Pocos escritores españoles tan fieles a sí mismos como el mallorquín José Carlos Llop (1956). Fidelidad a una actitud, a un estilo (su estilo es un traje a medida sin una sola arruga) y a una cosmovisión, y fidelidad a unas coordenadas geográficas, históricas y literarias. Así pues, Llop es un escritor insular también en sentido metafórico, aunque él prefiera definirse, con un guiño a Isaiah Berlin, como un escritor erizo. Y sin embargo en estas cuatro novelas suyas, las primeras que publicó entre los años noventa y la primera década de los dos mil, recogidas bajo el título durrelliano de Cuarteto de la memoria, apreciamos algo más que un perfume común con las primeras novelas de otro escritor de su generación, el navarro Miguel Sánchez-Ostiz, autor de Los papeles del ilusionista, El pasaje de la luna y Tánger Bar, si bien el tono de Sánchez-Ostiz siempre ha sido más desabrido, más barojiano, mientras que Llop se decanta por la claridad y la suave ironía mediterráneas.
Llop se estrenó como novelista en 1996 con El informe Stein, un Bildungsroman de factura modianesca donde comienza a desplegar su imaginario y a perfilar su mirada. Escrita a modo de fuga, su estructura musical y su marcado lirismo nos sumergen en una ciudad permeable a las ficciones, en un oscuro colegio religioso y en una atmósfera vaporosa en la que aparecen y desaparecen personajes equívocos que a veces parecen salidos de las aventuras de Tintín. La referencia al célebre personaje de Hergé no es gratuita: el mundo ficticio de Llop es un mundo tintinesco, en el que se superponen las ensoñaciones y las distintas capas de la realidad. Llop es además un escritor de línea clara, aunque tenga debilidad por el abigarramiento ornamental, los ambientes brumosos y las sombras chinescas.
El informe Stein fue la semilla de la que surgieron sus siguientes novelas, La cámara de ámbar sobre todo, pero también Háblame del tercer hombre y El mensajero de Argel, todas ellas caracterizadas por el culturalismo, el cosmopolitismo, los territorios fronterizos, los juegos elípticos, las claves cinematográficas y musicales, cierta propensión al mito y una impronta poética que no decae en ningún momento ni bajo ningún concepto. Llop no elabora sus intrigas mediante la construcción de tramas y subtramas, sino que apuesta por la construcción de atmósferas y de escenografías plagadas de detalles, la pintura de personajes escurridizos, inasibles, que dejan tras de sí un aroma de misterio, y la pátina intelectual y sentimental de un fin de época. Cuando Llop compara la belleza de una mujer enigmática con la de un Bugatti, está formulando su experiencia del deseo y poniendo sobre la página sus principios estéticos. Viajero inmóvil, detective con alma de anticuario (“un hombre es sus cosas, en ellas está escrita su biografía”, nos dice), Llop captura al lector con una voz que nunca termina de desvelar todo lo que sabe acerca de las dobles o triples vidas de sus personajes, ejercitando con maestría los recursos del narrador poco fiable.
Él mismo expone su concepción de la literatura en La cámara de ámbar, donde escribe: “La literatura es ese mundo falso que construimos para escapar de la falsedad del mundo real, para convertir el mundo real en algo más falso que el mundo literario, mientras este acaba metamorfoseándose en la única realidad posible.” Escriba de lo que escriba, Llop siempre escribe sobre la memoria, pero entendiendo la memoria –lo dice en Háblame del tercer hombre– como una pura fantasmagoría. En otra parte lo enuncia de otra forma: “Un hombre sin memoria es un hombre sin pasado, y un hombre sin pasado no es nadie.”
En La cámara de ámbar, la más metaliteraria de sus novelas (todas lo son, pero esta especialmente), Llop recurre a una metáfora bélica para explicar sus esfuerzos y conquistas novelísticas: “Un escritor no siempre lleva las riendas de su novela. Al principio planifica: una novela es como una batalla. Hay que cavar trincheras […]. Pero a medida que se establece la estrategia a seguir van cambiándose los primeros planes. Surgen escollos imprevistos, barrizales que no figuran en el mapa, guerrilleros que acosan por los flancos: la novela está tomando cuerpo y con ese cuerpo quiere hacer lo que le venga en gana. Es una extraña sensación: el escritor se ve envuelto en el humo de la refriega […]. Eso ocurre varias veces a lo largo de una novela, pero al mismo tiempo ese humo se aclara en una dirección, señala una dirección desconocida, sí, pero la única que existe. Y una vez tomada se ven, al otro lado, las fuerzas del bando propio que se agrupan para atacar de nuevo y ese ataque es brillante y victorioso porque es el que la novela apunta, guiando al escritor.”
Leídas en conjunto las cuatro novelas, adquieren una nueva significación y una renovada altura. Catálogo de espionajes, mapamundi o revista ilustrada de un mundo que ya no existe salvo en algunas películas y novelas antiguas, bazar de coleccionista, cartografía personal de un escritor al que siempre le ha apasionado la historia y sus zonas de sombra, este Cuarteto de la memoria se pliega, despliega y repliega como un suntuoso abanico literario. Experimentos de un siglo muerto y juegos de manos de un poeta solar que cuando practica la ficción narrativa se inclina por los claroscuros y que lleva tan dentro de sí a Tácito como a John Le Carré. ~