¿Dónde comienza y dónde termina lo contemporáneo?

Foto: Jacobo Zanella
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Todas las épocas históricas han sido contemporáneas, pero lo contemporáneo siempre ha sido indefinible desde el presente. ¿Dónde comienza y dónde termina? ¿Cómo nombrarlo? Octavio Paz, a finales del siglo XX, reconocía esta imposibilidad: “La época que comienza no tiene nombre todavía. Ninguna lo ha tenido hasta convertirse en pasado. El Cid no sabía que vivía en la Edad Media ni Cervantes en el Siglo de Oro”. Tratar de definirlo sugiere una búsqueda que interroga al individuo y a su sociedad; una forma de pensamiento que podría revelar algunas claves sobre quiénes somos y cómo modificamos la totalidad de un paisaje. Pero ¿desde dónde esbozar esta interrogante si ese lugar de “certeza” no existe todavía?

La historia contiene todo tipo de “momentos de crisis” en que se creyó que nuestros fundamentos estaban amenazados o que el mundo llegaba a su fin. ¿Por qué lo contemporáneo tiene siempre estos matices inquietantes de disolución de una era histórica e inicio de otra? “Nuestra ignorancia de la historia —escribió Flaubert— nos hace calumniar nuestra época. Ha sido siempre así. […] Hay que evitar ese error y no valorar más nuestra época que la de Pericles o la de Shakespeare, épocas atroces en las que se hicieron cosas bellas.”

Es imposible observar el presente mientras lo vivimos porque es imposible asir aquello que no está delimitado aún. Cuando todo se vuelve confuso, cuando lo familiar se hace extraño estamos ante el espectro de nuestra propia presencia: nos detenemos frente a los síntomas imprecisos de lo contemporáneo. Los espacios familiares parecen cambiar, el tiempo aparece en fuga constante: nos sentimos dislocados de nuestro presente, como si el yo intelectual habitara en un tiempo-espacio distinto al yo físico. Y tarde o temprano descubrimos que esa intención de unirlos es imposible, infinita —ni siquiera sabemos por dónde empezar—, y ese tratar de unir las dos ideas o posibilidades es el sitio donde mejor se expresa el vértigo contemporáneo —y quizá también su definición.

¿Cómo tomar postura entonces del lugar en el que nos encontramos? En su conferencia “¿Qué es lo contemporáneo?”, Agamben no ofrece sino algunas tentativas. En la primera, haciendo referencia a Nietzsche, define lo contemporáneo como lo intempestivo: “Pertenece verdaderamente a su tiempo, es realmente contemporáneo aquel que no coincide perfectamente con él ni se adapta a sus pretensiones”, pero justo por eso “es capaz, más que los demás”, de percibirlo y entenderlo. En una segunda aproximación, dice que para quien experimenta la contemporaneidad cualquier época es oscura: “contemporáneo es aquel que tiene la mirada fija en su tiempo, para percibir no la luz, sino la oscuridad […] y es capaz de escribir mojando la pluma en las tinieblas del presente. […] Percibir en la oscuridad del presente esta luz que trata de alcanzarnos y no puede hacerlo: esto significa ser contemporáneos. Por ello los contemporáneos son raros”. Termina de esbozar la definición diciendo que “no es solo aquel que, percibiendo la oscuridad del presente, comprende la luz incierta; es también aquel que, dividiendo e interpolando el tiempo, es capaz de transformarlo y de ponerlo en relación con los demás tiempos, de leer de forma inédita la historia, de ‘citarla’ según una necesidad que no proviene de ninguna manera de su voluntad sino de una exigencia a la que él no puede responder”.

 El tiempo presente es siempre un tiempo abierto hacia el futuro: sabemos que ha iniciado en algún punto, aunque nunca tiene final. Al no poder precisar ese inicio, ¿no se convierte entonces en una paradoja? ¿Cómo analizar algo que no tiene límites, es decir, que no tiene forma? El intento parece imposible. Algunos fijan ese comienzo, siempre movible, en algún evento mundial que modifica las reglas del juego y del que parece no haber vuelta atrás, como el 9/11 o la crisis bancaria, pero ¿hace sentido?, ¿son inicios o finales esos eventos?, ¿quién lo decide y con qué criterios?

