuela lamentable, es responsabilidad más del profesor Barthes que del escritor Barthes. Y lo de “la muerte del autor” (lo mismo que la nociva boutade aquella del fascismo de la lengua) no me lo tomo muy en serio porque Barthes mismo dudaba de ella como autobiógrafo y como lector, él, que se definía, por ejemplo, no como proustiano sino como marcelista, es decir, un consumidor avezado de biografías de su escritor favorito. A Roland Barthes, por fortuna, le salió dos veces el tiro por la culata, desde que escribió Crítica y verdad (1966) contra el profesor Picard. Queriendo convertir al crítico en científico exaltó los poderes creativos de la crítica como nadie lo había hecho. Y al fracasar en la imposición de una nueva ciencia demostró que la que tiene límites es la teoría literaria, no la literatura. ~

 

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1. François Dosse, Histoire du structuralisme / I. Le champ du signe, 1945-1966, París, La Découverte/Livre du Poche, 1992.

2. De la gran exposición dedicada a Barthes, en el Centro Georges Pompidou, en el invierno de 2002/2003, me impresionó mucho la exhibición de decenas de las fichas de Barthes, prensadas entre dos cristales colgantes.

3. Louis-Jean Calvet, Roland Barthes, Barcelona, Gedisa, 1992, 288 pp.

4. Antoine Compagnon, Les antimodernes / De Joseph de Maistre à Roland Barthes, París, Gallimard, 2005, 464 pp.

5. Jonathan Culler, Barthes, trad. Pablo Rosenblueth, México, FCE, 1987, 152 pp.

6. Susan Sontag, “La escritura misma: sobre Roland Barthes”, epílogo de Barthes, Ensayos críticos, Barcelona, Seix Barral, 1983, pp. 384.

 

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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