Alexandra David-Néel tenía 80 años cuando escribió, a principios de la década de 1950, La India en que viví, recuperado este año por la editorial La línea del horizonte en traducción de Milagro Revest. El libro comienza con el recuerdo de los dos impactos más definitivos para el desarrollo de su vida de viajera: la lectura de las novelas de Julio Verne y las visitas al Museo Guimet, todo esto cuando Alexandra era una niña y vivía con sus padres a las afueras de París.
La anciana David-Néel, también conocida como Alexandra Myrial, evoca precisamente a los hijos del capitán Grant y a Phileas Fogg y Passepartout, cuyas aventuras tienen lugar mientras dan la vuelta al mundo. El viaje alrededor de la tierra tuvo, pues, el mayor atractivo para la niña, que hasta el último de los 101 años que vivió consiguió mantener el impulso recibido de aquellos libros. Del museo Guimet, dedicado al arte asiático, recuerda las bibliotecas resguardadas del bullicio de las calles parisinas, las salas en penumbra dedicadas a las exóticas e imponentes figuras. Y de esta mezcla de viajes extraordinarios a lomos de elefantes y el estudio de las religiones orientales hizo ella su vida.
En una entrevista que le hicieron el año de su muerte, dice: “Quizá podría haber elegido otra cosa, pero la verdad es que cuando decimos podría haber elegido otra cosa, tratamos de un asunto filosófico. ¿Habría yo podido elegir otra cosa? ¿O estaba condicionada para elegir aquello? Esa es una cuestión filosófica que no tiene que ver con mis viajes. No tiene mucho sentido decir si hubiese estado allí, en ese momento y con tal edad, habría hecho tal cosa. Pues no, querido amigo. De haber estado allí, en un entorno determinado, a tal edad, etcétera, habrías hecho exactamente lo que la otra persona ha hecho, porque en ese momento habrías sido ella”.
Al leer la historia de su desmesurada vida en Wikipedia (¡cantante de ópera en Hanoi!) me llama la atención otra coincidencia particular. David-Néel se casó en 1904 con Philippe Néel, al que había conocido en Túnez. En 1911 ella emprendió el tercero de sus viajes a La India, y le dijo a su marido que volvería en año y medio. Bueno, pues tardó catorce años en volver. Por otro lado leo que a Julio Verne le asfixiaba estar casado y que aprovechaba cualquier ocasión para largarse de viaje a Escocia, a Noruega, adonde fuese, muchas veces sin siquiera avisar a su mujer. ¡Tenían las mismas aficiones!
Estos largos lapsos de tiempo, pues también leo que pasó dos años meditando en una cueva, contrastan con la sensación frenética que deja la lectura de sus tribulaciones. Me imagino que la tensión tiene que ver con la amplitud de los espacios que recorrió.
A Alexandra David-Néel sus primeros viajes la llevaron por Suiza, España y Gran Bretaña. En Londres, adonde se había trasladado para estudiar el inglés que convenía a cualquiera que quisiera profundizar en el orientalismo que tan de moda se había puesto en la época, trabó contacto con la Sociedad Teosófica. De las relaciones que mantuvieron en Londres y una vez en La India no se encuentra información en este libro. Más bien se desprende, de las numerosas escenas y encuentros que relata con sadhus y gurúes, que la investigación espiritual de David-Néel fue animada siempre por un impulso individual. Sus conclusiones y experiencias pueden leerse en otros libros suyos como Inmortalidad y reencarnación, El budismo de Buda, Mi viaje a Lhasa o Magia y misterio en el Tíbet.
Como era rigurosa y ascética en sus costumbres y mostraba un genuino interés por las tradiciones que estudiaba, fue admitida en distintas celebraciones y santuarios normalmente vetados a occidentales, aunque una vez que quiso entrar en Lhasa lo hizo disfrazada de mendigo peregrino. Fue desenmascarada porque iba todos los días a bañarse a un río. La escena del espionaje al menesteroso que se revela entre las cañas como una bellísima joven parece sacada de una fábula oriental de las que estaban tan de moda en Occidente en el siglo XIX.
Pero este libro trata de La India, a donde viajó en tres ocasiones diferentes, y si bien arranca en el primer viaje en barco desde Marsella, con tormentas incluidas (“lo más horrible fue cuando la población animal de las bodegas, obligada a salir de sus refugios quizá por al agua que se infiltraba, lo invadió todo. Hubo carreras de ratas enloquecidas…), no es realmente una crónica de los viajes sino la exposición clara, profunda y muchas veces divertida de cómo era el país y de cómo cambió a lo largo de medio siglo. Los últimos capítulos están dedicados a “La nueva India, sus conflictos”, y allí explica cómo se enfrenta la sociedad india a la independencia y cómo cree ella que van a convivir las supersticiones y costumbres tan arraigadas con las ganas de progreso de amplios sectores. Dedica muchas páginas a la ambigua figura de Gandhi. Dice: “Pero había otra cosa, Nehru lo confesó cándidamente. Gandhi poseía un singular poder de sugestión, era imposible resistírsele, hechizaba literalmente a los que le rodeaban”. Y ahondando en este aspecto utilitarista: “En el curso de una conversación que tuve, poco antes de la liberación, con un docto brahmán, este me declaró abiertamente: ‘Que la India sea libre y después ofreceremos a Gandhi en sacrificio a Kâli’”.
Los anteriores capítulos son un acercamiento a veces más ensayístico y a veces más narrativo, lleno de comentarios en que se trasluce la viveza de la escritora, a las peculiaridades de la religión hindú y sus muchas manifestaciones, al sistema de castas, a las figuras que frecuentan los templos, a los santos profesionales y a las fascinantes costumbres y ritos que aquella occidental tuvo la suerte de conocer a lo largo de su vida. Por ejemplo, una puesta en escena del Ramayana, el poema épico del siglo III a. C., que se representaba periódicamente en Benarés a lo largo de varios días y en multitud de localizaciones, a las que se iban desplazando los espectadores, como en una larga romería. La narración es muy vistosa y al final ocurre algo que parece un buen ejemplo de cómo funcionaban las cosas. Como la representación duraba varios días, los actores que representaban al ejército de monos, una tarde que estaban aún poseídos por sus papeles, asaltaron los comercios del pueblo vecino. A la mañana siguiente se arrepintieron de sus fechorías, así que acudieron al actor que hacía de Râma: “El muchacho era ingenioso y audaz. Ordenó a los soldados que se pusieran sus trajes de mono, él mismo se puso su atuendo de Râma, con la tiara de Vishnú y, así disfrazado, seguido por el grupo de monos, se fue al palacio. Allí, sin esperar ninguna pregunta, dijo simplemente al marajá: ‘El pueblo es mío y estos monos son míos’. No se contesta a Vishnú, dueño del universo, y con la tiara en la cabeza, el joven, en ese momento, era Vishnú en persona. El marajá juntó las manos y se prosternó. No castigó a los soldados y, según dicen, pagó a los comerciantes lo que les habían robado”.
La India en que viví
Alexandra David-Néel
Traducción de Milagro Revest
La línea del horizonte, 2020
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).