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Podríamos pensar que la velocidad, la noticia, la fragmentación de textos e imágenes y la diversidad cultural son los componentes esenciales de nuestra época, los rasgos que tal vez la definen. La tecnificación, la política de fanáticos, el culto a una nueva religión llamada capitalismo. O el mundo de transposiciones: el dominio de la imagen sobre la palabra, del cómo sobre el qué, del ego sobre la colectividad, de la opinión sobre el conocimiento, de la distancia sobre la profundidad. Pero no. Nada de esto es nuevo ni exclusivo del presente. Quizá el surgimiento del mundo femenino –en donde el feminismo es solo uno de sus numerosos rasgos–, el declive del humanismo, la obsesión con la salud y el bienestar, el diseño y la estetización del mundo –hasta de la violencia–, la mezcla de la realidad con la ficción, el periodismo complaciente, la polarización ideológica o el surgimiento de fascismos y populismos. Pero tampoco esto es nuevo: sus primeras manifestaciones se encuentran ahora distantes. ¿La desigualdad, la violencia, la angustia? Los registros revelan que nuestra época es la más pacífica y equitativa de la historia. El cansancio, la depresión, la zombificación, la crisis nerviosa y medioambiental a gran escala, la miopía y la nula imaginación de los gobiernos, la migración mundial, el terrorismo secular, la masificación del lenguaje publicitario, la ausencia del humor, de la ligereza y la inocencia… Todo esto nos define hoy, pero no es exactamente contemporáneo.

En su conferencia del Nobel, Paz se refería a una “privatización” de las ideas: “Nuestros absolutos —religiosos o filosóficos, éticos o estéticos— no son colectivos sino privados. La experiencia es arriesgada. Es imposible saber si las tensiones y conflictos de esta privatización de ideas, prácticas y creencias que tradicionalmente pertenecían a la vida pública no terminarán por quebrantar la fábrica social”. Otras claves de aproximación comienzan a aparecer con dos invenciones recientes, relacionadas también con la dicotomía entre lo público y lo privado, con el paso de la reproducción mecánica a la digital. Virginia Heffernan afirma que “Internet es la gran obra maestra de la civilización. […] Convierte experiencias del mundo material que antes eran densamente físicas […] en fantásticas abstracciones sin fricciones ni peso”. Edward Mendelson dice que “antes [del smartphone], todo el mundo podía esperar tener al menos un momento en el día en el que podría quedarse solo, sin ser observado, sin cargas ni sometido a los roles públicos o familiares. Ese tiempo ya ha terminado”. Habla de la existencia de un “nuevo mundo público en el que las vidas de prácticamente todo el mundo son accesibles y expuestas, [y aparece] un nuevo concepto del yo ubicuo, permeable y efímero, en el que la experiencia, los sentimientos y las emociones que solían estar en el interior de nuestro yo, en relaciones íntimas, y en objetos tangibles e invariables ha emigrado al celular, a la ‘nube’ digital y a los juicios cambiantes de la masa”. Dando un gran paso atrás para intentar ver un panorama más amplio, Boris Groys da quizá con una clave que podría leerse como el leitmotiv de esta antología: “Nuestra era contemporánea parece ser distinta de todas las otras eras que conocemos a través de la historia, al menos en un aspecto. Nunca antes la humanidad había estado tan interesada en su propia contemporaneidad. La Edad Media se preocupaba por la eternidad, el Renacimiento por el pasado y la modernidad por el futuro. Nuestra época está interesada, fundamentalmente, en sí misma”. Da un ejemplo: “La proliferación de museos de arte contemporáneo en todo el mundo es solo uno –aunque muy evidente– de los síntomas de este entusiasmo por el aquí y ahora. Al mismo tiempo, es el síntoma de una sensación muy extendida vinculada al desconocimiento de nuestra propia contemporaneidad”. Observamos los efectos de la digitalización del mundo en consecuencia: la idea del software, la duplicación instantánea y la representación como realidad; la adicción a la información y la novedad como único –aunque estéril– testimonio temporal. Presenciamos cómo los medios sociales, creados para permitir la voz individual, se han vuelto los medios del autoritarismo y la autogratificación. Nos encontramos en medio de una sociedad politizada e inquieta en la superficie, superficial y errante en el fondo, en donde nada parece estable.

¿Qué es entonces lo que nos define? ¿Será que estamos regresando, que estamos cada vez más cerca de ese mundo cavernoso, lleno de sombras y humo, en donde la astucia, lo subjetivo y las divinidades (hoy virtuales, económicas, ideológicas) tienen preeminencia? Un mundo donde lo mercantil lo ha invadido todo: la época del monopolio, de la sofisticación epistemológica nivel cero, de la abolición del conflicto interno y el pensamiento crítico. ¿Y cuáles son sus consecuencias? Los territorios para pensar, leer e interpretar se han vuelto demasiado inestables y sus mecanismos generan fricción constante. Las formas de creación, copiadas hasta el cansancio, tienden hacia lo obtuso o lo espectacular. La familia tradicional ha dejado de ser la base social. El mundo “sin fronteras” que avanza hacia la homogenización cultural (económica) parece devenir profundamente árido, como si en la amplia interconexión hubiera una profunda desconexión.

