La vida entera (1937-1977). Antología poética, de Virgilio Piñera

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No deja de impresionar que Cuba, siendo un país relativamente pequeño, produzca tantos y tan buenos escritores. En poesía, la lista es extensa; basta nombrar a José Martí, Julián del Casal, Nicolás Guillén, José Lezama Lima y la generación de la revista Orígenes (inclui-dos Eliseo Diego, Cintio Vitier y Fina García Marruz), Gastón Baquero, Severo Sarduy, Heberto Padilla, José Kozer, entre muchos otros, para darse cuenta no sólo de la cantidad sino de la gran calidad de escritores nacidos en esa isla.
     Virgilio Piñera (1912-1979) no fue un poeta prolífico. Se resistía a concebirse como poeta y se dio a conocer más como dramaturgo (en Cuba) o como cuentista (en Argentina). Después de las plaquettes que se autofinanció en la década de 1940, publicó un solo libro de poemas en vida: La vida entera (1969), que recopilaba su poesía de 1941 a 1968. Dejó otro libro preparado, Una broma colosal, que se publicó en 1988, nueve años después de su muerte. Quedaron también poemas sueltos, regalados a amigos, dispersos, que se han ido recogiendo poco a poco. Esta antología selecciona textos de los dos libros e incluye también la sección “Otros poemas”, con la aclaración de que fueron “descartados por el autor pero recuperados gracias a la arqueología literaria”.
     La poesía de Piñera es desigual. Con razón, el mismo escritor se resistía a publicar sus poemas. Su mejor época es la inicial, donde destaca La isla en peso (1942), un poema extenso que ocupa un lugar de primera importancia en la poesía cubana del siglo XX. Se puede leer como si anticipara con luminosa clarividencia la agónica realidad actual. Léanse de ese modo los versos iniciales:

La maldita circunstancia del agua por todas partes/ me obliga a sentarme en la mesa del café./ Si no pensara que el agua me rodea como un cáncer/ hubiera podido dormir a pierna suelta./ Mientras los muchachos se despojaban de sus ropas para nadar/ doce personas morían en un cuarto por compresión./ Cuando a la madrugada la pordiosera resbala en el agua/ en el preciso momento en que se lava uno de sus pezones/ me acostumbro al hedor del puerto/ me acostumbro a la misma mujer que invariablemente masturba,/ noche tras noche, al soldado de guardia en medio del sueño de los peces./ Una taza de café no puede alejar mi idea fija,/ en otro tiempo yo vivía adánicamente./ ¿Qué trajo la metamorfosis?

La imagen de la isla como cárcel va muy en contra del lugar idílico y paradisíaco imaginado por múltiples poetas y escritores, desde la fundación mítica de las islas Bahamas y del Caribe a la llegada de Colón, según se puede comprobar en las descripciones de los diarios de navegación del almirante: “[tierras] todas fermosísimas, de mil fechuras, y todas andables y llenas de árboles de mil maneras y altas, y parecen que llegan al cielo”. Durante siglos se construye esa imagen de un sitio maravilloso, sensual, exótico, benigno, colmado por la exuberancia natural. Es lógico que Cintio Vitier (en Lo cubano en la poesía, 1958) afrontara el poema de Piñera: “Este testimonio de la isla está falseado”. La isla en peso era un texto que confrontaba a toda la generación vinculada con la revista Orígenes, y en particular a su contrincante principal, José Lezama Lima. Son famosas las peleas entre estos poetas y las anécdotas que contrastan sus modos de expresión. Reinaldo Arenas cuenta en Antes que anochezca: “En cierta ocasión Lezama y Virgilio coincidieron en una especie de prostíbulo para hombres que había en La Habana vieja y Lezama le dijo a Virgilio: ‘Así que vienes tras la caza del jabalí’. Y Virgilio le contestó: ‘No, he venido, simplemente, a signar con un negro'”. Se podría ir más allá y contrastar el poema de Piñera con la concepción barroca de Lezama, según la describe en uno de sus conocidos y jugosos ensayos, “Corona de las frutas”: “Lo barroco, en lo americano nuestro, es el fiestón de la alharaca excesiva de la fruta, lo barroco es el opulento sujeto disfrutante, prendido al corpachón de unas delicias”. En el poema de Piñera la exuberancia cae por su propio peso: “Es la confusión, es el terror, es la abundancia, / es la virginidad que comienza a perderse. / Los mangos podridos en el lecho del río ofuscan mi razón, / y escalo el árbol más alto para caer como un fruto”.
     Mientras Lezama (el gordo) devora y disfruta de los manjares, Piñera (el flaco) parece convulsionar su estómago ante el hedor de la sobreabundancia que termina en peste. Obviamente, tanto el extenso poema de Piñera como la poesía de Lezama merecen un examen comparativo detallado que contraste la contraconquista del paladar enfrentada a la nada existencial del trópico. Lo curioso es que al final de sus vidas estos dos escritores se hicieron buenos amigos. Después de todo, se encontraron en una situación semejante, frente a un régimen que los ahogaba y les restringía su libertad. Es amargo el poema de Piñera, “Un duque de Alba” (1972), dedicado a Lezama: “Pero nosotros, en varias camas, / con mugres y millones de lepras, / entre tecnologías dictatoriales, / planes y simulaciones, / ya no sufrimos nada. / Nos permiten tomar pastillas, / y callar”. Para Antonio José Ponte, algunos de los poemas finales de ambos “resultan bastante canjeables entre sí”. Si Lezama gozaba de un espíritu gongorino ampuloso, Piñera fue su contraparte, un alma irónica y mordaz, quevedesca. Lo mejor de este escritor está en la nada existencial, en su burla incisiva, en su crítica honda a todos y a todo, como lo ilustran “Vida de flora”, “Poema para la poesía” o “En estos páramos”. Si en La isla en peso se construye un ámbito mortuorio en Cuba, al final de su vida, con “Isla” (lamentablemente no incluido en esta antología), un poema escrito en 1979, el mismo año de su muerte, el yo deviene una isla a la deriva, un cuerpo muerto, la asimilación metonímica del sujeto en aquello que lo oprimía:

Se me ha anunciado que mañana,
     a las siete y seis minutos de la tarde,
     me convertiré en una isla,
     isla como suelen ser las islas.
     Mis piernas se irán haciendo tierra
      y mar,
     y poco a poco, igual que un andante chopiniano,
     empezarán a salirme árboles en los brazos,
     rosas en los ojos y arena en el pecho.
     En la boca las palabras morirán
     para que el viento a su deseo pueda ulular.
     Después, tendido como suelen hacer las islas,
     miraré fijamente al horizonte,
     veré salir el sol, la luna,
     y lejos ya de la inquietud,
     diré muy bajito:
     ¿así que era verdad? –

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