Imposturas, de John Banville

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Después de todo, ¿quiénes somos? Señalar, primero, la trivialidad de la pregunta. Afirmar, después, que el principio de identidad es una chapucería metafísica. Citar, entonces, a Pierre Klossowski: “Uno no está jamás donde está, sino siempre ahí donde uno no es más que el actor de ese otro que uno es.” Evocar, con una sonrisa, a Rimbaud. Decir, enfáticamente, que la fórmula A = A sólo tiene validez en un universo regido por Dios. Comentar que, como todo el mundo sabe, Él está muerto. Declarar la imposibilidad de seguir el consejo —”Conócete a ti mismo”— del oráculo de Delfos. Agregar que, todas las mañanas, en el espejo aparece alguien distinto. Entonces, con pedantería intratable, recurrir a Heisenberg. Mencionar el principio de incertidumbre. Alegar que, mientras más nos acercamos a nuestro objeto de estudio, más difuso se vuelve su trazo. Ah, la identidad…
     El pensamiento es una puesta en escena. Esta idea, que Nietzsche aprendió de Hamlet, anima buena parte de la obra narrativa de John Banville (Wexford, Irlanda, 1945). Sus personajes —lo sabemos por esta mise en abyme que ofrece La carta de Newton (1982)— son “[anti]héroes encumbrados y fríos que renunciaron al mundo y a la felicidad humana en pos del juego grande del intelecto”. La descripción se ajusta a los protagonistas de las dos últimas novelas del irlandés, Eclipse (2000) e Imposturas (2005). Alexander Cleave y Axel Vander, actor y escritor —o sea: farsantes—, son, cada uno en su campo, célebres, pero una grieta en sus biografías les impide alcanzar la plenitud. Fingen, con elocuencia, saber quiénes son, pero sus discursos diluyen, con eficacia abrumadora, la nitidez de sus rostros. Los une, además del conflicto con su identidad, una mujer perturbada, Cass Cleave, hija del primero, amante del segundo. Ambos actúan, intentan representar a “ese otro que uno es”. (En ningún modo es casual que Cleave se defina físicamente como un “Hamlet ideal”: lo suyo es un drama de la conciencia.) Aunque participan del juego del intelecto, no son individuos indolentes. Todo lo contrario: en su caída, dibujan para nosotros un perturbador paisaje emocional.
     Gran conocedor de la historia de la pintura, Banville construye sus personajes a través de una técnica heredada de Leonardo, el sfumato. Como es sabido, este recurso pictórico vuelve difusos los contornos de una figura, envolviéndola en una suerte de neblina. Mientras más hablan de sí mismos, más indefinidos resultan los perfiles de los antihéroes banvilleanos. El sfumato otorga a la imagen una apariencia dinámica, vibrante: Cleave y Vander son difíciles de aprehender porque todo el tiempo manifiestan los movimientos de una conciencia que se abisma sin abandonar, jamás, la ironía —pensemos que entre las acepciones de la palabra está la de simulación.
     Eclipse e Imposturas forman un díptico sobre el tema de la identidad, ya tratado en una novela anterior, El intocable (1997) —un roman à clef inspirado en el doble espía Anthony Blunt. En su idioma original, ambos títulos reflejan la precisión conceptual del autor irlandés. Por desgracia, la traducción de Damián Alou, en general competente —aunque incapaz de trasvasar ciertos giros de la prosa—, ha esquivado el sentido del nombre original de la segunda parte: Shroud, sudario o manto, en alusión a la Sábana Santa de Turín, la ciudad en donde se desarrolla la novela. El eclipse y el sudario cubren, ocultan ¿la verdadera identidad? Mencionemos, sólo por dejar constancia, que el título de uno de los libros de Vander es El alias como hecho saliente: el caso nominativo en la búsqueda de la identidad.
     Imposturas está narrada mayoritariamente por Axel Vander —los pasajes en tercera persona son los más débiles del libro: Banville es insuperable, incluso para sí mismo, creando monólogos para personajes actores—, que describe su encuentro con Cass Cleave, una joven trastornada que ha descubierto lo que el académico —un trasunto de Paul de Man, el pope de la deconstrucción literaria— oculta en su pasado. A ella le contará la verdad sobre su juventud en Amberes. Luego de embarcarse en una relación imposible, lo que se revelará al final es el amor —no filial— que la mujer profesa a su padre, Alexander Cleave. (De ninguna manera es casual el vínculo nominal: Alex / Axel.)
     A pesar de lo dicho, el aporte fundamental de Banville no se halla en su deslumbrante baile de máscaras. Banville es, sobre todo, una prosa. Desde Nabokov, nadie había ejercido el lirismo con semejante autoridad, y muy pocos escritores en activo poseen un fraseo tan elástico como el suyo:

¿Quién habla? Es la voz de ella, en mi cabeza. Me temo que no parará hasta que yo no pare. Me habla mientras avanzo a sacudidas por estas calles empedradas, me cuenta cosas que no quiero oír. A veces le contesto, protesto en voz alta, le exijo que me deje en paz.

Ironista consumado, Banville tiene además ese don infrecuente: la capacidad de conmover. La carga emocional de su prosa —dan ganas de agregarle el adjetivo sapiencial— es inclemente con el lector: produce lo mismo vértigo y exaltación, risa y aflicción.
     Aunque la crítica ha insistido en la influencia de Beckett y Nabokov —podrían agregarse Bellow y Philip Roth— en la escritura banvilleana, poco se ha señalado el ascendente shakespeareano del perfil y el tono discursivo de sus personajes. Recordemos las célebres —y siempre pertinentes— palabras de Macbeth:

La vida no es sino una sombra fugaz, un pobre actor
     que se agita y vanagloria sobre el
      escenario
     para luego dejar de ser oído: es una
      historia
     contada por un idiota, llena de ruido y furia,
     que nada significa.

Como Alexander Cleave, Axel Vander es un ser en escena, a la vez bufón y príncipe, desbordado por un cinismo que, bien visto, resulta indispensable para sobrevivir.
     Luego de leer Imposturas, me pregunto cuántos autores vivos están en condiciones de rivalizar con el virtuosismo y la inteligencia torrenciales de John Banville. Puede contárseles con los dedos de una mano. –

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