Diplomacia e historia

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Henry Kissinger

China

Traducción de Carme Geronès y Carles Urritz, Barcelona, Debate, 624 pp.

 

El auge de China como gran potencia con aspiraciones a la supremacía económica mundial quizás nunca habría tenido lugar sin la histórica visita de Nixon a Mao Tse Tung, en 1972, con la que este país comenzó a abrirse al mundo. Por esta razón un libro sobre China, escrito por uno de los principales responsables de este encuentro, que además ha viajado cincuenta veces al país en las últimas décadas y ha seguido su evolución muy de cerca, merece especial atención.

Este es un libro sobre la historia contemporánea de China y sus relaciones con Estados Unidos, y está escrito para el público estadounidense, pero por razones obvias tiene mucho interés para el lector de cualquier otra parte del mundo, muy especialmente el europeo, que tiene preocupaciones muy similares a las del norteamericano ante el auge de China. El libro se centra en los últimos sesenta años, pero, como historiador que fue antes de entrar en política, Kissinger remonta su análisis a la antigüedad, y explica la difícil relación que mantuvo la antigua civilización, tan orgullosa de sí misma, con Occidente. Desde la llegada de Mao Tse Tung al poder, este se propuso que China alcanzara la supremacía mundial y dejara definitivamente atrás la época en que había sido víctima de la expansión occidental por el mundo. Unas décadas después, iba a comenzar a recoger el fruto de su empeño.

Kissinger ya ha descrito y examinado pormenorizadamente el desarrollo de la cumbre entre China y Estados Unidos que tuvo lugar en 1972. Lo novedoso de este libro es que lo hace desde el lado chino, y con la perspectiva histórica que aportan las cuatro décadas que han transcurrido desde entonces. A pesar de que no puede ocultar el orgullo de haber contribuido a que se hiciera realidad, Kissinger también argumenta que el acercamiento entre China y Estados Unidos habría tenido lugar tarde o temprano y bajo cualquier liderazgo, pues, según el autor, tanto por razones internas como por sus intereses geoestratégicos, a los dos países les venía bien una alianza frente a la Unión Soviética. No entra a considerar la posibilidad de que este encuentro fuera un gran error estratégico, como argumentan algunos historiadores, y que si China y Estados Unidos no hubieran forjado una alianza, quizás el país asiático habría acabado enfrentado contra la Unión Soviética, lo cual podría haber beneficiado la posición de Estados Unidos y sus aliados, y probablemente China no sería ahora un rival económico tan poderoso. El antiguo secretario de Estado insiste en que su gobierno hizo lo mejor para los intereses norteamericanos y los del resto de Occidente, y no cabe duda de que la política de Estados Unidos hacia China ha estado condicionada por las pautas marcadas durante la administración del presidente Nixon.

Con respecto a la preocupación que provoca en Occidente que una dictadura totalitaria se convierta en la primera potencia económica, Kissinger no parece compartirla. En primer lugar insiste en que, a pesar de que China pueda llegar a convertirse en la economía más grande del mundo, su nivel de vida está muy lejos del de los países desarrollados, y además se va a enfrentar a un grave problema demográfico en las próximas décadas: una población cada vez más envejecida que ralentizará su crecimiento económico a largo plazo. Tampoco espera la liberalización ni grandes cambios políticos en el país, aunque en este aspecto el análisis del autor es menos fiable: lleva varias décadas relacionándose directamente con los líderes chinos y su elite política, pero no ha prestado ninguna atención a la oposición al régimen y a sus disidentes. Kissinger tiene mucha autoridad para hablar sobre la política exterior china y las aspiraciones de su elite política, pero no tanto para interpretar los anhelos del pueblo chino en su conjunto.

Frente a las aspiraciones de hegemonía mundial de China, Kissinger recomienda aplicar la misma teoría realista de las relaciones internacionales que inspiró su etapa al frente de la diplomacia estadounidense, que se basa en defender el equilibrio de poder por encima de cualquier otra consideración y en no dejarse llevar por cuestiones ideológicas. La ideología y los principios siempre han ocupado un lugar secundario en la diplomacia kissingeriana, pues por encima de todo deben estar los intereses geoestratégicos. Por esta razón Kissinger considera acertada la política estadounidense de las últimas décadas con respecto a China, que ha mantenido una relación cordial con sus mandatarios sin poner mucho énfasis en la denuncia de los derechos humanos, o en presionar excesivamente a sus líderes para que liberalicen su sistema. Ante las matanzas de Tiananmen, considera que la actitud del presidente George Bush fue muy acertada, castigando a China con sanciones por su represión a nivel oficial, pero a la vez enviando cartas privadas a su líder, pidiendo disculpas por la dureza y utilizando a emisarios para limar asperezas entre los dos países.

Kissinger advierte que si el gobierno de Estados Unidos insiste en hacer de la democratización la condición sine qua non para que avancen sus relaciones con China, el resultado inevitable será que estas se tensarán y los intereses estadounidenses se verán seriamente perjudicados. Esta reflexión no solo está motivada por su larga experiencia diplomática como defensor de la realpolitik sino también por sus conocimientos como historiador. China es una antiquísima civilización que durante siglos se consideró el centro del mundo, y por ello siempre se ha resistido a cualquier intento de Occidente de propagar sus intereses o sus principios en su territorio. Además –añade el antiguo secretario de Estado–, en Asia, mucho más que en Europa, actualmente la soberanía nacional se considera sagrada, por lo tanto toda estrategia que pueda interpretarse desde China como una imposición occidental o una injerencia será rechazada con contundencia y podría tener graves consecuencias.

Por todas estas razones, Kissinger aboga por una estrategia ante China que se base en mantener una buena relación por encima de diferencias ideológicas. Con el fin de que prime la estabilidad política, propone crear una nueva Comunidad del Pacífico, en la que participen una amplia coalición de países, con objeto de velar por la seguridad y la estabilidad. Kissinger también está convencido de que una Comunidad del Pacífico liderada por China y Estados Unidos sería la mejor forma de proteger los intereses mutuos de estas dos potencias. Sin embargo, el gran problema es que una Comunidad del Pacífico sería muy distinta a la Comunidad del Atlántico, tan beneficiosa para Estados Unidos, pues a diferencia de esta los países que podrían formar parte de ella no comparten ni una cultura ni una ideología, y persiguen objetivos muy distintos que no siempre son compatibles. Sin embargo, el viejo secretario de Estado se deja llevar por la nostalgia de los momentos en que China y Estados Unidos, en un contexto internacional muy adverso, lograron superar las muchas diferencias que les enfrentaban y forjaron una gran alianza estratégica. Por todo ello insiste en que, de la misma forma en que China y Estados Unidos hicieron temblar al mundo con su alianza en 1972, pueden contribuir ahora a levantarlo.

Al lector europeo este libro lo dejará algo preocupado. Mucho me temo que, si esta Comunidad del Pacífico liderada por China y Estados Unidos se hace realidad, el mundo que estas dos potencias pretenderán levantar no va a tener muy presentes los intereses de la vieja Europa; pero, en cualquier caso, el libro de Henry Kissinger constituye una notable aportación al entendimiento sobre el gigante chino, que debe ser tenida muy en cuenta. ~

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(Madrid, 1970) es historiador y analista de la Europa contemporánea. Colabora frecuentemente en medios como el periódico ABC.


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