Para quien haya leído la obra de Kundera —sobre todo el magnífico ensayo Los testamentos traicionados—, El telón aportará poco, aunque afinará algunas ideas. Quien se pregunte qué ha ocurrido con la evolución de un novelista que aparenta apagarse, luego del deslumbramiento de novelas como La broma, La insoportable levedad del ser o La inmortalidad, quizá encuentre aquí, si no la clave, al menos el testimonio de un autor que, a su manera, pide una forma de comprensión.
Como en Los testamentos traicionados y El arte de la novela, el autor vuelve a su perspectiva comparada de la novela como arte de la composición. Insiste en el peligro del “despotismo de la story“. Su argumento: la prosa novelística permite, como ningún otro género, la entrada de digresiones, y no sólo la articulación de una historia centralizadora a la que se someten las posibilidades de escritura. Una vez más, en la mutación de la novela está su naturaleza permanente. Y esta mutación consiste en la capacidad ensayística del género: la vertiente que encuentra su cantera en la tradición de Europa Oriental. La entrada de digresiones, además, permite que la vida se presente en toda su riqueza: la capacidad para romper la exigencia de la verosimilitud, entendida en su lado más simple y realista. Esta entrada de otras dimensiones, de los detalles de la vida, es el núcleo del género. Su argumento lo lleva de nuevo a la figura de Cervantes y El Quijote: “A Homero no se le ocurre preguntarse si Aquiles o Áyax, después de sus muchos combates cuerpo a cuerpo, aún conservan sus dientes. Para Don Quijote y para Sancho, por el contrario, los dientes son una constante preocupación, dientes que duelen, dientes que faltan.”
Lo que vuelve a hacer Kundera es reivindicar lo cómico de la prosa de la novela. Lo cómico, en la acepción más compleja del término, rompe la unidad de sentido —trágica— de la poética clásica. Pero no hay que confundir los ámbitos. No defiende el simple registro de lo cotidiano, no reivindica una visión periodística o de crónica de la realidad, tampoco el abigarramiento verbal y gratuito de cierto posmodernismo, sino la pertinencia existencial de los detalles, la coherencia de composición y la precisión de pensamiento y prosa. Tampoco justifica las gratuitas y fáciles alusiones metaliterarias de una novela demasiado ensayística. Como señala Guy Scarpetta, Kundera se aleja de la “oposición simétrica” de estas dos tendencias actuales, ambas orientadas a una fácil comercialización. Para sustentar su tesis, revisa en El telón una serie de “detalles existenciales” de algunas obras. Su lectura del detalle del burdel en La educación sentimental de Flaubert, el suicidio de Ana Karenina o la ambigüedad de los protagonistas de Kenzaburô Oé, resumen su perspectiva y muestran lo mejor de su reflexión. No es el propósito de El telón una inmersión en las novedades, sino una relectura contemporánea de la actualidad de ciertos procedimientos narrativos que se pierden de vista cuando se desconoce la tradición de la novela. Otra vez: lo novedoso no siempre es lo moderno. Incluso peor: es una repetición ingenua.
Vuelve Kundera también a la idea del contexto nacional del autor. Mientras en Los testamentos traicionados eran Janacek y Kafka los que corrían el riesgo de ser malentendidos por ubicarlos en su contexto nacional, lejos de la historia de sus respectivas artes, en El telón Kundera puntualiza la existencia de un Gran Contexto y de un Pequeño Contexto. Estos contextos no tienen que ver únicamente con los grandes centros culturales, sino con un arte mayor, que supere circuitos de asociación locales (provincianismo de los pequeños y de los grandes). El asunto no es nuevo en su reflexión, pero aquí resulta espinoso para el autor porque le parece imposible escapar de la lectura intencionada que se hace de un escritor a partir de su biografía (el caso del novelista anglojaponés Kazuo Ishiguro, por hacer una comparación fuera del ámbito de los autores de Kundera, podría ser una de las pruebas actuales más contundentes de este fenómeno, al punto que Ishiguro tuvo que desestabilizar la recepción de su obra con una novela de referencias inasibles como Los inconsolables). En este sentido, Kundera se lamenta una vez más de la falta de perspectiva humorística en la recepción de su obra. Y algo más: los problemas de recepción siempre forman parte del conflicto de cada artista, el único que puede ver y medir el alcance mayor de la tradición en la que quiere inscribirse. Este conflicto es mucho más evidente en un siglo de largos coletazos de luchas nacionales. Si esto no explica, al menos permite entender la proliferación de ensayos escritos por parte de novelistas de la periferia o ubicados en zonas de frontera, como Coetzee, Quignard o Rushdie.
