La última novela del colombiano Juan Gabriel Vásquez bien podría haberse titulado como el ensayo de François Furet sobre el comunismo en el siglo XX, El pasado de una ilusión. Porque es eso, pero en términos novelísticos: el relato y la disección, focalizados aquí en una familia hispanoamericana, de la ilusión de la revolución comunista. Se trata de una obra de ficción, claro está, pero basada en hechos reales, la experiencia de la familia Cabrera Cárdenas y especialmente de Sergio Cabrera, el cineasta colombiano, director de La estrategia del caracol, entre otras películas. El hipotético lector puede ignorar esta información y eso no afectaría su lectura del libro, pues una de las virtudes de Volver la vista atrás, a diferencia de tantas novelas basadas en “hechos reales”, es su plena autonomía novelesca, esto es, que como ficción se sostiene perfectamente sin la necesidad de estar buscando verificaciones en la realidad.
La obra es vasta y ambiciosa: abarca tres generaciones de una familia; va de la Guerra Civil española a las guerrillas latinoamericanas de los años sesenta; transcurre en España, China y Colombia; habla de la familia (especialmente de las relaciones padre e hijo), de la política, de la utopía, del fanatismo ideológico, de cómo las buenas intenciones pueden acabar convertidas en pesadillas y, fundamentalmente, de la forma en que la Historia afecta y, a veces, arrasa los destinos familiares e individuales, tema cardinal de Vásquez. Volver la vista atrás es tal vez su obra más ambiciosa, aunque de una ambición que mira más hacia el pasado de la novela –específicamente de cierta novela del boom, de la cual Vásquez se asume y es heredero, y, en última instancia, de la novela realista decimonónica– que hacia su futuro, que probablemente se encuentre en formas más híbridas y menos convencionalmente realistas. En ese sentido, el regreso al pasado que implica el título no es solo del protagonista, sino del novelista mismo.
Dicho eso, es una novela muy legible, diestramente narrada, cuyas casi quinientas páginas fluyen admirablemente. Uno de sus mayores aciertos es la voz narrativa, de cuya correcta elección depende buena parte de la eficacia de un relato. Es un asunto tan fundamental que a veces pasa inadvertido: ¿quién y cómo va a contar esta historia? El lector recibe la versión final y puede tener la impresión –debe tener la impresión– de que no había otras opciones que las que tiene entre las manos, pero el novelista sabe el trabajo que implica definir el narrador adecuado y modular su voz. La clave está en la primera frase de la novela, que pasados cientos de páginas se vuelve a repetir, como un recordatorio al lector: “Según me lo contó él mismo, Sergio Cabrera…” El narrador es un yo anónimo que escucha un vastísimo relato y recibe una ingente cantidad de información y que luego, a su vez, él dispone y cuenta, reconstruyendo con lujo de detalle la experiencia ajena con un recurso que no puede ser sino la imaginación, pero difuminándose por completo detrás de los protagonistas, sin emitir ningún juicio moral –en una historia erizada de cuestiones morales– ni dejarse ver.
La historia de los Cabrera es la de las peripecias políticas de una familia de izquierda militante en el vórtice de la historia del siglo XX: el padre, Fausto Cabrera, es español, exiliado republicano que carga a cuestas la derrota en la Guerra Civil; se afinca en Colombia, donde nace su hijo, Sergio, y donde, entre su pasión por el teatro y la poesía, alimenta el sueño de la Revolución. Cree encontrar la posibilidad en la China maoísta, a la que muda a toda la familia (típicamente, decide y luego pregunta o, con mayor habilidad, hace creer que es una decisión colectiva lo que en realidad es una determinación personal). En China los Cabrera viven en un mundo paralelo junto con otros trabajadores extranjeros, ajenos a los sufrimientos del pueblo chino (hasta el lugar en el que viven tiene un nombre distópico, el Hotel de la Amistad). Allí refuerzan su adoctrinamiento, que encuentra un terreno fértil en las mentes adolescentes de Sergio y su hermana, Marianella. Un día, igual que inopinadamente se anunció la mudanza, el padre comunica a sus hijos que él y su esposa vuelven a Colombia (a incorporarse a la Revolución, se entiende) y que ellos se quedan ahí, al cuidado del Estado chino. Los adolescentes viven solos y, escrupulosamente amaestrados en el marco de la Revolución cultural, se afanan cada vez más en participar en las tareas revolucionarias, lo que al final incluye el tan ansiado entrenamiento militar. Luego de unos cuantos meses, son despachados a Colombia para unirse al Ejército Popular de Liberación. En uno de sus diarios de la época, transcrito en la novela, Marianella anotó: “¡Oh, gran presidente Mao! Tu ideología ha arrojado una luz brillante en mi corazón. ¡Oh, querido presidente Mao! ¡¡¡Realmente eres el sol rojo más rojo de mi corazón!!! ¡Estoy decidida a obedecer siempre tus palabras! Para llevar tu gran ideología a Colombia.”
Casi huelga decir lo que ocurre después, una vez que la teoría del comunismo maoísta intenta aterrizar en la jungla colombiana. Es la historia de numerosas guerrillas latinoamericanas (cuyas consecuencias dictatoriales aún vemos hoy en Cuba o Nicaragua): el fanatismo, la intolerancia, la delación, el juicio sumario, el ajusticiamiento y, eventualmente, el desengaño. Lo resume Cabrera cuando tras muchas vicisitudes abandona la guerrilla: “Cuánto esfuerzo físico, pensó, cuánta testarudez mental, cuánta disciplina y cuánta vocación y cuántos sacrificios para hacer parte de esa misión maravillosa: hacer la revolución, traer al hombre nuevo, cambiar este mundo por uno donde la gente sufriera menos o no sufriera nadie. Y ahora estaba aquí: huyendo de todo aquello con la sola ansiedad de no ser capturado. ¿Qué era esto, sino un sonoro fracaso?”
Con contadas excepciones, América Latina optó hace tiempo por el arduo y prosaico camino de la democracia para resolver sus problemas. Hoy esa vía está amenazada aquí y allá por populismos que, electos gracias a la democracia, atentan contra ella en su afán de concentración de poder, y no deja de escucharse el canto de las sirenas que sugiere que un autoritarismo sin contrapesos sería una mejor solución para nuestras graves carencias. En este sentido, volver la vista atrás es un lujo que no podemos permitirnos. ~
(Xalapa, 1976) es crítico literario.