Decir a estas alturas de Jünger que fue uno de los testigos privilegiados del siglo XX, y que su obra constituye uno de los testimonios y análisis más penetrantes y lúcidos de los fenómenos que lo marcaron y definieron a la vez el trabajo, la técnica, la guerra o el dolor, por citar los más conocidos, no es decir nada nuevo evidentemente. Jünger se ha venido traduciendo al castellano de forma sistemática, en las extraordinarias versiones de Andrés Sánchez Pascual primero y de Enrique Ocaña después, de manera que podemos decir que ya disponemos del Jünger esencial. Y para mí el Jünger esencial es el Jünger ensayista, algo menos el novelista, y sobre todo el autor de Radiaciones, sus imprescindibles y monumentales diarios. Pues bien, faltaba algo, y algo también esencial que el excelente trabajo de Nicolás Sánchez Durá nos ha restituido oportunamente, y ese algo eran sus libros de fotografías, acompañadas o no de textos, glosas o leyendas, que constituyen una lectura en imágenes, a la vez que la mejor ilustración, de esos fenómenos de que hablábamos que han cambiado la fisonomía moral de nuestra época.
Pero, ¿en qué consisten estos denominados fotolibros?, ¿qué se proponía demostrar con ellos Jünger?, ¿qué valor tienen hoy, setenta años después? En el prólogo a El instante peligroso se declara explícitamente la intención del libro: “hacer un novedoso libro ilustrado y de lectura, poco sentimental y poco literario, que ponga de manifiesto un aspecto característico de nuestro tiempo”. Empecemos pues por El instante peligroso. Posiblemente el mundo y la humanidad, cosas que quizás ya no sea oportuno distinguir, hayan sido siempre peligrosos. Pero que la conciencia del peligro es hoy día más aguda que nunca, y que los instantes peligrosos han pasado a ser las 24 horas del día, nadie lo discutirá. Y nadie lo discutirá porque nadie se siente ya seguro. En unas declaraciones recientes, Marc Augé decía que “por primera vez el planeta es el campo de batalla”. Y es que si en un principio llegamos a pensar que el objetivo de las políticas de alianza era defendernos de eventuales agresiones, hoy sabemos que lo que se ha conseguido en cambio es convertirnos en objetivos de unas agresiones que han dejado de ser eventuales. El peligro es la otra cara del orden, escribe aquí Jünger mientras ilustra sus instantes peligrosos con imágenes de accidentes, terremotos, incendios, naufragios, accidentes de tráfico, escenas de combate, cargas policiales, cosas todas ellas que a los pocos años se habían convertido en cotidianas hasta el punto de que no pasa un solo día en que no asistamos, en directo en ocasiones, a varias de ellas a la vez. Pero sería un error limitarse a pensar que los instantes peligrosos se han multiplicado, necesariamente por lo demás en un mundo cada día más globalizado, y que la televisión y los periódicos nos ha familiarizado con ellos. Esto es verdad, naturalmente, pero hay algo más, y ese algo más son sus dimensiones y consiguientemente sus efectos. Tal vez los desastres naturales no sean hoy más devastadores que los de otras épocas, pero los humanos han superado con creces todas las expectativas. Incluso somos capaces ya de provocar desastres naturales.
La primera tentación al leer y ojear estos dos libros en el orden en que los editores los han dispuesto, que es el contrario al de su aparición, pues El mundo transformado data de 1933, mientras que El instante peligroso es de 1931, consiste en pensar que los instantes peligrosos que ilustra Jünger son consecuencia directa de ese mundo transformado cuyo origen nos sitúa en el desmoronamiento del antiguo orden, y de cuyos rostros nos va ofreciendo distintas tomas que son algo más que distintos ángulos y perspectivas. Hay además en las imágenes seleccionadas una emergencia de lo anónimo como categoría sociológica, que fue tal vez la aportación más característica de la fotografía de la época. Lo anónimo y la masa se convierten así en conceptos clave para tratar de comprender nuestro mundo transformado por la técnica. Y no es meramente casual que sea a un ingenio técnico a lo que debemos unas imágenes de la técnica que ninguna descripción podría suplir.
