El inútil de la familia, de Jorge Edwards

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Cada escritor, insinuaba con astucia el extinto José Donoso, debe tener conciencia de sus limitaciones y jugar el juego que ellas le indican. Con su reciente libro El inútil de la familia, el también chileno Jorge Edwards (Santiago, 1931) demuestra que no se trata de una limitación creativa, sino de una perspectiva desde la cual potenciar el arte narrativo. A partir de un personaje real de su propia familia, Edwards —Premio Cervantes 1999— elabora una asombrosa novela que es también una crónica especulativa de la vida de otro escritor, y donde el propio autor se permite inquietantes transacciones autobiográficas. No en vano debe a sus narraciones testimoniales (entre ellas Persona non grata, su famosa relación de una “misión imposible” en La Habana de 1970) el núcleo duro de su celebridad, antes que a sus obras de ficción químicamente pura.
     El protagonista de El inútil de la familia es Joaquín Edwards Bello, un escritor y periodista que animó la escena de Valparaíso y Santiago durante buena parte del siglo xx, y que era además tío en segundo grado del autor. Irreverente, ludópata, viajero, desclasado, talentoso, Edwards Bello, el prosista punzante y socialmente incorrecto, fue un incomprendido por su acomodado entorno (“el inútil de Joaquín”, decían). Aun así, se dio maña para obtener los premios nacionales de literatura y periodismo (“doble o nada”, diría él, a su vez), y además para perdurar como un clásico de culto, pues sus novelas —La chica del Crillón, El roto, Criollos en París, entre otras— no han dejado de leerse bajo el aparente olvido. Su colega y sobrino lo alza hoy de la tumba para reanimarlo con una peligrosa inmortalidad adicional, la del personaje propiamente novelesco, fulgurante, patético y vulnerable como nadie a sus propios impulsos; pero también —quizás— para ensayar un exorcismo.
     Edwards explicita una premisa clave de su poética narrativa. “La ficción”, afirma con los pies en la tierra, “establece un diseño más claro que el de la realidad, menos caótico”, pues “simplifica, introduce en el caos de los acontecimientos algo que se podría llamar coherencia.” Sin dilucidar si todo discurso es ficción (o si toda ficción constituye realidad), atengámonos a la convención: la novela y el documento (biográfico, en este caso) se contraponen, invitando a la ingeniosa violación de sus fronteras. Sobre todo si el tema es la vida —la relación entre literatura y vida— de otro escritor que también deambuló entre la ficción y la experiencia. Desde su condición omnisciente —cuando no “sabe”, especula, y con acierto—, tan consciente de sus artificios como de sus lealtades con la realidad “histórica”, Edwards traza con empática sabiduría las andanzas literarias y sentimentales de su tío en el Santiago bohemio de hace medio siglo y más, en el París de los “trasplantados” o en el Madrid de entreguerras. Ciudades ya perdidas, habitadas por personajes irrepetibles. Lo hace con buen pulso y sentido del drama, y con una lúcida penetración psicológica, no exenta de ironía melancólica. Pero también (es una hipótesis de trabajo que puede ir más allá del texto), como autor-narrador con plenos poderes, confronta a su personaje desde la parsimonia del buen sentido, tal vez conjurando en sí mismo (sublimándolos, acaso) los desvaríos hacia la marginalidad que ya experimentó “el tío Joaquín”, periférico tenaz ante a las convenciones laborales —y de las otras— de su familia de origen.
     Nacido en 1887 y muerto por su propia mano en 1968, Edwards Bello fue, de hecho, un notable cronista —famosas eran sus columnas en La Nación— y, al mismo tiempo, un novelista expresivo y particularmente “autobiográfico”, como propone el autor en el caso de El chileno en Madrid. También, según revela la fatídica secuencia inicial, un apostador empedernido, tentado por el vacío de lo que aún no es, capaz de jugarse el todo o nada a la menor provocación de las circunstancias. Su consigna era siempre doblar la apuesta, en los casinos de Chile o de Francia, o en las encrucijadas que la vida misma (hijos, amores, viajes, amigos, trabajo) le presentaba. Aunque en este libro Edwards Bello encarna un arquetipo —el escritor maldito, zarandeado por sus tendencias autodestructivas—, Jorge Edwards ha sabido dibujarlo con rasgos particulares y emocionalmente convincentes. Un personaje pleno y a la vez frustrado, trágico y humorístico, conmovedor e irritante, un jugador longevo cuyos dados, sin embargo, rodaban siempre cargados hacia la desgracia o la muerte que iba reservándose a sí mismo.
     La apuesta formal más decisiva de El inútil de la familia es la intromisión casi dialogante del autor-narrador, incluyendo ciertos paseos semifinales donde él se convierte, directamente, en otro protagonista confesional. Semejante intimidad estilística, la “desconstructora” movilidad del punto de vista, funcionan como un espejo cuyos reflejos dan lugar al exorcismo aludido. Al identificarse con “el tío Joaquín” para luego “fijarlo” como personaje y distanciarse de él, el sobrino que nos cuenta la historia lo redime y se redime, resituando su propia vocación en una sociedad donde la literatura no ha dejado de ser “inutilidad” (de paso, cavila también sobre aspectos menos evidentes, como los afectos filiales). Pero la reparación operada va más allá, y es doble: el autor transforma al escritor bajo sospecha en un héroe (o antihéroe, lo mismo da) legitimado no sólo por su obra, sino por la cualidad humana de su peripecia vital; y, al examinarlos en su personaje, renuncia para sí mismo a los demonios de la locura y el desorden (o ahuyenta a los del descrédito, la disolución y la derrota, que siempre acecharán a todo escritor que se respete).
     Ésta es, a mi juicio, la mejor novela de Jorge Edwards. Tal vez porque pertenece a un “género” donde su escepticismo resulta especialmente iluminador: la novela conscientemente híbrida entre realidad biográfica y ficción. Curiosamente, una modalidad que ha tentado a más de un escritor latinoamericano en su madurez: ahí están el mismo Donoso, en Conjeturas sobre la memoria de mi tribu, o El paraíso en la otra esquina, de Vargas Llosa. Con el peruano comparte Edwards, aquí, las duplicidades del narrador, el juego de pasar de un “él” o “ella” a un “tú”, buscando una complicidad dialogada con su protagonista, que es una manera triangulada de involucrarnos. Con Donoso, el atrevimiento de utilizar como personajes a antepasados cercanos, seres fascinantes y, de algún modo, “criticables”. Aceptando esa libertad, Edwards desenmascara la maleabilidad de la memoria para apropiársela y hacer de ella un instrumento. Como si, por su temperamento, necesitara pisar el territorio indiscutible de lo real para reformularlo a su modo, con su reconocido talento de conversador por escrito, y así abrir su camino más personal hacia el corazón del lector. –

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