La idea del contexto pequeño lleva a Kundera a evaluar otro límite, de orden temporal: la preocupación por el sentido de la Historia y su relación con la novela. Aquí es donde El telón se convierte en un libro revelador sobre un autor marcado por un periodo concreto de la historia del siglo XX: la revolución comunista, la disolución de las naciones de Europa Oriental y finalmente la caída del muro de Berlín, verdadero telón de fondo de la narrativa de Kundera. Pero su revelación se produce al modo específico del ensayo de un escritor: con el testimonio de una lectura y experiencia vitales que permiten entender la evolución de su trabajo. Es como si Kundera se diera cuenta con urgencia de que los lectores vuelven a la misma pregunta ingenua: una vez que ha desaparecido el mundo histórico sobre el que versaba (o del que dependía) el mundo de su obra, ¿sobre qué escribe el novelista? ¿Qué sentido tienen sus referencias, que se remiten a elementos históricos que ya no resuenan en los nuevos lectores? ¿Qué son ahora la Guerra Fría, la delación y la pérdida de humor en la revolución comunista? La respuesta de Kundera va en un sentido diferente: advierte el error en la pregunta. Sus novelas no dependen de manera excluyente —o mejor dicho: sus referencias no son simples anécdotas— de un determinado momento de la Historia. A esta reorientación de la pregunta se dirigen los esfuerzos del ensayista. Es indudable que el cambio histórico afecta la recepción de cualquier obra de arte, y la sumerge en un limbo indefinible del que no sabemos cuándo saldrá, si es que llega a salir. Kundera nos alerta respecto a lo que considera su propia vía: su novelística se inscribe en otra historia, la historia del arte. Concretamente: la historia del arte de la novela.
Los ensayos de Kundera han tendido los puentes paralelos entre su propia obra y una historia de gran contexto, más amplia que la de su biografía personal. Sus referencias —siempre intensas al gran contexto de Rabelais, Sterne, Diderot, Kafka, Broch, Musil, y al contexto, digamos, cercano de Gombrowicz, Rushdie, Oé (ahora incluso de Alejo Carpentier)— abren una comprensión mayor de su forma novelística: “El arte no es un orfeón que espolea a la Historia en su marcha. Está ahí para crear su propia historia. Lo que quedará un día de Europa no es su historia repetitiva, que, en sí misma, no representa valor alguno. Lo único que tiene alguna posibilidad de quedar es la historia de las artes.” Kundera enfatiza que gracias a esa historia de la forma novelística su arte narrativo tiene sentido. Residente en Francia desde hace décadas, Kundera abandonó el checo por el francés con la publicación de sus últimas novelas —La lentitud, La identidad, La ignorancia— y sus ensayos.
Acostumbrados como tiene a sus lectores a la matización de determinadas palabras en su lengua original, resulta una divertida provocación o paradoja cuando dice que para juzgar una novela —no un poema— podemos prescindir de su lengua original: “Nadie comprendió mejor a Rabelais que un ruso: Bajtin; a Dostoyevski, que un francés: André Gide; a Ibsen, que un irlandés: G.B. Shaw; a James Joyce, que un austriaco: Hermann Broch […] ¿Quiero decir con eso que, para juzgar una novela, podemos prescindir del conocimiento de su lengua original? Pues sí, ¡es exactamente lo que quiero decir!” Curiosa paradoja, siendo precisamente Kundera quien ha argumentado como nadie, en Los testamentos traicionados, los peligros de la interpretación nefasta de Kafka por las libertades que se tomaron sus traductores. Pero incluso esta boutade, que turba el esnobismo de los lectores y críticos de traducciones, está orientada a enfatizar que el verdadero arte de la novela no son únicamente la lengua y la corrección estilística, sino su creatividad compositiva. Y para extremar su conclusión, dice no sólo que le parece prescindible recurrir a una traducción, sino que rechaza a destajo los simples “traslados” de una novela al cine gracias a la utilización “descompuesta” del argumento.
Siguiendo esta lectura, lo que trasmite El telón es la devoción del mismo Kundera a sus principios poéticos. Sólo que en esa reivindicación de la autonomía del arte de la novela, es decir, su derecho a integrarse a una suprahistoria (la novelística), parece que el escritor está haciendo a un lado el aparente declive que ha tenido la recepción de la última parte de su obra; ésta no ha llegado a las cotas de las grandes novelas escritas en checo. Aquí es donde el ensayo vibra de manera subterránea. Dije que pide una forma diferente de comprensión porque, a lo mejor, el lector que ha seguido la evolución del novelista no puede entender los giros que éste experimenta, eso que llama la libertad otoñal del artista. A modo de espejos, Kundera recurre a otros casos, como cuando revisa la tendenciosa lectura que se hizo de Cioran en el momento de su muerte, por la ocasional y remota filiación fascista del escritor rumano cuando fue joven. Esta mala lectura tergiversaba el valor de una obra que nada tenía que ver con esos comienzos “impuros”. Más interesante es lo que señala sobre Picasso, cuando éste, anciano, marginado, se da cuenta de que sólo en ese momento descubre una nueva forma de libertad. “No es fácil para un joven artista innovador —dice Kundera— seducir a un público y hacerse querer. Pero cuando, más tarde, inspirado por su libertad otoñal, transforme una vez más su estilo y abandone la imagen que se hacían de él, el publico dudará en seguirle.” Y cita a Fellini, y a Beethoven. Y no estaría de más citarse a sí mismo. El verdadero tema de El telón no son los novelistas de quienes habla, sino él mismo. Éste es el logro de un ensayo heredero del postulado de Montaigne: Kundera habla con una escéptica lucidez sobre su propia experiencia de novelista. Es él quien rasga el telón de la primera gran etapa de su obra, escrita en checo, y de la incertidumbre de la segunda, escrita en francés. Quizá sean otros los llamados a reconocerla. Quizá Kundera promete lo que está por venir. Mientras tanto, el telón rasgado deja entrever una zona de transición. ~
(Ecuador, 1969) es escritor. Su novela más reciente es La escalera de Bramante (Seix Barral, 2019).