Sin duda fue una noble idea suponer que la fotografía no engañaba, que servía a la verdad y que no presentaba más que los hechos tal y como habían sucedido en la realidad. Una ilusión que, como era de esperar, tuvo corta vida. Ya Brecht, como cita Sánchez Durá, advirtió que “el aparato del fotógrafo puede mentir tan bien como la linotipia”. Yo diría que incluso mejor y que su mentira es más perniciosa. La linotipia, la prensa, los discursos, exponen las ideas y los puntos de vista de sus autores. Quien los escucha lo sabe, puede compartirlos o disentir, pero la fotografía en cambio sigue teniendo, incluso hoy en día, la pretensión de la objetividad, de la verdad. Y la verdad no es una cuestión de opinión. Jünger era consciente de esto. “En el mero hecho de ‘captar’ una imagen se produce una valoración”, nos dice en su prólogo a El mundo transformado. No hay imágenes justas ni injustas, es la finalidad y el uso que se hace de ellas lo que importa, y sólo hay un uso legítimo de la fotografía: “aquel que se ajusta a sus propias leyes”, termina diciendo Jünger.
El procedimiento de Jünger de presentar imágenes y leyendas en flagrante contradicción con sus enunciados, posiblemente novedoso en la época, poco después se convertiría en rutinario. Como bien ha dicho Jacques Rancière en sus textos sobre políticas estéticas, este procedimiento retórico de confrontar imágenes o mensajes que se desmienten mutuamente tiene el éxito garantizado. Sin embargo tal vez no se pueda hablar de desmentido, y ni siquiera de ironía. Tal vez las cosas sean más complejas y la confrontación de imágenes o de imágenes y leyendas tenga un sentido distinto: la coexistencia, la cohabitación del lujo más desorbitado con la pobreza más extrema, de las declaraciones de defensa de los derechos humanos con su violación más expresa, por poner sólo dos ejemplos que se repiten en estas páginas, y nuestra familiaridad con todas esas imágenes y esos eslóganes que han dejado hace tiempo de ser una denuncia para convertirse en imágenes naturales y cotidianas, en noticias en última instancia que alimentan lo que los psicoanalistas llaman nuestro “imaginario colectivo”. “No hay ninguna duda de que nuestra existencia total se mueve sobre la línea crítica. Con ello se transforman el peligro y la seguridad. Ya no puede pensarse en cómo se sustrae a la corriente de fuego una casa o una propiedad particular. Aquí no sirven astucias, ni tampoco huidas”. Esta frase pertenece a Sobre la línea, un texto que Jünger dedicara a Heidegger por su sesenta cumpleaños.
Digamos, para terminar, que el ensayo introductorio de Nicolás Sánchez Durá, que titula “Rojo sangre, gris de máquina”, en evidente alusión a “Rojo y gris”, título que había pensado inicialmente Jünger para Tempestades de acero, pensando a su vez en Stendhal, es, a nuestro juicio, modélico en más de un sentido. Acostumbrados como estamos a burdas mistificaciones sobre la guerra y sobre la paz, Sánchez Durá indaga en los testimonios de los propios actores del conflicto que desde entonces son tanto los ejércitos combatientes como la población civil como una cuestión de principio, a fin de poder acercarnos a su significado y su alcance reales. Y otro tanto hace con las acusaciones de que ha sido siempre objeto Jünger de exaltación racista, antisemitismo o nazismo declarado. No se trata, naturalmente, de eximir responsabilidades. “A pesar de la influencia innegable que algunas de sus obras anteriores ejercieron sobre determinados miembros de la intelectualidad nazi, Jünger fue desde el primer al último día un adversario de los nazis”. La cita es de Hannah Arendt y pertenece a su texto “Visita a Alemania 1950, los efectos del régimen nazi”. Claro que a ella también, ¡quién lo iba a imaginar!, se la ha acusado de antisemita. Y es que el mayor peligro de las ideas, como decía Alain, es cuando sólo se tiene una. –
(Madrid, 1950) es crítico literario y traductor. En 2006 publicó el libro de relatos Esto no puede acabar así (Huerga y Fierro).