Parece que avanzamos hacia un lugar oscuro, pero ¿no ha sido siempre así? ¿No es normal? Quizá entonces ser contemporáneo signifique eso: entender y aceptar que el inevitable estado de desencanto y vacío –no de desgracia– es parte de un proceso evolutivo; que es señal de movimiento individual y social. Groys, de nuevo: “La vida humana puede describirse como un diálogo prolongado con el mundo. El hombre interroga al mundo y es interrogado por él. Este diálogo es regulado por la forma en que definimos las preguntas válidas que dirigimos al mundo o que el mundo nos dirige, y por los modos en que podemos identificar las respuestas relevantes a esas preguntas. […] Hoy en día mantenemos un diálogo con el mundo fundamentalmente a través de Internet”. ¿Y qué es Internet sino un gran contenedor incapaz de generar voces o pensamientos; un lugar de imprecisión e inconsistencia?

En su libro Millennium, un estudio sobre las expansiones que la civilización ha vivido en los últimos mil años, Ian Mortimer concluye que todas comparten algo en común: “tienen que ver con traspasar límites”. Los límites de la geografía fueron transformados por Colón y otros exploradores; los límites de la percepción, por el microscopio y el telescopio; los sociales, por las revoluciones de finales del XVIII; los planetarios, por el programa espacial. “Encuentras la frontera, la cruzas, descubres, saqueas y te haces rico. Este paradigma caracterizó la expansión de […] los exploradores del Nuevo Mundo. Hizo posible los descubrimientos científicos, la exploración mundial y el crecimiento económico. Pero con el reconocimiento de la inminencia del agotamiento de nuestros combustibles fósiles en la Tierra, esta mentalidad de traspasar fronteras es obsoleta”, escribió Mortimer. “El desafío ahora no es la expansión, sino el autocontrol: lidiar con una serie de problemas para los que el conquistador no está preparado. Nosotros, el homo sapiens, nunca antes hemos tenido que enfrentar el problema de nuestra supervivencia amenazada por nuestros propios instintos; siempre nos han beneficiado, han permitido la sobrevivencia de nuestros genes. Las fronteras con las que nos enfrentamos ahora no yacen en el horizonte –ni siquiera en el espacio–, sino en nuestras propias mentes.”

La historia está hecha de contemporaneidades consecutivas, vistas en retrospectiva, fusionadas en una narrativa que hoy puede enumerarse y leerse con cierta lógica. Adquirir la conciencia de nuestra propia presencia es adelantarse o salirse de ese presente para vislumbrar cómo la historia podría leernos cuando quedemos incorporados a ese tejido de hechos, cuando dejemos de ser el extremo menos predecible de esa línea –ese eterno ahora siempre en crisis, esa especie de adolescencia continua– y pasemos a un lugar más “estable” –aunque no podamos ya presenciarlo. La sustancia de esta línea histórica es la misma materia gris que ha generado todos los pensamientos que crean y modifican las definiciones de los conceptos con los que entendemos el mundo: la religión, la estética, la política.

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Esta búsqueda ha estado siempre presente en la intención editorial de Letras Libres y es además un valor esencial de Gris Tormenta y su colección Disertaciones. A través de textos polifónicos, estas antologías exploran conceptos con relevancia contemporánea que no siempre pueden definirse –y proponen la observación, hasta cierto punto utópica, de lo que muchas veces es inobservable.

Antes de pensar en Letras Libres como una publicación con una postura ideológica particular, pienso en ella como el medio en que nuestra extensa lengua se une, se despliega y se extiende. En las dos décadas de la revista, se ha convertido en un punto reconocible de la literatura y el pensamiento en español y en la manifestación de una idiosincrasia contemporánea local y global. En esos años, mientras otras revistas han nacido, decaído o desaparecido, Letras Libres continúa uniendo los puntos que conectan nuestras ciudades y países, y que se extienden de un polo a otro del mundo.

Las perspectivas aquí recopiladas muestran algunos de los rasgos individuales y sociales que comienzan a esbozar nuestro siglo. Cualquier libro de esta naturaleza será siempre un proceso más que un objeto, un testigo más que un testimonio, y quizá este más que otros, porque va tras el tiempo del presente, a veces ligero, a veces masivo, pero siempre líquido y elusivo. Un libro, pues, sin inicio ni final, como cualquier época que se haya vivido.

 

En busca del presente es parte de la colección Disertaciones, de Gris Tormenta, antologías alrededor de un tema debatido por un grupo heterogéneo de voces o alrededor de una pregunta que sugiere una disertación colectiva.

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(Guanajuato, 1976) es editor en Gris Tormenta, una editorial de ensayo literario y memoria.


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