Harold Bloom
Novelas y novelistas. El canon de la novela
Traducción de Eduardo Berti, México, Páginas de Espuma, 2013, 888 pp.
“Leer a George Orwell y escribir sobre él en 1986 posee una equívoca ironía”, dice Harold Bloom al inicio del artículo dedicado a la novela 1984, antes de declararse abrumado por una “mezcla antagónica de reacciones estéticas y morales” y de asegurar que no hay nada intrínseco en el libro que asegure su importancia en el futuro. Sus dudas se extienden incluso al género del texto: ¿cómo definir este libro?, se pregunta, ¿se trata de una sátira o de una obra de ficción?, ¿es una distopía o un contramanifiesto?, como si estas categorías fueran mutuamente excluyentes.
Lo que también resulta irónico es que en el siglo XXI un crítico que ha expresado desacuerdos con las ideas de Aristóteles –fundamento de la teoría de los géneros– base sus reflexiones en criterios preceptivos para hablar de literatura: “No sé cuál es el género exacto de sus libros”, dice de José Saramago, antes de negar que El evangelio según Jesucristo sea una novela y de proponerla como un evangelio. Seguir al pie de la letra esta afirmación permitiría ubicar el Libro de Manuel en el género libro, o La vida: instrucciones de uso en el género instrucciones de vida, por ejemplo.
Novelas y novelistas forma parte de una serie de aniversario que recupera los prólogos e introducciones que Bloom ha escrito durante veinte años y que ha agrupado así: Cuentos y cuentistas, Dramas y dramaturgos, Ensayistas y profetas, La épica, Poetas y poemas. Sin embargo, este orden carece de lógica cuando se habla de género: “Existen, creo yo, varios candidatos al gran libro estadounidense y ninguno de ellos es rigurosamente una novela: La letra escarlata, Moby Dick, Hojas de hierba, los Ensayos de Emerson y Huckleberry Finn.” No es cuestión de rigor negar que un ensayo y un poema son novelas –tampoco queda claro por qué tendrían que serlo–, pero este carácter negativo de la definición –eso que la novela no es– no alcanza a fundamentar ningún criterio.
En la primera entrevista que The Paris Review le dedicó a “El arte de la crítica” (primavera 1991, núm. 118), Bloom se lamentó sobre lo extremadamente tendenciosa que le parecía la práctica de la lectura académica. Para él, el ejercicio crítico debe partir de una pasión real por la lectura y terminar con una calificación: ¿qué tan bueno es el libro? En el prefacio a Novelas y novelistas –ausente en la edición en español–, Bloom propone tres criterios para aceptar la “grandeza de la literatura”: resplandor estético, poder cognoscitivo y sabiduría. El carácter elusivo de estos presupuestos es perfecto para lo que sigue: la reunión inarticulada de 77 textos –la mayoría de autores angloparlantes– que en la traducción a nuestra lengua aparecen con el añadido y poco afortunado subtítulo de El canon de la novela.
Leer, para Harold Bloom, es relacionar: “el peso de un escritor puede ser definido como aquel que afronta su propia situación, su dependencia con un precursor”. La exacerbación de esta poética de la tensión agonística hace que el leitmotiv del texto sea el descontexto. Todas las obras remiten a otras obras que, cuando son buenas, pueden compararse con Shakespeare, Emerson o Whitman. Un gran libro, para Bloom, es el que da la oportunidad de hablar sobre otros escritores, pero esta obsesión por construir relaciones termina en listas de tono erudito que no dicen nada. Preguntarse a qué se parece un texto no es igual que poner atención a qué es y a cómo funciona. El libro es una enciclopedia fallida de correlaciones vacías, en la que las entradas están conectadas pero muy pocas hablan de su objeto de estudio.
Al preocuparse por resaltar la figura del autor –lo que hay de Shakespeare en Cervantes, lo que hay de Whitman en Hemingway, etc.–, estas relaciones descentralizan la obra y dan pie a comparaciones inverosímiles: “Ganador del Premio Nobel, al igual que John Steinbeck, Lewis se parece a este último solo por dicha razón y está siendo hoy eclipsado por Faulkner, Hemingway, Fitzgerald y contemporáneos como Cather o Dreiser.” Si lo único que comparten dos escritores es el Nobel, ¿de qué sirve mencionarlo? En tal caso, Sinclair Lewis también comparte el premio con otros 108 ganadores y la ciudadanía con más de trescientos millones, según el último censo.
El artículo de Sinclair Lewis es un buen ejemplo de los vicios del libro, que abusa de las comparaciones tanto como de la idea de los antagonismos literarios: “Arrowsmith se publicó el mismo año que El gran Gatsby y que Una tragedia americana. Esto no fue culpa de Lewis, pero fue su desgracia. Babbitt salió el mismo año que Ulises, mientras que Dodsworth debió enfrentarse con El ruido y la furia.” Comparaciones así pertenecen más al discurso mercantilista estilo “Los mejores libros del año” que al literario. Además de Joyce, en 1922 publicaron libros Virginia Woolf, D. H. Lawrence, E. E. Cummings, Agatha Christie, Katherine Mansfield, Somerset Maugham, Scott Fitzgerald y otros: ninguno de ellos es peor o mejor por no ser el Ulises.
La forma en la que están planteados los antagonismos, además, hace que el libro esté plagado de juicios de valor: “Si se hiciera una clasificación de las cartas de las principales figuras literarias del siglo xix, en la que Keats ocuparía el primer puesto y Walter Pater el último… Eliot debería ubicarse más o menos por la mitad.” Eduardo Berti, el traductor al español, ha hecho un trabajo magnífico para quitarle al libro el tono de estadística deportiva al atenuar el carácter competitivo y jerárquico del verbo to rank (clasificar), que Bloom utiliza de modo enfermizo en todo el volumen. Además, los juicios están planteados de forma hiperbólica: el verdadero precursor, la auténtica influencia, el mejor crítico. El extremo es Hawthorne, a quien le dedica apenas una página y media pero a quien considera “uno de los monumentos culturales de nuestra nación”.
El único momento en que Bloom titubea es cuando habla de Saul Bellow. Al carecer de una novela que pueda calificar como la mejor, el crítico escribe un texto de tono ensayístico en el que se dedica a buscar las razones de esto que para él es un caso atípico y desconcertante. Sus dudas son mucho más interesantes que sus certezas, igual que más estimulantes son los pocos textos cercanos a la narración, como en el caso de Kipling, Kafka y Nathanael West.
El prólogo es un género difícil; Borges, uno de sus maestros, opinaba que el libro debería bastarse. A los textos de Novelas y novelistas les hace falta su libro, algo que convierta los juicios de Bloom en esa “especie lateral de crítica” (Borges, otra vez) y no en la “primera obra de referencia de la interpretación literaria contemporánea”, como quiere la nota a la edición española. ~
Es profesor de literatura en la Universidad de Pennsylvania, en Filadelfia.