La desaparición, de Tim Krabbé

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En una época en que proliferan no sólo los libros gruesos, la mayoría de las veces sobrepaginados, a los que Martin Amis llama con razón Big Macs, sino también declaraciones tan dudosas como la formulada por el español Antonio Orejudo en una entrevista reciente: “La literatura es hoy más que nunca una mercancía […] En este momento existe una variedad absoluta de sabores. Y cada escritor nuevo que aparece busca hacerse un hueco, un sabor, en este escaparate de yogures en que se ha convertido el panorama literario”; en una época así, decíamos, es de agradecer que haya esfuerzos como el de la editorial Salamandra, empeñada desde hace tiempo en lanzar títulos perdurables, sin fecha de caducidad. Uno de ellos es La desaparición, la nouvelle de Tim Krabbé que, pese a haber sido traducida a nuestro idioma veinte años después de su publicación en Holanda, no ha perdido un ápice de actualidad ni de vigor. Miembro de una familia de artistas e intelectuales —su hermano Jeroen, por ejemplo, es un célebre actor y cineasta—, narrador, poeta, guionista, periodista y experto en ajedrez y ciclismo, Krabbé saltó a la fama con este relato sobre la banalidad del mal y los destinos entrecruzados que cuenta con dos adaptaciones fílmicas, una holandesa (Spoorloos, 1988) y otra hollywoodense (The Vanishing, 1993), ambas dirigidas por George Sluizer. Inscrita en esa modalidad de la novela negra que desde Friedrich Dürrenmatt ha incorporado el elemento metafísico, La desaparición suscribe la enseñanza de Borges y confirma con creces que para trastocar el orden cotidiano no es indispensable acumular páginas: a menor extensión, mayor concentración de la inquietud.
     La superficie anecdótica es de una engañosa limpidez: Rex Hofman y Saskia Ehlvest, una pareja joven —él treintañero, ella veinteañera—, viajan de Amsterdam a Francia para vacacionar en una casa cercana a Hyères con vista al Mediterráneo. En una estación de servicio TOTAL, ubicada en el tramo Venoy-Grosse-Pierre de la Autoroute du Soleil, se detienen a cargar gasolina; luego de entrar en la tienda anexa a comprar una cerveza para Rex y una soda para ella —decide relevarlo al volante al cabo de una breve disputa—, Saskia se esfuma sin dejar rastro, como si hubiera “desaparecido de la faz de la tierra”. Lo que viene en seguida es la constatación de las tenebrosas corrientes que fluyen por debajo de esa superficie y que son controladas por Raymond Lemorne (Raymond el Sombrío, como indica su apellido en francés), el sociópata con piel de profesor de química y buen padre de familia —tiene dos hijas, Gabrielle y Denise, de trece y once años— que ingresa en los dominios de la maldad merced a una pregunta: “De pronto, pensó: ‘Pero ¿sería igualmente capaz de cometer un crimen?’ Se imaginó el acto más cruel que pudo concebir.” Amante de los triángulos fatídicos, una proclividad patente también en La cueva —novela traducida por Salamandra en 2003—, Krabbé logra que los vértices interactúen a lo largo de una partida narrativa que demuestra su sagacidad ajedrecística y que acude en un nivel profundo a Georg Cantor, el matemático responsable de la teoría de los conjuntos transfinitos al que Rex consagra un artículo que nunca concluirá. Una partida cuyo factor metafísico reside en el sueño que Saskia recuerda luego de ser abandonada en una carretera de Italia, y que termina por ser el eco o más bien la metáfora del cruel acto concebido por Lemorne (secuestrar y enterrar viva a una mujer “con plena conciencia de lo que le estaban haciendo”):

La angustia que había pasado en aquel rincón oscuro casi la había vuelto loca de miedo; se había sentido tan sola como en su pesadilla del Huevo de Oro. De niña, había soñado una vez que estaba encerrada dentro de un Huevo de Oro que volaba por el universo. Todo estaba oscuro. No había ni una estrella. Y ella tenía que permanecer allí para siempre, sin poder morir. Sólo tenía una esperanza. Por el espacio volaba otro Huevo de Oro igual que el suyo; si los dos chocaban, se destruirían, y entonces todo se acabaría. ¡Pero el universo era tan inmenso!

La aritmética perversa. Fiel a la noción dürrenmattiana del texto noir como mecanismo de relojería en el que no sobra ningún engranaje, Krabbé construye minuciosamente la intriga a través de cinco capítulos surcados por una manía numérica en la que campean el ocho —símbolo del infinito—, sus múltiplos y las cifras que lo contienen. Poco antes de ser raptada, para empezar, Saskia entierra dos francos al pie del alambrado que delimita la estación de servicio: “Era el octavo poste desde el final de la valla […] El ocho era el número de la suerte de Saskia. Las rosas eran más hermosas si había ocho, y ella lamentaba que [Rex] no fuese un año más joven porque entonces se habrían llevado ocho años.” El ocho se insinúa en la suma de los kilómetros recorridos desde Amsterdam que ella misma anota en una libreta: “¡¡512!! ¡Demasiado pronto, pero qué más da!” Ocho años tiene el niño con quien Rex compite en un videojuego en la playa italiana donde se refugia con Lieneke, su nueva pareja, y donde sufre la pesadilla del Huevo de Oro ocho años después de la desaparición de Saskia, acaecida alrededor de las ocho de la noche del 28 de julio de 1975. Lemorne tiene dieciséis años —nace en 1934, cifra que invierte el año de nacimiento de Krabbé, 1943— cuando descubre la psicopatía que alimentará hasta hacerla estallar en la gasolinera que queda a ochenta kilómetros del pueblo donde vive: Autun, en el departamento de Saône-et-Loire. Cuatro años —ocho a la mitad— llevan juntos Rex y Saskia cuando ésta se esfuma: los mismos que transcurren entre la génesis y la realización del macabro plan de Lemorne, una de cuyas etapas implica la compra de un viejo colchón por ochenta francos en un mercadillo:

Cientos de personas podrían verlo, de hecho lo vieron, pero no sabían lo que estaban viendo: un paso más de un acto infame. Se sentía eufóricamente malvado, como si hubiese tomado un brebaje que lo hubiera hecho invisible a los demás.
     Prueba de un afán casi nabokoviano por dosificar la información y acoplar todos los detalles en una maquinaria aparentemente inofensiva que sin embargo remata con una feroz vuelta de tuerca, La desaparición diseña un outsider tan fascinante como perturbador, capaz de contestar “Eso no es relevante” cuando Rex le dice “Está usted loco”; un outsider que halla la fórmula de la invisibilidad perfecta en la banalidad del mal: “Todo cuanto él hiciese tenía que permanecer escondido, como un adoquín en una calle pavimentada.” Al igual que Raymond Lemorne, que oculta en un falso cabestrillo una botella con cloroformo y un pañuelo para drogar a su víctima, Tim Krabbé se presenta como una figura que acecha en la periferia del relato con varios ases narrativos bajo la manga, o mejor, guardados en ese vendaje que lo hace imperceptible a ojos del lector indefenso. –

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(Guadalajara, 1968) es narrador y ensayista.


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